Parecía que todo iba bien cuando de pronto surgieron dificultades económicas muy graves. No conozco los detalles, pero el caso es que los «centros culturales» no llegaron a construirse. El propio Sugimura perdió una importante suma de dinero y no volvió a recuperar su antigua reputación. Después de la guerra, el parque de Kawabe cayó en manos de las autoridades de la ciudad, que trazaron las avenidas cubiertas de árboles. Actualmente, del proyecto de Sugimura sólo quedan las manchas de hierba, donde extrañamente no se ve nada y sobre las que deberían erguirse los museos y teatros para los que fueron diseñadas.
Quizá ya les haya dicho que mi trato con la familia de Sugimura, después de comprarles la última casa donde él vivió, no fue precisamente el que mejor recuerdo pudo dejarme de ese hombre. No obstante, cada vez que paseo por el parque de Kawabe, pienso en Sugimura y en su proyecto, y debo confesar que empiezo a admirarle: un hombre que aspira a destacarse sobre todos los demás, a dejar a un lado la mediocridad y llegar a ser alguien, merece que se lo admire aunque al final fracase y su ambición lo deje en la ruina. Y no creo que Sugimura muriera desgraciado. Su fracaso fue muy diferente de los deshonrosos fracasos de la mayoría de la gente, y un hombre como él tenía que saberlo. Después de todo, es un consuelo y una gran satisfacción mirar hacia atrás y ver que sólo hemos fracasado en algo que otras personas no han pensado ni intentado llevar a cabo.
En fin, no pretendía explayarme sobre mi relación con Sugimura. Como iba diciendo, aquel día disfruté de mi paseo por el parque de Kawabe acompañado de Setsuko, a pesar de algunas de sus observaciones que no llegué a captar del todo hasta que, pasado un tiempo, volví a meditarlas. En cualquier caso, nuestra conversación terminó cuando, a mitad del camino y a poca distancia frente a nosotros, apareció de pronto la estatua del emperador Taisho, nuestro punto de encuentro con Noriko e Ichiro, según habíamos acordado.
Eché un vistazo a los bancos que rodeaban la estatua y de pronto oí la voz de un niño que gritaba:
– ¡Eh, Oji!
Ichiro corrió hacia mí con los brazos abiertos dispuesto a abrazarme pero, una vez frente a mí, se contuvo y, adoptando una expresión solemne, me alargó la mano para que se la estrechara.
– Buenos días -dijo profundamente serio.
– Ichiro, veo que te estás haciendo un hombre. ¿Qué edad tienes ahora?
– Ocho años, creo. Venga conmigo. Tengo que hablarle de algo.
Su madre y yo lo seguimos hasta el banco donde nos esperaba Noriko. La menor de mis hijas llevaba un vestido precioso que nunca le había visto.
– Estás radiante, Noriko -le dije-. Por lo que veo, en cuanto una hija deja a su familia, cambia totalmente de aspecto.
– Que una mujer se case no quiere decir que tenga que dejar de vestirse con elegancia -replicó Noriko, visiblemente halagada.
Si recuerdo bien, estuvimos un rato sentados bajo la estatua del emperador Taisho conversando. El motivo de darnos cita en el parque había sido que mis dos hijas querían comprar unas telas, de modo que habíamos convenido en que yo me llevaría a Ichiro a comer a unos grandes almacenes y, durante la tarde, le enseñaría el centro de la ciudad. Ichiro estaba impaciente por marcharse y mientras hablábamos no cesó de tirarme de la manga y decirme:
– Oji, déjelas que hablen. Nosotros tenemos otras cosas que hacer.
Llegamos a los grandes almacenes un poco más tarde de la hora habitual para comer. El restaurante no estaba, por lo tanto, muy concurrido. Ichiro se pasó bastante tiempo frente a las vitrinas sin decidirse por ningún plato y sólo al cabo de un rato se volvió y me dijo:
– Oji, ¿sabe qué es lo que me gusta comer ahora?
– No sé, Ichiro. ¿Pasteles? ¿Helados?
– ¡Espinacas! ¡Dan mucha fuerza! -Sacó pecho y me mostró los bíceps.
– Ya veo. Pues mira, ahí tienes el «Almuerzo Juvenil». Lleva espinacas.
– Pero eso es para niños.
– Será para niños, pero tiene muy buena pinta. Yo voy a pedirlo.
– Entonces yo también. Así comeremos lo mismo, Oji. Pero dígale al camarero que me ponga muchas espinacas.
– Muy bien, Ichiro.
– Oji, siempre que pueda, coma espinacas. Ya verá qué fuerte se pone.
Ichiro tomó asiento en una de las mesas junto a los ventanales y, mientras esperábamos la comida, se quedó con la cara pegada al cristal, contemplando el gentío que, cuatro pisos más abajo, recorría las calles. Desde la última vez que Setsuko había venido a casa, hacía un año, no había visto a Ichiro. Por motivos de salud no asistió a la boda, y me sorprendió ver lo mucho que había crecido en ese tiempo. Además de ser más alto, se mostraba también más sereno, menos infantil. Sus ojos, sobre todo, encerraban una mirada más adulta.
La verdad es que, observándolo aquel día con la cara pegada al cristal, me di cuenta del gran parecido que empezaba a tener con su padre. Tenía también rasgos de Setsuko, sobre todo los ademanes y gestos de la cara. Pero lo que más me impresionó fue ver la semejanza de Ichiro con mi propio hijo. Confieso que siento una extraña satisfacción al comprobar que los niños heredan rasgos de otros miembros de la familia aparte de sus padres, y lo que espero es que mi nieto conserve ese parecido cuando sea adulto.
Naturalmente, la infancia no es la única época en la que somos susceptibles a este tipo de herencia, también durante los primeros años de madurez un profesor o un preceptor a quien admiramos profundamente puede dejarnos su huella, y mucho después de que hayamos reconsiderado o incluso rechazado el cúmulo de enseñanzas recibidas de esa persona hay rasgos que logran sobrevivir. Es como una sombra que nos acompaña durante toda nuestra vida. Soy consciente, por ejemplo, de que algunos de mis ademanes -como el modo de tender la mano cuando explico algo-, ciertas inflexiones de mi voz cuando intento mostrarme irónico o me impaciento, y hasta frases enteras que suelo emplear con agrado y que la gente cree que son mías, proceden de Mori-san, mi antiguo profesor. Y no creo ser vanidoso si digo que muchos de mis alumnos heredarán a su vez mis gestos. En cualquier caso, espero que cualquiera que sea la apreciación que hayan podido hacer de los años que han pasado bajo mi tutela, la gran mayoría se sienta agradecida a mis enseñanzas. Por mi parte, al margen de los evidentes defectos de mi antiguo profesor Senji Moriyama -o «Mori-san», como solíamos llamarle-, y al margen de lo ocurrido al final entre nosotros, siempre reconoceré que los siete años que estuve viviendo en su casa de campo entre las colinas del distrito de Wakaba constituyeron una época crucial en mi carrera.
Cuando ahora intento evocar la casa de Mori-san, siempre me viene a la mente una perspectiva especialmente grata de ella: la que se ve desde lo alto del sendero que lleva al pueblo más cercano. Al subir, había un momento en que se veía la casa al fondo de una hondonada, un rectángulo de madera oscura situado entre cedros muy altos. Si tenía esta forma, es porque las tres partes de la casa se unían formando tres lados del rectángulo que rodeaban el patio central. El cuarto lado era la entrada y una valla de cedro. De este modo, el patio quedaba totalmente cerrado. Ya imaginarán ustedes que para los malhechores no debía ser fácil entrar en la casa, una vez que el portalón se cerraba.
En nuestros días, sin embargo, a un intruso le sería mucho más fácil, dado que la casa se encuentra en estado ruinoso aunque desde lo alto del sendero resulte imposible verlo. Tampoco es posible adivinar que el interior no alberga más que una serie de habitaciones con el papel hecho jirones y unos tatamis tan desgastados que, si no se pisa con cuidado, es muy fácil agujerearlos. Cuando trato de recordar el aspecto de la casa vista de cerca, lo primero que me viene a la mente es la imagen del techo con las tejas rotas, las celosías a punto de desmoronarse, las balaustradas podridas y desportilladas, y el techo de donde continuamente caían goteras. Aunque sólo lloviera una noche, el olor a madera húmeda y a hojas descompuestas impregnaba las habitaciones. Y había épocas en que era tal la plaga de insectos y polillas que se pegaban a las molduras y horadaban las hendeduras, que temíamos que por su culpa la casa se viniera abajo de una vez por todas.