– Sensei, a ver si convence usted otra vez a sus amigos para que vuelvan por este barrio. Cada vez que nos encontramos con alguien de aquella época deberíamos pararlo y decirle que pasara por aquí. Quizá al cabo de un tiempo todo volvería a ser como antes.
– Una idea excelente, Obasan -dije-. Lo voy a intentar. Pararé a la gente en la calle y le diré: «Yo a usted le conozco. ¿No iba usted por nuestro barrio? Si cree que aquello está muerto, se equivoca. El bar de la señora Kawakami sigue en el mismo sitio, igual que siempre. El barrio vuelve a ser como antes.»
– Eso es, Sensei -dijo la señora Kawakami-. Le dirá a la gente que no sabe lo que se pierde, que esto va a cobrar vida otra vez. Después de todo, quien tiene que hacer que vuelva la gente es usted. En todo el barrio, era a usted a quien más respetaban.
– Bien dicho, Obasan -dijo Shintaro-. Antiguamente, cuando un noble se encontraba con que su tropa se había disuelto después de una batalla, se apresuraba a reunirla de nuevo. La situación de Sensei es la misma.
– ¡Qué tontería! -dije riéndome.
– Es cierto, Sensei -prosiguió la señora Kawakami-, busque a todos los que venían antes y dígales que vuelvan. Cuando pase un tiempo, compraré el local de al lado y abriré un bar imponente. Como el que había antes enfrente.
– Se lo aseguro, Sensei -insistía Shintaro-. La obligación de un noble es reunir a sus hombres.
– Una idea interesante, Obasan -dije asintiendo-. Como usted sabe, el Migi-Hidari era un bar no más grande que este local, y con el tiempo, conseguimos convertirlo en un lugar importante. Quizá aquí deberíamos hacer lo mismo. Ahora que empiezan a arreglarse las cosas, la gente debería venir de nuevo.
– Podría usted volver a traer a sus amigos artistas, Sensei -dijo la señora Kawakami-. Seguro que los periodistas vendrían detrás.
– No es mala idea. Quizá diera resultado. Ahora bien, no sé si en un sitio tan grande… Tampoco es cuestión de que se vea usted desbordada de trabajo, Obasan.
– Pero qué tontería -protestó ofendida la señora Kawakami-. Si se apresura usted a hacer lo que hemos dicho, ya verá qué bien sale todo.
Últimamente, éste es un tema del que hemos hablado mucho, y me he preguntado si acaso no volvería a resurgir el barrio como antes. Cuando hablamos de esto, tendemos a tomárnoslo en broma. En el fondo, sin embargo, aún conservamos una llama de optimismo. «La obligación de un noble es reunir a sus hombres.» Es posible que esa sea mi obligación. Cuando el futuro de Noriko esté arreglado de una vez por todas, me plantearé en serio los planes de la señora Kawakami.
Creo que debería contarles que, desde que acabó la guerra, he visto a Kuroda, mi antiguo protegido, una sola vez. En realidad, lo encontré por casualidad una mañana lluviosa. Fue durante el primer año de ocupación, antes de que echaran abajo el Migi-Hidari y todos los demás edificios. Ahora no sé muy bien adonde me dirigía, pero decidí pasar por nuestro antiguo barrio de vida nocturna, completamente en ruinas, mirando por debajo del paraguas los esqueletos de los edificios que aún quedaban en píe. Me acuerdo que aquel día había algunos obreros por la zona, de modo que no presté ninguna atención a una silueta que vi plantada frente a un edificio totalmente carbonizado. Sin embargo, al pasar por delante, me di cuenta de que la silueta se había vuelto y me estaba observando. Me detuve, miré con más atención y, a través de la cortina de lluvia que resbalaba por mi paraguas, descubrí con gran sorpresa que era Kuroda el que, carente de toda expresión, me estaba mirando.
Llevaba puesto un impermeable oscuro, iba sin sombrero y se protegía bajo un paraguas. El agua de la lluvia se deslizaba por las ruinas calcinadas de los edificios que tenía a sus espaldas, y junto a él los restos de un canalón dejaban caer una verdadera cascada. Recuerdo que entre nosotros se cruzó un camión lleno de obreros y seguidamente reparé en que, como el paraguas tenía una varilla rota, al lado del pie le caía un hilillo de agua.
Kuroda había envejecido. Es lo que me dije al ver que las formas redondas de su rostro habían desaparecido para dar paso a unos pómulos muy marcados y a unas profundas arrugas en torno al cuello y el mentón.
Movió la cabeza y no supe si pensaba hacerme una reverencia o si, como el paraguas estaba roto, trataba de evitar que el agua le salpicara. Después se volvió y empezó a alejarse.
En fin, no era mi intención ponerme a hablar de Kuroda. En realidad, me ha venido ahora a la mente porque el mes pasado me encontré casualmente con el doctor Saito en el tranvía, y su nombre surgió de pronto.
Fue la tarde en que llevé a Ichiro a ver la película del monstruo. Finalmente, la terquedad de Noriko nos había impedido ir el día anterior. Lo cierto es que fuimos solos mi nieto y yo. Noriko no quiso venir y Setsuko se ofreció a quedarse en casa. La reacción de Noriko no había sido más que una chiquillada, pero Ichiro había interpretado a su modo el comportamiento de las dos mujeres. Aquel día, cuando nos sentábamos a comer, empezó diciendo:
– Tía Noriko y mamá no vienen porque les da mucho miedo la película, ¿verdad, Oji?
– Sí, eso creo yo.
– Les debe dar mucho miedo. Tía Noriko, ¿a que le daría muchísimo miedo ver la película?
– ¡Ya lo creo! -dijo Noriko poniendo cara de terror.
– Hasta a Oji le da miedo. Fíjense, se nota que le da miedo, y eso que es un hombre.
Aquella tarde, a punto ya de irnos al cine, presencié una curiosa escena entre Ichiro y su madre. Setsuko le estaba atando las sandalias. Mi nieto intentaba decirle algo, pero cada vez que Setsuko decía: «¿Qué quieres, Ichiro?, no te oigo», él la miraba muy enfadado y rápidamente se volvía hacia mí para ver si lo había oído. Al final, una vez puestas las sandalias, Setsuko se inclinó para que Ichiro le pudiese hablar al oído. Ella entonces asintió y se metió en casa. Al instante volvió con un impermeable, lo plegó y se lo entregó al niño.
– No creo que llueva -observé yo, mirando hacia fuera. La verdad es que hacía un día magnífico.
– Da igual -dijo Setsuko-. Ichiro tiene ganas de llevarlo.
Lo cierto es que esa insistencia en llevar el impermeable me desconcertó. Pero una vez que estuvimos afuera, al sol, y empezamos a bajar la colina camino de la parada del tranvía, me di cuenta de que Ichiro iba presumiendo, como si el impermeable lo hubiese transformado de pronto en una especie de Humphrey Bogart. Deduje entonces que sólo lo había cogido para imitar a algún héroe de sus tebeos.
Estábamos al pie de la colina cuando Ichiro me dijo:
– Oji, antes era usted un artista famoso.
– Por supuesto, Ichiro.
– Le he dicho a tía Noriko que me enseñe sus cuadros, pero no quiere.
– Ahora están todos guardados.
– Tía Noriko es una desobediente, ¿verdad, Oji? Le he dicho que me enseñara sus cuadros y no quiere, ¿por qué? Yo me reí y le dije:
– No sé, Ichiro. Estaría ocupada.
– Es una desobediente. Volví a reírme:
– Sí, es verdad.
La parada del tranvía está a diez minutos de nuestra casa. Hay que bajar la colina hasta el río y seguir por el nuevo dique de cemento. La línea que va al norte coincide con la carretera justo al otro lado de los nuevos bloques de pisos. Fue en esa parada donde, aquella soleada tarde del mes pasado, mi nieto y yo cogimos el tranvía para ir al centro. En el trayecto nos encontramos con el doctor Saito.
Sé que hasta ahora no he hablado mucho de los Saito. El hijo mayor es el que, de salir todo bien, será el futuro marido de Noriko. Son una familia totalmente distinta de los Miyake. Desde luego, los Miyake son gente muy respetable, pero, francamente, no puede decirse que sean una familia ilustre. Los Saito, por el contrario, sí lo son. Y no estoy exagerando. Aunque hasta aquel año no nos hubiésemos tratado mucho, yo siempre había oído hablar de las contribuciones que el doctor Saito había hecho al mundo del arte y, desde hacía mucho tiempo, si nos encontrábamos por la calle, nos saludábamos siempre muy ceremoniosamente. Nos demostrábamos así uno a otro estar al tanto de nuestra reputación. Es evidente que, cuando nos encontramos el mes pasado, las circunstancias eran muy distintas.