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– ¿De verdad? ¡Qué amable!

– Quería decirle que lo que he visto de su obra me ha impresionado mucho. Creo que tiene usted verdadero talento.

– Le agradezco sus elogios. Gran parte de mi talento se lo debo a mi maestro.

– Claro. Pero olvidémonos de la exposición. Comprenderá usted que no soy sólo un simple secretario de la empresa Okada-Shingen. También soy un gran amante del arte. Tengo mi:s pasiones y mis opiniones, y cuando, muy de tarde en tarde, doy con un talento que de verdad me impresiona, siento la necesidad de hacer algo. Me gustaría mucho tener una charla con usted, señor Ono. Tengo ideas que quizá no haya tenido usted nunca y, humildemente, creo que le ayudarán mucho. Ya no lo entretengo más, pero permítame al menos que le deje mi. tarjeta de visita.

Sacó una tarjeta de la cartera, la dejó encima de la barandilla y, tras una rápida reverencia, se marchó. No obstante, a mitad de camino se volvió y me dijo en voz alta:

– Considere mi propuesta, por favor. Sólo quiero hablar de algunas ideas, nada más.

De esto ya hará casi treinta años, cuando los dos éramos todavía jóvenes y ambiciosos. El Matsuda que vi ayer era en cambio un hombre de aspecto enfermizo, con el cuerpo desfigurado. La arrogancia y la finura de sus rasgos habían desaparecido. La mandíbula superior y la inferior ya no le encajaban. Vino hasta la habitación ayudado por la mujer que me había abierto la puerta. Le ayudó también a sentarse y al quedarnos so.los, Matsuda me miró y me dijo:

– Parece que tú, al menos, te conservas bien. A mí ya me ves, estoy peor que la última vez que nos encontramos.

No lo contradije, pero le aseguré que no tenía tan mal aspecto como él creía.

– Vamos, ¿me estás tomando el pelo? -dijo riéndose-. Sé muy bien que me estoy debilitando mucho y, por lo visto, no hay nada que hacer. Sólo esperar. O me recupero o sigo empeorando. Pero bueno, cambiemos de tema. Te confieso que me sorprende tu visita. Creo que la última vez no nos separamos muy cordialmente.

– ¿En serio? No sabía que nos hubiésemos enfadado.

– Claro que no. ¿Por qué íbamos a enfadarnos? Me alegro de que hayas venido a verme. Deben haber pasado ya unos tres años desde la última vez que nos vimos.

– Eso creo yo. Y no es que te haya evitado. Hace tiempo que tengo ganas de pasar a verte, pero entre unas cosas y otras…

– Claro -dijo-. Tendrás mucho trabajo. Naturalmente, me perdonarás que no estuviese presente en el entierro de Michiko-san. Quise escribirte para disculparme, lo que ocurrió es que no me enteré de lo sucedido hasta varias semanas después. Y, por otra parte, con mis problemas de salud…

– Lo comprendo. De todas formas, a Michiko no le habría gustado una ceremonia demasiado aparatosa. Ella ya sabe que asististe con el pensamiento.

– Recuerdo el día en que os presentaron. -Se rió y asintió con la cabeza-. Aquel día me alegré mucho por ti, Ono.

– ¿De verdad? -dije riéndome también-. En realidad fuiste tú nuestro intermediario. Para tu tío habría sido demasiado trabajo.

– Es cierto -dijo Matsuda con una sonrisa-. Ya me voy acordando de todo. Era tan vergonzoso que no podía hacer ni decir nada sin ponerse colorado. ¿Te acuerdas de la cita en el Hotel Yanagimachi?

Los dos nos reímos y entonces yo comenté:

– Nos ayudaste mucho. Dudo que lo hubiésemos conseguido sin ti. Michiko te estuvo siempre muy agradecida.

– El destino es muy cruel a veces -dijo Matsuda suspirando-. Justo cuando la guerra ya casi había terminado… Me dijeron que fue un ataque por sorpresa.

– Sí, y parece que fue la única víctima. Como bien dices, el destino es a veces muy cruel.

– En fin, te estoy haciendo recordar cosas terribles. Lo siento.

– No importa. Me gusta recordarla aquí contigo. Es como si volviera a los buenos tiempos.

– Claro.

La mujer trajo el té. Mientras dejaba la bandeja, Matsuda le dijo:

– Señorita Suzuki, le presento a un antiguo colega mío. Llegamos a ser íntimos amigos.

La mujer se volvió hacia mí e hizo una reverencia.

– Con la señorita Suzuki tengo un ama de llaves y una enfermera al mismo tiempo. Si no fuera por ella, ya estaría muerto.

La señorita Suzuki se rió, volvió a hacer una reverencia y se marchó.

Después de irse, Matsuda y yo nos quedamos un rato sentados en silencio mirando entre las mamparas que la señorita Suzuki había dejado abiertas. Enseguida vi que en la terraza había un par de sandalias de esparto puestas al sol. Pero apenas alcanzaba a ver el jardín y, por un instante, tuve la tentación de levantarme y salir a la terraza. Sin embargo, me retuve al caer en la cuenta de que Matsuda querría acompañarme y, para él, sería un gran esfuerzo. Me quedé sentado, preguntándome si el jardín seguiría siendo igual que antes. Que yo recuerde, el jardín de Matsuda, aunque pequeño, estaba arreglado con mucho gusto: una alfombra de musgo, algunos arbolillos bien proporcionados y un estanque profundo. De pronto oí un chapoteo y, cuando estaba a punto de preguntarle a Matsuda si aún tenía carpas, me dijo:

– No exageraba cuando te he dicho que gracias a la señorita Suzuki todavía estoy vivo. En más de una ocasión, su presencia ha sido decisiva. A pesar de todo lo que ocurrió, conseguí guardar algunos ahorros. Por eso puedo permitirme tenerla a mi servicio. Otros no han tenido tanta suerte. No es que sea rico, pero si me enterase de que algún antiguo colega está en apuros, haría lo que estuviese en mis manos por ayudarle. Después de todo, no tengo hijos a quienes dejarles el dinero. Yo me reí:

– ¡Ay, Matsuda! No has cambiado nada. Sigues igual de sincero. Eres muy amable, pero el motivo de mi visita no es ése. Yo también conseguí guardar algún dinero.

– Me alegro. ¿Te acuerdas de Nakane, el director del Colegio Imperial Minami? Lo veo de vez en cuando. Ahora está hecho un mendigo. Intenta guardar las apariencias, pero está de deudas hasta el cuello.

– Es horrible.

– Se han cometido muchas injusticias, y muy graves -opinó Matsuda-. En fin, nosotros dos nos las arreglamos para conservar nuestros bienes. Y tú deberías dar gracias, ya que, al parecer, también has conservado la salud.

– Es verdad -dije-. Deberla dar gracias.

Volví a oír otro chapoteo y se me ocurrió que también podrían ser pájaros que estuviesen dándose un baño al borde del estanque.

– Por lo que oigo, tu jardín es muy distinto del mío -apunté-. Se nota que estamos fuera de la ciudad.

– ¿De verdad? Ya casi no me acuerdo de los ruidos de la ciudad. Estos últimos años mi mundo se ha reducido a esto que ves, a esta casa y a este jardín.

– En realidad he venido a pedirte ayuda. Pero no el tipo de ayuda al que aludías antes. -Veo que te has ofendido. Igual que siempre.

Los dos nos reímos y seguidamente añadió: -Y bien, ¿en qué puedo ayudarte?

– El caso es que… -dije- Noriko, la menor de mis hijas, va a casarse y en estos momentos se están llevando a cabo las indagaciones.

– ¿De verdad?

– Para serte sincero, estoy un poco preocupado por ella. Ya tiene veintiséis años. La guerra le puso las cosas muy difíciles. Si no, seguro que ya estaría casada.

– Creo recordar a la señorita Noriko. Aunque sólo era una niña. Así que ya tiene veintiséis años. Como dices, la guerra puso las cosas muy difíciles, hasta para los mejores proyectos.

– El año pasado estuvo a punto de casarse -continué-, pero en el último momento se vino todo abajo. Y ya que ha surgido el tema, quisiera saber si vino a verte alguien para hablar de Noriko. No quiero ser impertinente, pero…

– No eres nada impertinente, lo entiendo muy bien. Pero no, no hablé con nadie. Además, por aquella época estaba muy enfermo. De haber venido alguien, la señorita Suzuki no le habría dejado pasar.