– Casi me atrevería a recomendarle que no se demore más tiempo. Informaré al señor Kuroda de que ha estado usted aquí. -Hasta ese momento, el joven había conseguido mantener un tono cordial, pero de pronto pareció perder la paciencia-. Francamente, señor, me asombra su descaro. Presentarse aquí como si fuera su mejor amigo.
– Soy un amigo. Y es más, si me permite usted le diré que es el señor Kuroda quien tiene que decidir si desea o no recibirme.
– Ya conozco muy bien al señor Kuroda, y mí opinión es que lo mejor es que se vaya usted. El señor Kuroda no querrá verlo.
Suspiré y me puse de pie. El joven estaba mirando otra vez por la ventana, pero en el momento que me disponía a coger el sombrero del perchero, se volvió de nuevo hacia mí.
– Todos los detalles, señor Ono -dijo con un tono extrañamente sereno-. Evidentemente, es usted quien ignora todos los detalles. Si no, ¿cómo se habría atrevido a presentarse aquí de este modo? Por ejemplo, supongo que no sabe usted lo del hombro del señor Kuroda. Le dolía muchísimo, pero, casualmente, a los carceleros se les olvidó dar parte de las lesiones y, hasta que no acabó la guerra, no recibió tratamiento alguno. Sin embargo, sí se acordaban muy bien cuando se trataba de darle otra paliza. Traidor. Eso es lo que le. decían. Traidor. Día tras día y minuto tras minuto. Menos mal que ya sabemos quiénes eran los verdaderos traidores.
Acabé de atarme los zapatos y me encaminé hacia la puerta.
– Señor Enchi, es usted demasiado joven para comprender el mundo en que vivimos y todas sus complejidades.
– Ahora ya sabemos quiénes eran los verdaderos traidores, y muchos de ellos andan por ahí sueltos,
– ¿Le dirá usted al señor Kuroda que he estado aquí? Quizá tenga la amabilidad de escribirme. Que tenga usted un buen día, señor Enchi.
Como es natural, no dejé que las palabras del joven me trastornaran, pero, teniendo en cuenta la boda de Noriko, me inquietaba la posibilidad de que Kuroda me recordase con tanto rencor como Enchi había dejado entrever. De todas formas, mi deber como padre era insistir en el asunto por desagradable que me resultase, y aquella misma tarde, al volver a casa, le escribí una carta a Kuroda manifestándole mi deseo de volver a verlo y subrayando que era por un asunto muy importante y delicado que tenía que tratar con él. El tono de mi carta era amistoso y conciliador, por eso la fría y ofensiva respuesta que recibí me decepcionó. «No tengo motivos para pensar que una cita con usted pueda dar algún fruto -escribía mi antiguo alumno-. Le agradezco la amabilidad de venir a verme el otro día, pero no se moleste en aparecer de nuevo.»
Confieso que este episodio ensombreció mi estado de ánimo y realmente echó por tierra mis optimistas perspectivas en lo referente a Noriko, y aunque, como he dicho, le oculté mis tentativas de ver a Kuroda, no hay duda de que mi hija percibió que las cosas no se habían resuelto satisfactoriamente y se fue poniendo cada vez más nerviosa.
El día del miai mi hija parecía tan tensa que empecé a preocuparme por la impresión que produciría a los Saito esa noche, sobre todo porque los Saito estaban dispuestos a mostrarse tranquilos y relajados. A última hora de la tarde pensé que sería prudente intentar animarla de algún modo, y ésa era mi intención cuando, al verla pasar por el salón donde me encontraba leyendo, le dije:
– Noriko, es sorprendente que puedas pasarte el día entero sin hacer nada más que acicalarte. Se diría que es hoy el día de la boda.
– Se ríe de mí cuando ni siquiera está usted arreglado. Muy propio -me soltó.
– Yo necesito muy poco tiempo para arreglarme -dije riéndome-. Es realmente asombroso que puedas pasarte así todo el día.
– Usted, claro, es demasiado orgulloso para arreglarse como es debido.
La miré sorprendido.
– ¿Qué quieres decir con «demasiado orgulloso»? ¿Qué insinúas?
Mi hija se alejó un poco mientras se retocaba el peinado.
– Si prefiere usted mostrarse indiferente ante algo tan banal como es mi futuro, lo comprendo. Además, todavía no ha terminado de leer el periódico.
– Ahora no cambies de tema. Estabas diciendo algo así como que yo era «demasiado orgulloso». ¿Por qué no sigues?
– Lo único que espero es que esté presentable cuando llegue el momento.
Y tras pronunciar esta frase, salió de la habitación.
En ese momento, como en otros muchos durante aquellos días difíciles, no pude evitar pensar en la gran diferencia que había entre la postura de Noriko ese año y la actitud que había mostrado el año anterior, cuando las conversaciones con los Miyake. Entonces había hecho gala de una tranquilidad que rayaba en la autosuficiencia, pero claro, a Jiro Miyake ya lo conocía, y me atrevería a decir que los dos estaban seguros de que se iban a casar y habían considerado las conversaciones entre las dos familias como una simple e incómoda formalidad. El disgusto que tuvo después fue muy desagradable, de eso no hay duda, pero las insinuaciones que había hecho aquella tarde eran a mi juicio innecesarias. De cualquier forma, la discusión no favoreció en absoluto nuestra disposición de ánimo para afrontar el miai, y es muy probable que desencadenara los acontecimientos que tendrían lugar aquella noche en el Kasuga Park
Durante muchos años, el Kasuga Park había sido considerado el más agradable de los hoteles de estilo occidental de la ciudad. Actualmente, en cambio, la dirección se ha dedicado a decorar las habitaciones de un modo un tanto vulgar con el fin, sin duda, de impresionar a los clientes americanos, para quienes el lugar tiene fama por su encanto «japonés». A pesar de todo, la habitación que había reservado el señor Kyo era bastante acogedora. Por los ventanales se veía la ladera oeste de la colina de Kasuga, así como las lejanas luces de la ciudad. Por lo demás, lo que predominaba en la habitación era una gran mesa circular, con sillas de respaldo elevado, y un cuadro que había en una de las paredes y que inmediatamente atribuí a Matsumoto, a quien había conocido muy superficialmente antes de la guerra.
Es posible que los nervios ante el acontecimiento me llevaran a beber demasiado deprisa, porque las imágenes que guardo de aquella noche no son tan claras como debieran. Recuerdo que enseguida tuve una impresión favorable de Taro Saito, el joven al que se me pedía que aceptase como yerno. Además de parecer una persona inteligente y responsable, tenía la elegancia y el aire sereno que yo admiraba en su padre. Al ver la naturalidad y la tranquilidad con que Taro Saito nos había recibido a Noriko y a mí, me vino a la memoria otro joven que también me había impresionado en una situación semejante hacía unos años. Me refiero a Suichi con ocasión del miai de Setsuko en lo que por aquella época era el Hotel Imperial. Durante un rato pensé en la posibilidad de que la cortesía y la complacencia de Taro Saito se desvanecieran con el tiempo, como le había ocurrido a Suichi. Aunque, claro, espero que Taro Saito no tenga que pasar por los mismos trances que, según se dice, han marcado a Suichi.
En cuanto al doctor Saito, su presencia resultaba tan imponente como siempre. A pesar de que hasta aquella noche no habíamos sido formalmente presentados, el doctor Saito y yo nos conocíamos desde hacía años, y habíamos adquirido la costumbre de saludarnos en la calle en señal de mutuo respeto. Con su esposa, una bella mujer entrada ya en los cincuenta, también había intercambiado algún saludo; lo mismo que su marido, se caracterizaba por su porte distinguido y su aplomo para manejar cualquier situación desagradable que pudiera surgir. El único miembro de la familia que no me causó buena impresión fue el hijo menor, Mitsuo, a quien le calculé unos veinte años.
Al recordar aquella tarde, me doy cuenta de que el joven Mitsuo levantó mis sospechas en cuanto lo vi. No sé a ciencia cierta cuál fue la primera señal de alarma, quizá el hecho de que me recordase al joven Enchi, a quien había conocido en casa de Kuroda. De cualquier modo, cuando empezamos a comer, mis sospechas se vieron paulatinamente confirmadas, pues aunque Mitsuo se comportó con toda corrección, cuando lo sorprendía observándome, había algo en su mirada o en el modo de pasarme en la mesa cualquiera de los platos, que me hicieron presentir su actitud reprobadora y hostil.