Una de esas noches, sin embargo, se me quedó bien grabada. Recuerdo que paseaba por el patio, aliviado de respirar el aire fresco de la noche y de escapar, aunque fuera un momento, del bullicio de la fiesta. Me dirigí hacia la entrada del cuarto trastero y, antes de entrar, me volví a mirar hacia la habitación al otro lado del patio, donde se divertían mis compañeros y nuestros invitados. Las siluetas de sus cuerpos bailaban al otro lado de las mamparas de papel y, transportada por el aire de la noche, llegaba a mis oídos la voz de un cantante.
Me había dirigido al cuarto trastero porque era uno de los pocos sitios de la casa donde se podía estar tranquilo durante un buen rato. Me imagino que antes, cuando la casa albergaba vigilantes y criados, el cuarto serviría para guardar armas y armaduras. Pero aquella noche, al entrar y encender el farol que colgaba encima de la puerta, encontré el suelo cubierto de todo tipo de objetos y me resultó imposible atravesarlo sin ir dando saltos a cada momento. Por todas partes se apilaban viejos lienzos atados con cuerdas, caballetes rotos, toda clase de botes y vasijas de las que sobresalían palos y pinceles. Me las arreglé para llegar a un claro en el suelo. Me senté y me di cuenta de que los objetos que me rodeaban proyectaban unas sombras exageradas a la luz del farol. El efecto era siniestro, como si me encontrara en un grotesco cementerio en miniatura.
Debí de quedarme absorto en mis tristes pensamientos, ya que, según recuerdo, me sobresalté al oír el ruido de la puerta que se abría. Levanté la vista y me encontré con Mori-san, de pie, en el umbral del trastero. Le dije precipitadamente:
– Buenas noches, Sensei.
Es posible que el farol de encima de la puerta no iluminara suficientemente el lado de la habitación donde yo me encontraba, o quizá mi cara permaneciera en sombras, pero el caso es que Mori-san entornó los ojos y preguntó:
– ¿Quién es? ¿Ono?
– Sí, Sensei.
Siguió con los ojos entornados hasta que, al cabo de un rato, descolgó el farol de la viga y, manteniéndolo frente a su cara, avanzó hacia mí, abriéndose paso entre los objetos que había por el suelo. Como llevaba el farol en la mano, las sombras de los objetos oscilaban a nuestro alrededor. Le hice un hueco apresuradamente, pero Mori-san ya se había sentado en un viejo baúl de madera que había algo más lejos. Suspiró y dijo:
– He salido a respirar un poco de aire fresco y he visto que la luz estaba encendida. Reinaba la oscuridad, la única luz era ésta. Me he dicho que sería muy extraño que unos amantes se escondiesen en un trastero, lo más posible es que sea alguien que se siente solo.
– Debo de haber estado soñando, Sensei. No había venido con intención de pasar mucho tiempo.
Sensei había dejado el farol a su lado, de modo que sólo alcanzaba a ver su silueta.
– Creo que le has gustado mucho a una de las bailarinas -dijo-. Va a sentirse muy decepcionada si ve que ahora que ya es de noche te has esfumado.
– No he querido mostrarme descortés con nuestros invitados, Sensei. Es sólo que, como usted, he salido a respirar un poco de aire fresco.
Durante unos instantes nos quedamos callados. A nuestros oídos llegaban desde el otro lado del patio las canciones y las palmadas de nuestros compañeros.
– Y bien, Ono -dijo Mori-san finalmente-, ¿qué piensas ahora de mi amigo Gisaburo? Todo un personaje, ¿no?
– Sí, Sensei. Parece un hombre muy agradable.
– Ahora parece un pordiosero, pero ha sido una celebridad y, como hemos visto esta noche, aún conserva el talento.
– Es cierto.
– Dime, Ono, ¿qué es lo que te preocupa?
– ¿Qué me preocupa? Nada, Sensei.
– ¿Hay algo de Gisaburo que te desagrada?
– ¡Oh, no, Sensei! -Me reí un poco molesto-. En absoluto. Me parece un hombre muy amable.
Después estuvimos hablando de otras cosas, de todo lo que se nos ocurría. Pero al ver que Mori-san volvía al tema de mis «preocupaciones», vi claramente que no estaba dispuesto a moverse de allí hasta que me desahogara. Al final le dije:
– Gisaburo-san parece ser un hombre realmente bueno. Sus bailarinas y él mismo han sido muy amables al venir a divertirnos, pero Sensei, hemos recibido tantas visitas así estos últimos meses…
Mori-san no contestó y yo proseguí:
– Discúlpeme, Sensei, no quisiera parecer irrespetuoso ante Gisaburo-san y su gente, pero a veces me pregunto si es necesario que los artistas dediquemos tanto tiempo a divertirnos con gente como Gisaburo-san.
Creo que en ese momento mi maestro se puso en pie y, con el farol en la mano, atravesó la habitación en dirección al fondo del trastero. La pared había permanecido a oscuras, pero al levantar el farol, aparecieron de pronto tres grabados colgados uno debajo del otro. Los tres representaban la misma escena, una geisha arreglándose el pelo, vista de espaldas, sentada en el suelo. Mori-san examinó las imágenes durante un rato, iluminándolas con el farol una tras otra. Acto seguido meneó la cabeza y murmuró para sí mismo:
– Son muy malos, muy malos. Qué banalidad. Unos segundos después añadió, sin apartarse de los grabados:
– Pero en fin, siempre se siente un gran cariño por las primeras obras. Quizá algún día sientas lo mismo por el trabajo que has hecho aquí.
Después volvió a menear la cabeza y repitió:
– Pero son muy malos, Ono, muy malos.
– No estoy de acuerdo, Sensei -dije yo-. Creo que estas imágenes son un buen ejemplo de cómo el talento de un artista puede superar las limitaciones que impone un estilo concreto. Siempre he considerado que era una verdadera lástima que los trabajos de Sensei quedasen relegados a un cuarto como éste. Creo que deberían aparecer expuestos junto a sus pinturas.
Mori-san se quedó ensimismado mirando sus imágenes.
– Son muy malas -volvió a decir-. Supongo que aún era muy joven.
Volvió a mover el farol, una imagen se perdió en las sombras y apareció otra. Después dijo:
– Todas estas imágenes son escenas de una casa de geishas que hay en Honcho. Muy bien considerada, cuando yo era joven. Gisaburo y yo solíamos ir juntos a esos sitios. -Al cabo de un rato volvió a decir-: Son muy malas, Ono.
– Pero Sensei, créame. Ni el ojo más exigente encontraría defecto alguno en estos grabados.
Siguió examinando las imágenes durante otro rato y se dispuso a volver a cruzar el cuarto. A mi juicio, pasó un buen tiempo intentando abrirse camino entre los objetos desparramados por el suelo. Varias veces lo oí hablar entre dientes, empujando con el pie alguna caja o alguna vasija. Pensé que buscaba algo determinado, otros grabados de su primera época, por ejemplo, perdidos en todo aquel caos, pero acabó por sentarse otra vez en el viejo baúl de madera y dio un suspiro. Después de estar un rato en silencio dijo:
– Gisaburo es un hombre desdichado. Su vida ha sido muy triste. Ya no queda nada de su talento. Aquellos a los que amó en una época han muerto o lo han abandonado. Ya en nuestra juventud era un personaje triste y solitario. -Mori-san se quedó unos instantes callado. Después prosiguió-: Pero a veces bebíamos y nos divertíamos con las mujeres del barrio del placer. En esos momentos, Gisaburo se sentía feliz. Las mujeres le decían todo lo que él quería oír y, aunque fuese por una noche, llegaba a creerlas. En cuanto se hacía de día, claro, era demasiado inteligente para seguir engañándose. Lo mejor en la vida, me decía siempre, se vive una noche y desaparece con el día. Ono, eso que la gente llama el mundo flotante, es un mundo que Gisaburo sabía apreciar muy bien.
Mori-san volvió a hacer una pausa. Igual que antes, sólo alcanzaba a ver su silueta, pero tuve la sensación de que se había quedado escuchando el bullicio que venía del otro lado del patio. Luego dijo: