– Sensei, ya le he dicho que, muy a mi pesar, no podré enseñarle esos cuadros.
Me pareció oír que se reía para sus adentros. Después dijo:
– Como tú mismo has señalado, corren tiempos difíciles. Más aún para un artista prácticamente desconocido y sin recursos. Si no fueras tan brillante, temería por tu futuro después de abandonarme, pero eres un muchacho inteligente y, sin duda, ya tendrás algo previsto.
– En realidad, no tengo previsto nada en absoluto. La casa ha sido mi hogar durante mucho tiempo y nunca me he planteado que algún día dejaría de serlo.
– En fin, como he dicho, si no fueras tan brillante habría motivo para preocuparse. Pero eres un joven inteligente. -Vi que la silueta de Mori-san se volvía hacia mí-. Sin duda, encontrarás trabajo en revistas y otras ilustraciones. Quizá hasta puedas volver a la empresa en la que trabajabas antes de venir a verme. Claro que para ti significaría el final de tu carrera como verdadero artista. En fin, son cosas que ya habrás considerado.
Para un profesor consciente de que aún goza de la admiración de su alumno, son palabras que pueden resultar innecesariamente malévolas, pero si consideramos el tiempo y los esfuerzos que un gran maestro invierte en un discípulo, es más fácil comprender, y casi excusar, la reacción incontrolada del maestro, sobre todo de un maestro que permite que el público asocie su nombre al de su discípulo. Y aunque la estratagema para recuperar las obras parezca mezquina, comprenderán que un maestro que ha facilitado prácticamente todo el material de pintura, se olvida en un momento así de que el alumno está en su derecho si pretende conservar su propia obra.
A pesar de todo, siempre es lamentable que un preceptor se muestre tan arrogante y posesivo, por muy célebre que sea. De vez en cuando, aún me viene a la memoria aquella fría mañana de invierno e incluso parece que me llega el fuerte olor a quemado. Fue el último invierno antes de que estallara la guerra y yo esperaba nervioso ante la puerta de Kuroda, un cuchitril que tenía alquilado en la zona de Nakamachi. El olor a quemado venía, sin ninguna duda, del interior. También se oía sollozar a una mujer. Llamé varias veces a la campanilla, pero nadie vino a abrirme. Al final decidí entrar, pero, en ese momento, mientras corría la puerta, apareció un policía en la entrada.
– ¿Qué quiere? -preguntó.
– Busco al señor Kuroda. ¿Sabe si está en casa?
– Al ocupante de esta casa se lo ha llevado la policía para hacerle un interrogatorio.
– ¿Un interrogatorio?
– Le aconsejo que vuelva a su casa -dijo el policía-. Si no, empezaremos también con usted. Nos interesa conocer a todas las amistades del ocupante de esta casa.
– Pero ¿por qué? ¿Acaso ha cometido algún delito?
– No nos gusta la gente como él. Y si usted no se larga pronto, empezaremos también a interrogarlo.
Adentro, la mujer seguía sollozando. La madre de Kuroda, supuse, y también oí a alguien que le estaba gritando algo.
– ¿Y su superior? -pregunté.
– Vamos, lárguese. ¿O quiere que también lo detengan?
– Antes de nada -dije-, déjeme presentarme. Me llamo Ono. -Al parecer, mi nombre no le decía nada, de modo que seguí hablando, sin demasiado aplomo-. Yo soy la persona que ha proporcionado la información por la cual usted está aquí. Me llamo Masuji Ono, soy pintor y miembro del Comité de Cultura del Ministerio del Interior. Más concretamente, soy consejero especial del Comité de Actividades Antipatriotas. Creo que esta operación es un error, y por eso quisiera hablar con la persona que la dirige.
El policía me miró con suspicacia, después se volvió y entró en la casa. Al poco rato regresó y me dijo que lo siguiera.
Dentro de la casa habían vaciado armarios y cajones, y su contenido estaba tirado por el suelo. Con algunos libros habían hecho un paquete, y en la sala principal el tatami estaba levantado y un policía inspeccionaba el suelo con una linterna. De detrás de una mampara llegaban los sollozos de la madre de Kuroda, mientras otro policía le hacía preguntas.
Me llevaron a la terraza de detrás de la casa. En medio de un patio pequeño había un policía de uniforme y otro de paisano, de pie junto a un fuego. El de paisano se dirigió a mí:
– ¿El señor Ono? -preguntó muy respetuosamente.
El policía que me había acompañado se dio cuenta del mal trato que me había dispensado y volvió a meterse en la casa rápidamente.
– ¿Qué ha sido del señor Kuroda?
– Está siendo sometido a un interrogatorio. Lo estamos tratando bien, no se preocupe.
Me quedé mirando fijamente el fuego que ya estaba casi apagado. El policía removía los restos con un palo.
– ¿Con qué derecho han quemado esos cuadros? -pregunté.
– Tenemos por norma destruir todo el material ofensivo que no vaya a ser utilizado como prueba. Hemos escogido unos cuantos como muestra y toda la basura que quedaba la hemos quemado.
– No sabía -dije- que era esto lo que iban a hacer. A la comisión sólo les dije que enviaran a alguien que metiera en razón a Kuroda, que hablase con él. -Volví a fijar mi mirada en el montón de ascuas que seguían ardiendo-. No era necesario quemar nada de eso. Había obras muy buenas.
– Señor Ono, le agradecemos mucho su ayuda, pero ahora debe usted dejar la investigación en manos de las autoridades competentes. Procuraremos que a su amigo Kuroda se lo trate con justicia.
El hombre sonrió y, volviéndose hacia el fuego, le dijo algo al policía de uniforme. Este volvió a remover las cenizas y murmuró entre dientes:
– Basura antipatriota.
Me quedé en la terraza, sin dar crédito a mis ojos. Finalmente, el policía de paisano se volvió hacia mí y me dijo:
– Le aconsejo que se vaya a su casa.
– ¡Esto es una locura! -dije-. ¿Y por qué están interrogando a la señora Kuroda? ¿Qué tiene ella que ver?
– Eso es cosa de la policía, señor Ono. Ya no es asunto suyo.
– ¡Qué locura! Pienso informar de esto al señor Ubukata. O quizá lo mejor es que acuda directamente al señor Saburi.
El policía de paisano llamó a alguien de la casa y de pronto apareció el policía que me había abierto la puerta.
– Déle las gracias al señor Ono y acompáñelo fuera -ordenó el policía de paisano. Al volverse hacia el fuego le dio un ataque de tos-. Con malos cuadros el humo es aún peor -dijo haciendo una mueca y apartándose el humo de la cara.
Pero todo esto carece ahora de importancia. Creo recordar que estaba hablando de la visita que Setsuko me hizo el mes pasado. Concretamente, les narraba las anécdotas que Taro contó en la mesa referentes a sus colegas.
Si no recuerdo mal, la cena prosiguió en un ambiente muy agradable. No obstante, cada vez que Noriko nos servía sake, no podía evitar sentirme molesto por Ichiro. Las primeras veces me lanzó miradas de complicidad con una sonrisa a la que yo intentaba responder del modo más neutral posible. Pero, al cabo de un rato, ya no fue a mí sino a su tía a quien observaba malhumorado cada vez que llenaba las tazas de sake.
Después de que Taro nos contara unas cuantas historias divertidas, Setsuko le dijo:
– Usted se burla de todo, Taro-san, pero por lo que me ha dicho Noriko, en su empresa hay muy buen ambiente de trabajo. Así debe dar gusto trabajar.
Taro, de pronto, se puso muy serio.
– Sí, sí lo es -dijo afirmando con la cabeza-. Los cambios que se operaron en la empresa después de la guerra están empezando ahora a dar su fruto. Somos muy optimistas respecto al futuro. De aquí a diez años, si seguimos cumpliendo todos como hasta ahora, KNC no sólo será un nombre importante en Japón sino en todo el mundo.
– Es fantástico. Noriko me estaba contando que el director de su sección es un hombre muy agradable. Eso también debe alentar mucho.