– Noriko es muy buena con los niños. Estoy segura de que Ichiro la va a echar de menos.
– Sí, es verdad.
– Siempre ha sido muy buena con los niños. ¿Se acuerda us.ted de cuando jugaba con los niños de los Kinoshita?
– Sí -dije riéndome. Y añadí-: Ya deben ser muy mayores. Ahora ya no querrán venir aquí.
– Siempre ha sido muy buena con los niños -repitió Setsuko-. Me da pena que a su edad todavía siga soltera.
– Tienes razón. La guerra no pudo cogerla en peor momento.
Seguimos leyendo y al cabo de un rato dijo Setsuko:
– Qué casualidad, encontrarse con el doctor Saito en el tranvía. Parece un verdadero caballero.
– Y lo es. Según se dice, su hijo no le desmerece.
– ¿De verdad? -dijo Setsuko pensativa. Seguimos leyendo un rato más y mi hija volvió a intervenir:
– ¿Y el doctor Saito conoce a Kuroda?
– Muy poco -contesté sin levantar la mirada del periódico-. Según parece, se han visto una vez.
– Me pregunto cómo le irá al señor Kuroda. Recuerdo que antes venía por aquí, y hablaban en el recibidor durante horas.
– Ya no sé nada de él.
– Discúlpeme, pero… ¿no sería prudente que le hiciera usted alguna visita?
– ¿Una visita?
– Sí, a Kuroda y a otras antiguas amistades.
– No sé, Setsuko.
– Lo digo porque quizá tenga usted ganas de hablar con sus antiguas amistades antes de que lo haga el investigador de los Saito. Es mejor que no surja ningún malentendido innecesario, ¿no cree?
– Claro -contesté reemprendiendo la lectura. Creo que ya no hablamos más de ese tema y, durante el resto de su visita, Setsuko tampoco volvió a tocarlo.
Ayer, por fin, fui a Arakawa. El sol de otoño entraba a raudales dentro del tranvía. Hacía tiempo que no había hecho ese trayecto, en realidad desde que acabó la guerra, y, al mirar por la ventanilla, me di cuenta de que el paisaje había cambiado mucho. Sólo al pasar por los barrios de Tozakacho y Sakaemachi reconocí unas casitas de madera de las que sí me acordaba, pero ahora tenían detrás unos bloques de pisos, hechos de ladrillo. Después, al pasar por la parte trasera de las fábricas de Minamimachi, vi que muchas de ellas estaban abandonadas. Las naves, alineadas unas tras otras, eran un completo caos, con las vigas rotas, chapas oxidadas de metal ondulado y montones de escombros, por lo menos a primera vista.
Sin embargo, cuando el tranvía cruza el río por el puente de la empresa THK, es como si se entrara en otro universo. Después de pasar por campos y arboledas, se ve enseguida el barrio de Arakawa al fondo de la colina donde muere la línea. A partir del puente, el tranvía baja muy despacio hasta que frena al llegar a la parada, y la sensación que uno tiene al bajar y pisar unas aceras tan limpias, es que la ciudad ya ha quedado lejos.
He oído que Arakawa escapó a los bombardeos, y así debe de ser, porque ayer descubrí que el barrio seguía igual. Después de subir por una colina, gozando de la sombra de los cerezos, me encontré de pronto frente a la casa de Chishu Matsuda. La casa también seguía igual.
La casa de Matsuda no es tan grande ni original como la mía, es más bien el tipo de casa sólida y respetable como son todas las de Arakawa. Tiene un jardín propio y está rodeada por una valla de madera; por lo tanto, guarda una distancia prudente con las demás casas del vecindario. A la entrada hay un arbusto de azaleas y un poste bastante grueso hundido en la tierra, donde se lee el apellido de la familia. Llamé a la campanilla y me abrió una mujer de unos cuarenta años a quien no conocía. Me llevó al recibidor y corrió la mampara de la terraza para que entrara el sol y pudiera ver parte del jardín. Antes de retirarse me dijo:
– El señor Matsuda viene ahora mismo.
A Matsuda lo conocí durante la época en que viví en el chalé de Seiji Moriyama. El Tortuga y yo nos habíamos instalado allí al dejar el taller de Takeda. El día en que Matsuda se presentó en el chalé, debía de ser ya mi sexto año en la casa. Había estado lloviendo toda la mañana y algunos de mis colegas y yo nos habíamos entretenido bebiendo y jugando a las cartas en una de las habitaciones. Poco después del almuerzo abrimos otra botella bien grande y, en ese momento, oímos la voz de un desconocido que gritaba desde el jardín.
Era una voz fuerte y firme. Nos quedamos callados y cruzamos las miradas, aterrorizados. A todos se nos ocurrió la idea de que la policía había venido a reprendernos. Era por demás absurda, puesto que no habíamos cometido ningún delito. Y aun suponiendo que en algún bar, por ejemplo, alguien hubiese criticado nuestra forma de vida, cualquiera de nosotros la hubiese defendido enérgicamente. De cualquier modo, aquella voz firme que preguntaba: «¿Hay alguien?», nos había cogido desprevenidos, y, de pronto, nos sentimos culpables por las borracheras nocturnas, por las mañanas que pasábamos durmiendo y por la vida desordenada que llevábamos en aquel chalé decadente.
Sólo al cabo de un rato, uno de mis compañeros, el que estaba más cerca de la mampara, la corrió e intercambió unas palabras con el desconocido. Después se volvió y dijo:
– Ono, aquí hay un caballero que quiere hablar contigo.
Salí a la terraza y me encontré con un joven enjuto, más o menos de mi edad, de pie en medio del jardín. Guardo una viva imagen de esa primera vez que vi a Matsuda. La lluvia había cesado y había salido el sol. Matsuda estaba rodeado de charcos y de hojas mojadas caídas de los cedros que dominaban el chalé. Iba demasiado elegante para ser policía. Llevaba una gabardina de corte perfecto, con el cuello levantado, y un sombrero inclinado por encima de los ojos que le daba un aire divertido; cuando salí lo sorprendí mirando a su alrededor muy interesado, de un modo que, ya desde el primer momento, percibí su arrogancia. Al verme, se acercó tranquilamente a la terraza.
– ¿Es usted el señor Ono?
Le pregunté en qué podía ayudarle. Volvió a echar un vistazo al jardín y enseguida me dijo sonriendo:
– Un lugar muy interesante. Debió ser la residencia de algún ilustre señor. Una gran residencia.
– En efecto.
– Me presentaré. Soy Chishu Matsuda. Nos conocemos por carta. ¿No me recuerda? Trabajo para la empresa Okada-Shingen.
Actualmente ya no existe esa empresa. Como muchas otras, desapareció con las fuerzas de ocupación. Pero quizá hayan ustedes oído hablar de ella, o al menos de la exposición que organizaba todos los años hasta que empezó la guerra. Durante una época, para los jóvenes talentos en pintura y grabado esas exposiciones fueron el medio principal para darse a conocer y atraer el interés del público. Alcanzó tal fama que, al final, un gran número de artistas prestigiosos acabaron exponiendo sus novedades junto a las obras de los nuevos talentos. El motivo de la carta que Matsuda me había escrito unas semanas antes era precisamente esa exposición.
– Su respuesta me ha producido cierta curiosidad -dijo Matsuda-. Y he venido para saber exactamente lo que usted piensa.
Lo miré fríamente y contesté:
– Creo que mi carta era bastante explícita. De todas formas, me sentí muy halagado por su interés.
Una leve sonrisa se dibujó alrededor de sus ojos.
– Señor Ono -dijo-, creo que está dejando pasar una oportunidad única. Para usted y para su reputación. Pero le ruego que me diga si al afirmar que no quiere saber nada de nosotros, habla por sí mismo o por boca de su maestro.
– Evidentemente, en primer lugar le pedí consejo a mi maestro, y estoy seguro de que mi decisión, que ya le dejé bien clara en mi última carta, es la más acertada. Le agradezco mucho el interés que muestra usted por mí y es muy amable por su parte haber venido, pero, desgraciadamente, en estos momentos estoy ocupado y no puedo decirle que pase. Ahora, señor Matsuda, le deseo que pase usted un buen día.
– Espere un momento, por favor -me dijo sonriendo cínicamente. Avanzó unos pasos, se detuvo frente a la terraza y levantó la mirada hacia mí-: Para serle sincero, no es la exposición lo que me preocupa. En realidad he venido porque quería conocerlo.