– Lo siento, Ono -dijo Matsuda con una sonrisa mientras meneaba la cabeza-, pero me temo que, después de todo, sigo teniendo la razón. Los artistas sois una raza desesperadamente ingenua. -Se echó hacia atrás y suspiró. Nuestra mesa estaba cubierta de ceniza de cigarrillos y Matsuda, con la arista de una caja de cerillas vacía que habían dejado los clientes anteriores, trazaba formas geométricas, pensativo-. Actualmente -prosiguió-, el gran talento de muchos artistas consiste en mantenerse apartados del mundo. Por desgracia, parece que cada día son más, y tú, Ono, has caído en la órbita de uno de ellos. No te enfades, es la verdad. Sabes del mundo que te rodea menos que un niño. Por ejemplo, seguro que ni siquiera sabes quién era Carlos Marx.
Lo miré malhumorado pero no dije nada. Matsuda se rió y dijo:
– ¿Ves? Pero no te preocupes. La mayoría de tus colegas están aún peor.
– No seas absurdo. Claro que conozco a Carlos Marx.
– Discúlpame, Ono. Te he infravalorado. Pero habíame de Carlos Marx, por favor.
Yo me encogí de hombros.
– Creo que ha sido el líder de la revolución rusa, ¿no?
– ¿Y Lenin? Su segundo de a bordo, supongo.
– Pues uno de sus camaradas.
Al ver que volvía a reírse añadí, antes de que abriera la boca:
– De todas formas, son preguntas ridiculas. Me hablas de cosas de un país muy lejano, pero yo te hablo de los pobres de aquí, de nuestra ciudad.
– Sí, Ono, tienes razón. Pero ¿ves?, como te he dicho, ignoras muchas cosas. Tu idea de que la sociedad Okada-Shingen se preocupa por despertar a los artistas y meterlos de lleno en el mundo no es errónea. Pero si te he hecho creer que la intención de nuestra compañía es convertirse en un fondo para pobres, olvídalo, la caridad no nos interesa.
– No veo qué puede tener de malo un poco de caridad, y, si además sirve para abrirnos los ojos a unos cuantos artistas decadentes, pues mucho mejor.
– Te falta mucho para abrir los ojos si crees que un poco de caridad es el modo de ayudar a los pobres. La verdad es que se avecina una crisis. Japón está en manos de hombres de negocios codiciosos y de políticos débiles. Con gente así, es normal que cada día haya más miseria. La única solución es que nosotros, los jóvenes, hagamos algo. No creas que soy un agitador de masas. A mí sólo me interesa el arte y los artistas como tú. Jóvenes talentos que aún no estáis inmersos en ese mundillo que os rodea. La función de Okada-Shingen es abrirles los ojos a jóvenes como tú y crear obras de verdadero valor para estos difíciles tiempos que corren.
– Discúlpame, Matsuda, pero me parece que el ingenuo eres tú. El mayor interés del artista es plasmar la belleza que pueda tener ante sí. Pero, por mucho que lo consiga, el efecto no será ni mucho menos el que tú dices. Si el objetivo de la Okada -Shingen es el que tú pretendes, me parece que está mal concebida, fundada en una idea errónea e ingenua de lo que el arte puede o no puede hacer.
– Ono, sabes muy bien que no vemos las cosas de un modo tan simple. Okada-Shingen no está aislada. Hay jóvenes como nosotros en todas las capas de la sociedad, en el ejército, en la política, que piensan como nosotros. Somos la nueva generación. Sólo juntos podremos hacer algo, y a los que nos sentimos profundamente unidos al arte, nos gustaría verlo más vinculado al mundo de hoy. Realmente, Ono, en épocas como esta en que la gente es cada día más pobre y los niños que vemos por la calle están cada día más enfermos y hambrientos, lo último que debe hacer un artista es encerrarse a pintar cuadros de prostitutas. Veo que sigues enfadado y que ahora mismo estás pensando cómo atacarme, pero no te estoy hablando con mala intención, Ono. Mi mayor deseo es que pienses en todo lo que te he dicho, sobre todo, porque te considero persona de mucho talento.
– Pero entonces dime, Matsuda, ¿cómo podemos ayudarte unos artistas necios y decadentes en esa gran revolución tuya?
Para mayor escarnio, Matsuda volvió a sonreír con aire de desprecio.
– ¿Revolución? Vamos, Ono. Son los comunistas los que quieren hacer la revolución, no nosotros. Muy al contrario. Lo que deseamos es una restauración, que Su Majestad Imperial el Emperador recupere el cargo que le corresponde como jefe de Estado.
– Pero si precisamente eso es lo que es.
– Verdaderamente, Ono, ¡mira que eres ingenuo! -Si hasta ahora había mantenido el tono de su voz, en ese momento, habló con más energía-. Nuestro Emperador es nuestro jefe legítimo, pero… ¿en qué se ha convertido? Hombres de negocios y políticos le han arrebatado el poder. Escúchame bien, Japón ha dejado de ser un país atrasado lleno de campesinos. Ahora es una nación poderosa, capaz de rivalizar con cualquier país de Occidente. Dentro del continente asiático, es una nación gigante entre naciones débiles y pequeñas y, sin embargo, dejamos que nuestra gente caiga en la miseria y nuestros niños mueran famélicos. Entretanto, los negocios prosperan y los políticos sólo hablan y se excusan. ¿Crees que un país de Occidente toleraría una situación semejante? Ya hace tiempo que habrían reaccionado.
– ¿Cómo reaccionado? ¿A qué te refieres?
– Ya es hora de que levantemos un imperio tan rico y poderoso como el británico o el francés. Tenemos que usar nuestra fuerza para extender nuestras fronteras. Ha llegado el momento de ponernos a la altura que nos corresponde como potencia mundial. Tenemos los medios, créeme, lo que ahora necesitamos es voluntad, pero antes tenemos que deshacernos de los hombres de negocios y de todos esos políticos para que el ejército no tenga que rendir cuentas más que a Su Majestad Imperial el Emperador. -En ese momento se rió y se quedó mirando las figuras geométricas que había estado dibujando en la ceniza de los cigarrillos-. Pero en fin, de eso se encargarán otros. Nosotros de lo que tenemos que ocuparnos es del arte.
No creo que el estupor que sintió el Tortuga dos o tres semanas después en la cocina tuviera mucho que ver con los temas de mis discusiones con Matsuda. No era lo bastante agudo como para percibir todas esas connotaciones en mi cuadro a medio acabar. A lo sumo vería mi falta de respeto hacia los principios de Mori-san. Me había reído del deber colectivo de plasmar la frágil luz del mundo flotante. El impacto visual lo había reforzado con una osada caligrafía pero, sobre todo, lo que más le había escandalizado era mi técnica de contornos bien marcados, un método muy tradicional que se oponía totalmente a las enseñanzas de Mori-san.
En fin, cualquiera que fuese el motivo de su indignación, después de aquella mañana comprendí que al final tendría que desvelar mis ideas antes mis compañeros y que mi maestro, tarde o temprano, también acabaría conociéndolas. Por ese motivo, cuando tuve aquella conversación con Mori-san en los jardines de Takami, ya sabía muy bien lo que debía decirle. Estaba decidido a no dejarme apabullar.
Fue una o dos semanas después del episodio de la cocina. Mori-san y yo habíamos ido de compras a la ciudad, no sé si para elegir y encargar material de trabajo, no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que no lo noté raro conmigo. Cuando ya oscurecía, como nos quedaba todavía un poco de tiempo antes de coger el tren de vuelta, decidimos dar un paseo por los jardines de Takami, después de subir la escalinata de detrás de la estación de Yotsugawa.
Por aquella época en los jardines de Takami había un pabellón muy agradable, justo a la altura del cerro que domina toda esa parte de la ciudad, a muy poca distancia de donde se levanta ahora el monumento a la paz. El pabellón se destacaba sobre todo por los faroles que colgaban del tejado, un hermoso tejado. Aquella noche, sin embargo, recuerdo que los faroles estaban apagados. Una vez dentro, había una sala muy espaciosa, pero, como no estaba cerrada, sólo los arcos que sostenían el tejado se interponían entre el visitante y el paisaje.