– Me pregunto -dejé a un lado el pincel y me quedé mirando mi obra- si este cuadro también te inspirará algo.
Seguí contemplando el cuadro a medio acabar y, acto seguido, miré a mi amigo, que estaba al otro lado del cubo con agua. El Tortuga, con la felicidad de estar pintando, no se percató de que lo miraba. Desde los días en que lo conocí con el maestro Takeda, había engordado unos cuantos kilos, y su mirada tensa y temerosa de aquella época había dejado paso a una sensación de gozo infantil. Recuerdo que alguien de la casa lo había comparado a un perrito al que se le acabase de hacer mimos, y la verdad es que la descripción convenía perfectamente a la imagen de aquella tarde en la cocina, mientras lo observaba pintar.
– Dime, Tortuga -le dije-, en estos momentos estás satisfecho con tu obra, ¿no?
– Muy satisfecho, gracias, Ono-san -respondió inmediatamente y, levantando la mirada, añadió con una sonrisa-: Por supuesto, aún me falta mucho para estar a su altura.
Volvió a clavar su mirada en el cuadro y yo seguí observándolo. Al cabo de un rato le pregunté:
– ¿Nunca has pensado en… en hacer otras cosas?
– ¿Otras cosas? -dijo sin levantar la mirada.
– Dime, ¿no te gustaría un día pintar cosas realmente importantes? No me refiero a obras que admiremos y elogiemos aquí entre nosotros. Me refiero a obras verdaderamente importantes. Obras que aporten algo a nuestro pueblo, a nuestra nación. Cuando digo otra cosa, me refiero a eso.
Mientras hablaba lo observaba atentamente, pero el Tortuga no dejó de pintar.
– Para serle sincero, Ono-san -dijo-, en posición tan humilde como la mía, siempre se intentan otras cosas. Pero desde hace un año, más o menos, creo que he empezado a descubrir el buen camino. Sabe, he notado que Mori-san se fija cada vez más en mi obra. Sé que está satisfecho conmigo. Dentro de un tiempo, quizá hasta pueda exponer con Mori-san y usted, ¿quién sabe? -Al final me miró y se rió muy nervioso-. Discúlpeme, lo que digo es para darme ánimos a mí mismo.
Decidí dejar el tema e intentar hablar en confianza con mi amigo cualquier otro día, pero los acontecimientos se adelantaron.
Ocurrió justo unos días después de la conversación que les he relatado. Una mañana de sol entré en la cocina y me encontré con que el Tortuga ya estaba subido al estrado del fondo, mirándome fijamente. Después de la claridad que había afuera, mis ojos necesitaron unos minutos para adaptarse a las sombras, sin embargo, noté en los suyos una expresión de temor, casi de pánico. Como si yo fuera a atacarlo, levantó torpemente un brazo a la altura del pecho y volvió a dejarlo caer. No había instalado siquiera el caballete ni se le vela preparado para trabajar. Le saludé y no respondió. Me acerqué algo más y le pregunté:
– ¿Ocurre algo?
– Ono-san… -dijo en voz baja, y se calló. Al subir yo al estrado, miró molesto a su izquierda. Tenía puesta su mirada en mi cuadro, aún sin acabar, cubierto con una tela y apoyado contra la pared. El Tortuga, muy nervioso, lo señaló y dijo:
– ¿Se trata de una broma?
– No, Tortuga -le dije subiendo al estrado-. No es ninguna broma.
Me acerqué al cuadro, lo destapé y lo volví hacia nosotros. El Tortuga desvió inmediatamente la mirada.
– Querido amigo -le dije-, una vez tuviste el valor de escucharme y juntos dimos un paso importante para nuestra carrera. Ahora me gustaría que dieras otro paso adelante conmigo.
El Tortuga seguía sin mirarme y dijo:
– Ono-san, ¿nuestro maestro ha visto esta pintura?
– No, todavía no. Pero creo que también tendré que enseñársela. A partir de ahora, voy a seguir este estilo. Tortuga, mira mi cuadro. Déjame que te explique lo que intento hacer y así quizá los dos juntos podamos dar otro paso importante.
Finalmente se volvió hacia mí.
– Ono-san -dijo casi susurrando-. Es usted un traidor, y ahora le ruego que me disculpe.
Dicho esto, salió del recinto.
El cuadro que tanto había escandalizado al Tortuga se llamaba Complacencia y, aunque no lo conservé mucho tiempo, le había dedicado tantos esfuerzos que todos los detalles quedaron grabados en mi memoria. Si quisiera, podría volver a pintarlo con toda precisión. Lo que me inspiró aquel cuadro fue una escena que había presenciado unas semanas antes, algo que había visto mientras paseaba con Matsuda.
íbamos a ver a un colega de Matsuda en la compañía Okada-Shingen, a quien quería presentarme. Fue a finales de verano. El calor fuerte ya había pasado, pero recuerdo que me costaba caminar a la velocidad de Matsuda y, cruzando el puente metálico de Nishizuru, aún me veo limpiándome el sudor de la frente, deseando que Matsuda aminorara el paso. Aquel día mi compañero vestía un elegante traje de verano y, como siempre, llevaba el sombrero algo inclinado. A pesar del ritmo que llevaba, sus pasos no daban la impresión de alguien que tuviera prisa y, cuando llegamos a mitad del puente y nos detuvimos, ni siquiera me pareció que tuviera calor.
– Desde aquí hay una vista interesante -observó-. ¿No te parece?
La vista era un amasijo de tejados, unos de amianto y todo tipo de chapas, y otros de uralita, encajados entre dos fábricas siniestras, una a la derecha y otra a la izquierda. La zona de Nishizuru todavía hoy sigue siendo un barrio pobre, pero en aquella época era aún peor. Cualquiera que al pasar por el puente hubiese echado un vistazo, habría pensado que se trataba de un barrio abandonado a medio derruir, de no ser por las numerosas y diminutas siluetas que, mirando con atención, se podían distinguir en movimiento de una casa a otra, como hormiguitas pululando entre las piedras.
– Mira ahí abajo, Ono -dijo Matsuda-. En esta ciudad cada vez hay más barrios así. Hace sólo dos o tres años el sitio no estaba tan mal, pero ahora se está convirtiendo en un barrio de chabolas. Cada vez hay más gente pobre que se ve obligada a dejar sus casas y el campo para venir a pasar necesidades a sitios como éste, donde ya viven otros en iguales condiciones.
– Es horrible -dije-, dan ganas de hacer algo. Matsuda me sonrió con ese aire de superioridad con el que siempre me hacía sentir estúpido e incómodo.
– Siempre las buenas intenciones -dijo mirando el paisaje-. Todos las tenemos, gente de toda condición, pero, mientras tanto, estos lugares se van extendiendo como una plaga. Respira hondo, Ono, hasta aquí llega el olor de las alcantarillas.
– Había notado que olía a algo, pero… ¿de verdad viene de ahí abajo?
Matsuda no respondió. Siguió contemplando toda aquella miseria con una extraña sonrisa en la cara. Luego dijo:
– Son raras las veces que un político o un hombre de negocios ve lugares así. Y si los ven es desde cierta distancia, como nosotros ahora. Me pregunto si habrá uno solo que haya pasado por ahí abajo y, ya que estamos, también me pregunto cuántos artistas habrán hecho lo mismo. Advertí su tono desafiante y le propuse:
– Si no llegamos tarde a la cita, no me importaría.
– Al contrario, incluso podríamos ahorrarnos uno o dos kilómetros.
Matsuda no se había equivocado al pensar que el olor procedía de las alcantarillas del barrio. Una vez que estuvimos a los pies del puente y nos adentramos por las callejuelas, el hedor se fue haciendo más intenso, casi nauseabundo. No corría brisa alguna que pudiese combatir el calor. En el aire sólo se movían las moscas con un zumbido constante. Una vez más, tuve que esforzarme por seguir el paso de Matsuda, aunque no tenía el menor deseo de que lo aminorase.
A nuestro lado se sucedían extrañas construcciones, como los puestos de un mercado que hubiese cerrado aquel día, pero en realidad eran casas de una sola habitación, algunas separadas de la calle sólo por una cortina. De vez en cuando había viejos sentados a la puerta, que nos miraban curiosos pero no de un modo hostil. Había niños por todas partes, moviéndose en todas direcciones; los gatos se diría que nos salían de los pies a toda velocidad. Sin dejar de andar, íbamos esquivando las sábanas y la ropa que colgaba de simples pedazos de cuerda. Se oía llorar a los niños, ladrar a los perros y las voces de los vecinos que conversaban entre sí desde sus respectivas casas sin correr la cortina. Al cabo de un rato, mi atención se centró sobre todo en las acequias del alcantarillado que transcurrían paralelas al camino por donde íbamos andando. Sólo las moscas las cubrían y, al tiempo que seguía a Matsuda, me fue invadiendo la sensación de que las acequias se estrechaban cada vez más hasta convertirse en un tronco caído sobre el que nos aventurábamos.