Puede parecer una hipocresía decir que me alegré, e incluso me enorgulleció oír que Kuroda iba progresando en su carrera. Pero es natural que, como antiguo profesor suyo, me sienta orgulloso de él aunque las circunstancias nos hayan distanciado.
Kuroda no vivía en un buen barrio. Me pasé bastante rato cruzando callejuelas donde no había más que casas de huéspedes destartaladas, hasta que llegué a una plaza de cemento que parecía el patio de una fábrica. Y el caso es que al otro lado de la plaza vi unos camiones aparcados, y más al fondo, detrás de una verja, unas excavadoras removiendo la tierra. Recuerdo que me quedé observando las excavadoras hasta que me di cuenta de que el bloque que tenía enfrente era precisamente el de Kuroda.
Subí al segundo piso. Había dos chiquillos que recorrían con sus triciclos el pasillo de punta a punta. Busqué la puerta de Kuroda. Llamé al timbre pero no obtuve respuesta, y, como había decidido no cejar hasta verlo, volví a llamar.
Un joven de unos veinte años y aspecto saludable abrió la puerta.
– Lo lamento -dijo muy serio-, pero el señor Kuroda no está en casa en estos momentos. ¿Es usted colega suyo?
– En cierto modo. Sólo quería hablar con él de un asunto.
– En ese caso, quizá no le importe pasar y esperar un rato. Estoy seguro de que el señor Kuroda no tardará en llegar. Sentiría mucho no haberlo visto.
– Pero no quisiera molestar.
– En absoluto, señor. Le ruego que pase. Era un apartamento pequeño y, al igual que muchos de estos pisos modernos, no tenía lo que se dice un vestíbulo. El tatami, por lo tanto, empezaba a poca distancia de la puerta de entrada y no había más que un pequeño escalón. Se veía que era un lugar ordenado; las paredes estaban llenas de cuadros y otros adornos. La luz del sol entraba a raudales por las ventanas, que, según pude ver, daban a un estrecho balcón. De fuera nos llegaba el ruido de las excavadoras.
– ¿No tendrá usted prisa? -me preguntó el joven acercándome un cojín-. Si volviese el señor Kuroda y se enterara de que lo he dejado marchar, no me lo perdonaría nunca. Permítame que le prepare un poco de té.
– Muy amable -dije sentándome-. ¿Es usted alumno suyo? El joven soltó una pequeña carcajada.
– El señor Kuroda tiene la atención de llamarme su protegido, pero yo dudo mucho de merecer tal honor. Me llamo Enchi. El señor Kuroda fue profesor mío, y ahora, a pesar de la gran cantidad de obligaciones que tiene en la facultad, sigue preocupándose desinteresadamente por mi trabajo.
– ¿Ah, sí?
Desde fuera nos llegaba el ruido de las excavadoras. Durante unos instantes, el joven se sintió incómodo sin saber qué hacer. Después se disculpó diciendo:
– Si no le molesta, prepararé un poco de té. Unos minutos más tarde, cuando volvió a aparecer, señalé un cuadro que había en la pared y dije:
– El estilo del señor Kuroda es realmente inconfundible.
En ese momento, el joven soltó una carcajada y se quedó evidentemente molesto mirando el cuadro, con la bandeja aún en las manos. Al cabo de un rato contestó:
– Lo lamento, señor, pero ese cuadro está muy por debajo del nivel del señor Kuroda.
– ¿No es suyo?
– Siento decirle que es uno de mis intentos. Mi profesor es tan buena persona que ha considerado el cuadro digno de estar ahí colgado.
– ¿De verdad? Vaya, vaya.
Seguí con la mirada puesta en el cuadro. El joven dejó la bandeja a mi lado encima de una mesita y se sentó.
– ¿De verdad es obra suya? Debo decir que tiene usted mucho talento. Sí, mucho talento. Volvió a reírse nervioso.
– Para mí es una suerte tener un profesor como el señor Kuroda. Sin embargo, me temo que aún tengo mucho que aprender.
– ¡Y yo que estaba tan seguro de que era un ejemplo de la obra del señor Kuroda! Las pinceladas son típicamente suyas.
El joven manejaba torpemente la tetera como si no supiese qué hacer con ella. Lo observé mientras levantaba la tapa y echaba un vistazo dentro.
– El señor Kuroda me dice siempre -comentó- que debería intentar pintar con un estilo más personal. Pero encuentro que su estilo es tan excepcional que no puedo evitar imitarlo.
– Durante un tiempo no está mal imitar a nuestros maestros. Es un buen sistema para aprender, pero con el tiempo desarrollará usted sus propias ideas y su propia técnica. No hay duda de que es usted un joven con mucho talento. Sí, estoy seguro de que tiene usted mucho futuro. No me extraña que haya suscitado el interés del señor Kuroda.
– No se imagina usted lo mucho que le debo al señor Kuroda. Ya ve que actualmente incluso me alojo aquí, en su apartamento. Llevo casi dos semanas. Hasta ahora me han echado de todas partes, pero el señor Kuroda me ha salvado. No se figura lo que ha hecho por mí.
– ¿Dice usted que lo han echado de todas partes?
– Como se lo digo, señor -afirmó con una breve carcajada-. Yo pagaba el alquiler, pero, ¿sabe?, no podía evitar manchar el tatami de pintura, por mucho que lo intentase, y al final el casero me echaba.
Nos reímos los dos y a continuación dije yo:
– Discúlpeme. No es que me dé risa, es sólo que he recordado mis primeros tiempos. Yo también tuve ese problema. Pero si persevera usted, pronto disfrutará de las condiciones apropiadas.
Volvimos a reírnos.
– Me consuela usted, señor -contestó el joven, y empezó a servir el té-. Creo que el señor Kuroda estará ya al caer. Le ruego que espere un poco más. El señor Kuroda se alegrará de poder agradecerle todo lo que ha hecho usted por él.
Me quedé mirándolo sorprendido.
– ¿Cree usted que el señor Kuroda me quiere dar las gracias por algo?
– Discúlpeme, pero pensaba que era usted de la Cordón Society.
– ¿De la Cordón Society? ¿Y eso qué es? El joven se quedó mirándome fijamente y volvió a ponerse tan nervioso como al principio.
– Lo siento, señor, es culpa mía. Pensé que era usted de la Cordón Society.
– Me temo que no. Sólo soy un antiguo conocido del señor Kuroda.
– ¿Un antiguo colega?
– Sí, llamémoslo así. -Volví a levantar la mirada hacia la pared, hacia el cuadro del joven-. Ciertamente -continué-, tiene usted mucho talento. Sí, mucho talento.
En ese momento me di cuenta de que el joven me estaba mirando con mucha atención. Al final dijo:
– Discúlpeme, señor, pero… ¿me podría decir su nombre?
– Claro, habrá pensado usted que soy un maleducado. Me llamo Ono.
– Ya.
El joven se levantó y se dirigió a la ventana. Durante unos instantes me quedé mirando el humo de las tazas de té que estaban sobre la mesa.
– ¿Cree usted que tardará mucho aún? -pregunté por fin. Al principio pensé que el joven no contestaría a mi pregunta, pero al fin, sin apartarse de la ventana, respondió:
– Puesto que todavía no ha llegado, lo mejor es que no se entretenga usted más tiempo.
– Si no le importa, ahora que ya he hecho el viaje, esperaré un poco más.
– Informaré al señor Kuroda de su visita y quizá le escriba.
Fuera, en el pasillo, los niños parecían estar gritando y golpeando sus triciclos contra la pared, a poca distancia de nosotros. Al mirar al joven, que aún seguía junto a la ventana, me sorprendió advertir en él un gesto enfurruñado.
– Discúlpeme por lo que voy a decirle, señor Enchi -dije-. Es usted muy joven. Cuando nos conocimos el señor Kuroda y yo, debía ser usted un niño. Le rogaría que no sacara conclusiones precipitadas si no conoce todos los detalles.
– ¿Todos los detalles? -dijo volviéndose hacia mí-. Discúlpeme, pero ¿acaso está usted enterado de todos los detalles? ¿Acaso sabe lo que sufrió el señor Kuroda?
– Las cosas son más complicadas de lo que parecen, señor Enchi. Los jóvenes de su generación lo ven todo de un modo muy simple. En cualquier caso, en estos momentos no tiene sentido que nos pongamos a discutir. Si no tiene usted inconveniente, esperaré al señor Kuroda.