Creo que hasta entonces no sabía que existiera ese pabellón, lo descubrí por lo tanto gracias a Mori-san. Antes de que quedara destruido por la guerra fue durante muchos años uno de mis lugares favoritos. Cada vez que nos cogía de paso entraba con mis alumnos, y creo que fue en ese pabellón, justo antes de empezar la guerra, donde tuve mi última conversación con Kuroda; de mis alumnos, el de más talento.
En cualquier caso, aquella tarde en que entré con Mori-san, el cielo se había vuelto de color púrpura y entre los tejados empezaban a brillar luces que rompían la oscuridad. Mori-san se acercó al borde, se apoyó en uno de los arcos observando el cielo y, con aire satisfecho, me dijo sin mirarme:
– Ono, en la bolsa hay cerillas y velas. Enciende estos faroles, por favor. Creo que el efecto será más interesante.
A medida que fui encendiendo los faroles, los jardines que rodeaban el pabellón, sumidos ya en el silencio, se ocultaron tras las sombras. Mientras tanto, no cesaba de observar la silueta de Mori-san que se destacaba sobre el cielo. Cuando ya llevaba encendidos la mitad de los faroles le oí decir:
– Y bien, Ono, ¿qué es lo que tanto te preocupa?
– ¿Cómo dice?
– Antes has dicho que había algo que te preocupaba. Sonreí y levanté el brazo para encender otro farol.
– Es una tontería, Sensei. No quisiera molestarlo, pero el problema es que no sé qué pensar. El caso es que hace dos días, reparé en que algunos de mis cuadros no estaban en el sitio en que yo suelo dejarlos en la cocina.
Mori-san se quedó un rato callado. Después dijo:
– ¿Y los otros qué dicen?
– Ya les he preguntado, pero al parecer no saben nada. O al menos, no quieren decirme nada.
– ¿Cuál es tu conclusión, entonces? ¿Crees que se trata de una conspiración?
– Bueno, la verdad es que tengo la impresión de que me rehuyen. De hecho, durante estos últimos días no he podido tener la menor conversación con ninguno de ellos. Cuando entro en una habitación se callan o salen todos juntos.
Mori-san no dijo nada y, al volverme hacia él, vi que seguía absorto contemplando el atardecer. Cuando me disponía a encender otro farol, le oí decir:
– Tus cuadros los tengo yo. Siento que por mi culpa te hayas alarmado. El otro día tenía un poco de tiempo libre y pensé que era un buen momento para echar un vistazo a tus últimas obras. Al parecer, habías salido. Debería habértelo dicho a tu vuelta. Lo siento, Ono.
– No tiene importancia, Sensei. Me siento halagado de ver que se interesa usted por mi obra.
– Es normal que me interese. Eres mi mejor discípulo. He pasado años alimentando tu talento.
– Lo sé, Sensei. No sabría decirle cuánto le debo. Ambos nos quedamos callados y yo seguí encendiendo los faroles. En un momento determinado me detuve y dije:
– Me alegro de que no les haya pasado nada a mis cuadros. Tenía que haber supuesto que se trataba de algo así. Ahora ya estoy tranquilo.
Mori-san no respondió. Por lo que podía ver de su silueta seguía contemplando el paisaje. Creí que no me había oído y repetí en voz un poco más alta:
– Me alegro de saber que no les ha pasado nada a mis cuadros.
– Sí, Ono -dijo Mori-san como si lo hubiese arrancado de sus pensamientos más profundos-. Disponía de un poco de tiempo libre y le pedí a alguien que fuera a buscar tus últimos cuadros.
– He sido un tonto por preocuparme. Me alegro de que las pinturas estén a salvo.
Como se quedó otra vez callado volví a pensar que no me había oído. Pero entonces dijo:
– Lo que vi me sorprendió un poco. Supongo que explorabas nuevos caminos.
Naturalmente, es posible que no utilizara esa misma frase «explorabas nuevos caminos». Es una frase que yo usaba con frecuencia esos últimos años y es posible que ahora recuerde las palabras que yo mismo dije a Kuroda, la última vez que lo vi, también en el pabellón. Sin embargo, creo que Mori-san también hablaba a veces de «explorar caminos». Supongo que, una vez más, éste es otro ejemplo de una particularidad personal que, en realidad, es herencia de mi antiguo maestro. De todas formas, mi única respuesta fue sonreír un poco violento y encender otro farol. Después oí que decía:
– No está mal que un artista joven haga sus experimentos, sobre todo porque le sirve para desprenderse de algunos caprichos. Al mismo tiempo le permite retomar en serio su trabajo, poniendo más de sí mismo. -Hizo una pausa y murmuró para sus adentros-: No, experimentar no es malo. Es otra faceta de la juventud. No es nada malo.
– Sensei -le dije-, estoy convencido de que mis últimos cuadros son lo mejor que he hecho.
– No es malo, no es nada malo. Pero tampoco hay que pasar mucho tiempo experimentando. Sería como viajar demasiado. No, lo mejor es reemprender seriamente el trabajo lo antes posible.
Esperé a ver si decía algo más y, al cabo de un rato, dije:
– La verdad es que he sido un tonto precupándome por los cuadros. Sin embargo, ¿sabe?, son las obras de las que más orgulloso me siento. De todas formas debería haber supuesto que se trataba de algo por el estilo.
Mori-san guardó silencio. Encendí otro farol y al observarlo no supe muy bien si meditaba mis palabras o pensaba en otra cosa. Se iba produciendo una extraña mezcla de luz en el pabellón conforme el cielo se oscurecía y los faroles se encendían uno tras otro. Sin embargo la figura de Mori-san seguía siendo una silueta apoyada en un arco de espaldas a mí.
– A propósito, Ono -dijo al final-. Me han dicho que hay una o dos pinturas de las que has hecho últimamente que no están con las que yo tengo.
– Es posible. Hay una o dos que he puesto en otro sitio.
– Y seguro que son de las que más orgulloso te sientes.
Como me quedé callado, Mori-san prosiguió:
– A ver si a la vuelta me las enseñas. Me gustaría mucho verlas.
Me quedé un rato pensativo y dije:
– Le agradecería mucho que diera usted su opinión. El problema es que no estoy seguro de saber dónde las he dejado.
– Bueno, espero que las busques.
– Sí, Sensei. Mientras tanto, podría ayudarle a desalojar los otros cuadros que ha examinado usted tan amablemente. Deben de estar molestándole. Me los llevaré en cuanto volvamos.
– No te preocupes por esas pinturas, Ono. -Suspiró cansado y volvió a contemplar el cielo-. De modo que no crees que puedas enseñarme esos cuadros.
– Así es, Sensei. Me temo que no.
– Ya. Supongo que habrás pensado en tu futuro, en el caso que renuncies a mi protección.
– Esperaba que comprendiera usted mi situación y siguiera ayudándome en mi carrera. Como no contestaba, añadí:
– Sensei, me dolería mucho dejar la casa. Estos últimos años han sido los más valiosos y felices de mi vida. A mis colegas los veo como hermanos. Y en cuanto a usted, no sabría decirle cuánto le debo. Le ruego que examine de nuevo mis cuadros. A nuestro regreso, puedo explicarle qué es lo que he pretendido en cada uno de ellos.
Siguió sin dar muestras de haberme oído, de modo que continué:
– Durante estos años he aprendido mucho. He aprendido mucho observando el mundo flotante y apreciando la fragilidad de su belleza. Pero ahora, siento que debo pasar a otras cosas. Sensei, pienso que en tiempos como los que corren, los artistas deben aprender a valorar otras cosas más tangibles y dejar a un lado placeres que desaparecen con la luz del día. No es necesario que los artistas se queden siempre en ese mundo cerrado y decadente. Sensei, mi conciencia me dice que algún día tendré que dejar de ser un artista del mundo flotante.
Tras pronunciar estas pala.bras, volví a centrarme en los faroles. Al cabo de un rato dijo Mori-san:
– Desde hace un tiempo eres el más aventajado de mis alumnos. Tu marcha me causaría cierto dolor. Te doy tres días para enseñarme esos cuadros que faltan. Enséñamelos y después vuelve a ocuparte de las cosas que te convienen.