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Al final llegamos a una especie de patio, donde el camino se veía interrumpido por una aglomeración de cabanas miserables. Sin embargo, Matsuda señaló un hueco que quedaba libre entre dos cabanas por donde se veía el campo abierto.

– Si cortamos por ahí -dijo-, salimos detrás de la calle de Kogane.

Cerca del pasaje que Matsuda señalaba, tres muchachos estaban inclinados sobre algo que había en el suelo y que empujaban con unos palos. Al acercarnos, se volvieron bruscamente con gesto amenazante y, aunque no veía nada, algo me decía que estaban torturando a un animal. Matsuda debió llegar a la misma conclusión, porque al pasar junto a ellos me dijo:

– En fin, no tienen con qué divertirse.

En aquel momento apenas pensé en los muchachos, pero unos días después la imagen de los tres niños que nos miraban con gesto amenazante, levantando los palos entre aquella miseria, acudió a mí con toda precisión de detalles, y la utilicé como tema central de Complacencia. Sin embargo, debo decir que la imagen que aquella mañana el Tortuga captó furtivamente de mi cuadro, todavía inacabado, era infiel en un par de cosas a la imagen real de los tres niños. Vestían los mismos harapos y el fondo, la mísera cabana, era también el mismo. Sólo el gesto había cambiado, ya no era la mirada amenazante de tres criminales de corta edad sorprendidos en plena faena, era el gesto viril de tres samurais listos para la lucha. Y no es ninguna coincidencia que los plasmara sujetando los palos en las posturas clásicas del kendo.

Encima de la cabeza de los tres muchachos, el Tortuga también tuvo que atisbar una segunda imagen. Tres hombres gruesos, bien vestidos, cómodamente sentados en un café. Aparecían riéndose, con unos rostros algo decadentes, como si estuviesen gastando bromas sobre sus amantes o algo por el estilo. Las dos imágenes quedaban encerradas en un mismo marco, los contornos del archipiélago nipón. En el margen derecho, en letras rojas, se leía «Complacencia» y en el izquierdo, en letras más pequeñas, «Pero los jóvenes están dispuestos a defender su dignidad».

Es posible que la descripción de una obra tan simple les diga algo, sobre todo si conocen ustedes mi cuadro Mirada hacia el horizonte. Fue una imagen muy conocida por los años treinta en toda la ciudad. En realidad, Mirada hacia el horizonte era una reelaboración de Complacencia, con las diferencias propias de la evolución lógica de mi estilo entre uno y otro cuadro. Recordarán ustedes que esta última obra también presentaba el contraste de dos imágenes superpuestas unidas por el contorno de Japón. La imagen superior seguía siendo la de los tres hombres bien vestidos conversando entre ellos, esta vez con expresión nerviosa, mirándose unos a otros para ver quién toma la iniciativa. Sus caras, ya lo saben ustedes, eran parecidas a las de tres importantes políticos. En cuanto a la imagen inferior, la dominante, los tres pordioseros habían sido sustituidos por tres soldados de rostro severo: dos con bayonetas, flanqueando al oficial del centro, que empuña su espada señalando en dirección al oeste, hacia Asia. Detrás ya no aparecía un fondo de miseria sino la bandera militar del sol naciente. La palabra «Complacencia» del margen derecho había sido reemplazada por «Mirada hacia el horizonte». El mensaje de la izquierda era: «Basta de palabras cobardes, Japón debe seguir adelante.»

Si no conocen ustedes la ciudad es posible que nunca hayan visto esta obra, pero no exagero si digo que la mayoría de la gente que vivió en este lugar antes de la guerra conoció el cuadro, en aquella época muy elogiado, en primer lugar, por la fuerza de su técnica, pero, sobre todo, por la fuerza del color. Ya sé que ahora Mirada hacia el horizonte, a pesar de sus valores artísticos, es un cuadro desfasado. Reconozco incluso que es un cuadro vergonzoso por los sentimientos que refleja. No soy de los que temen reconocer los errores de épocas pasadas.

Pero en fin, no pretendo hablarles de Mirada hacia el horizonte.

Sólo lo he mencionado por su relación con el cuadro anterior y para dejar bien clara la influencia que Matsuda tuvo posteriormente en mi carrera. Había empezado a ver regularmente a Matsuda unas semanas antes de encontrarme con el Tortuga en la cocina, la mañana de su descubrimiento. Una prueba de lo mucho que me atraían sus ideas, es que lo vela con frecuencia y, que yo recuerde, al principio no había sentido hacia él ninguna simpatía. Nuestras primeras conversaciones siempre habían acabado en riñas. Una noche, por ejemplo, poco después de haberlo seguido por entre las míseras calles de Nishizuru, me llevó a un bar del centro de la ciudad. No recuerdo el nombre del bar ni la zona, pero recuerdo que era un lugar sucio y oscuro, frecuentado por los peores estratos de la ciudad. Apenas entramos me sentí intranquilo. Matsuda, en cambio, estaba como en su casa e incluso saludó a dos hombres que jugaban a las cartas antes de llevarme a un reservado donde había una mesita libre.

Mi intranquilidad fue en aumento cuando unos minutos más tarde dos hombres, de aspecto recio y bastante borrachos, se acercaron hasta nuestro reservado dando traspiés, buscando conversación. Matsuda se limitó a decirles que se fueran. Yo pensé que habría problemas, pero al parecer mi compañero los desconcertó de tal modo que se alejaron sin rechistar.

Estuvimos bebiendo y hablando durante un rato hasta que, en un momento dado, nos empezamos a exaltar. Recuerdo haberle dicho:

– Comprendo que, a veces, la gente como tú se burle de nosotros los artistas, pero te equivocas si piensas que no sabemos nada de este mundo.

Matsuda soltó una carcajada y contestó:

– Ono, recuerda que yo trato con muchos artistas y, en general, formáis un grupo de gente terriblemente decadente. A veces, más ajenos a las cosas de este mundo que un niño.

Cuando iba a responderle, Matsuda prosiguió:

– Por ejemplo, piensa en tu proyecto, el que me acabas de exponer con tanta seriedad. Es muy conmovedor, pero permíteme que te diga que es una prueba más de lo ingenuos que sois los artistas.

– No veo por qué encuentras tan ridículo mi proyecto. Claro que me equivocaba si creía que te importaba la pobreza de esta ciudad.

– No es necesario que emplees ese tono tan sarcástico e infantil. Sabes muy bien que me importa. Pero vamos a pensar un momento en tu proyecto. Imagínate que logras lo imposible y tu maestro te da su consentimiento. Os pasáis todos una semana, o dos, en la casa, pintando, ¿cuántos? ¿Veinte cuadros? Treinta como mucho. ¿Para qué más? De todas formas, no conseguiríais vender más de diez u once. Y con eso qué. Las pocas ganancias os cabrían en un bolso con el que podríais pasearos por los barrios pobres repartiendo monedas. ¡A cada pobre un sen!

– Discúlpame, Matsuda, pero me tomas por un alma ingenua y te equivocas. Yo no he dicho que en la exposición sólo deba participar el grupo de Mori-san. Sé perfectamente que la pobreza que intentamos combatir es un problema muy grave, y por eso te he hecho esta propuesta. Los que venís de Okada-Shingen estáis en una posición privilegiada. La situación de esa gente miserable podría aliviarse con grandes exposiciones organizadas regularmente en toda la ciudad, que atrajesen cada vez a más artistas.