– ¡Hola, Botchan!
El chico siguió mirándonos durante unos instantes y después desapareció. Matsuda sonrió y empezó a echar comida al agua.
– Es el hijo de un vecino -dijo-. Todos los días, a esta misma hora, se sube a ese árbol para ver cómo doy de comer a los peces, pero es muy tímido y cuando intento hablarle sale corriendo. -Soltó una breve carcajada-. A veces me pregunto por qué se toma ese trabajo todos los días. No creo que sea fascinante ver a un viejo, con su bastón, dando de comer a unas carpas al lado de un estanque.
Volví a mirar en dirección a la cerca, donde antes había visto la carita del muchacho, y dije:
– Hoy se habrá llevado una sorpresa. En vez de un viejo con bastón al lado de un estanque, ha visto dos.
Matsuda se rió y siguió echando comida al agua. Las escamas de dos o tres carpas que habían subido a la superficie, brillaban con la luz del sol.
– Militares, políticos, hombres de negocios, a todos se les ha culpado de lo que ocurrió en este país. Nosotros, en cambio, sólo tuvimos un papel marginal. Ya a nadie le importa lo que hicimos personas como tú y yo. Para la gente sólo somos dos viejos con bastón. -Me sonrió y siguió alimentando a los peces-. Ahora somos los únicos que nos preocupamos. Vemos los errores cometidos en nuestra vida, pero, en realidad, somos los únicos que nos preocupamos todavía por esas cosas.
A pesar de haber pronunciado estas palabras, algo en el talante de Matsuda sugería aquella tarde que podía ser cualquier cosa menos un hombre desencantado y no había, sin duda, razón alguna para que muriera desencantado. Podía, desde luego, haber rememorado su vida y descubierto ciertos baches, pero también tenía muchos motivos para sentirse orgulloso. Como él decía, siempre es una satisfacción saber que lo que hicimos gente como él y como yo, lo hicimos de buena fe. Reconozco que, a veces, tomábamos decisiones demasiado audaces y, a menudo, actuábamos sin pensar en las consecuencias, obsesionados por una idea; pero más vale eso que no atreverse a expresarla por falta de voluntad o coraje. Cuando nuestras convicciones llegan a ser muy profundas, hay un momento en que es imposible disimular sin inspirar desprecio. Estoy seguro de que Matsuda, cuando reflexionara sobre lo que había sido su vida, corroboraría mis palabras.
Hay un momento en particular que acude muchas veces a mi memoria. Fue en mayo de 1938, justo después de que me concedieran el premio de la Fundación Shigeta. Antes ya había recibido otros premios y distinciones; sin embargo, a los ojos de la gente, ninguno tenía parangón con aquél. Además recuerdo que esa misma semana habíamos terminado la campaña sobre el Nuevo Japón, que había resultado un gran éxito. Aquella noche, por lo tanto, fuimos a celebrarlo al Migi-Hidari. Copa tras copa escuché los discursos que en mi honor pronunciaban mis discípulos y algunos de mis colegas, sentados a mi alrededor. Toda la gente que yo conocía pasó aquella noche por el Migi-Hidari para felicitarme. Recuerdo que hasta un jefe de policía, a quien no había visto en mi vida, entró a presentarme sus respetos. No obstante, a pesar de lo feliz que me sentía, no tenía la sensación de plenitud y de triunfo que debería haberme proporcionado el premio. En realidad, no tuve esa sensación hasta unos días después, mientras paseaba por las lomas de la provincia de Wakaba.
Desde que dieciséis años antes abandonara decidido la casa de Mori-san -a pesar de mis muchas dudas en cuanto a lo que pudiera depararme el futuro- no había vuelto a Wakaba. Aunque había roto todo contacto con mi antiguo maestro, durante aquellos años me mantuve informado de cualquier noticia referente a él. Sabía por lo tanto que su reputación en la ciudad era cada día peor. Sus tentativas de introducir las corrientes europeas en la tradición de Utamaro le valieron el calificativo de antipatriota. En ocasiones exponía, no sin dificultades, pero lo hacía en salas cada vez menos prestigiosas. Me enteré, por distintas fuentes, de que había empezado a ilustrar revistas populares para poder equilibrar su presupuesto. Al mismo tiempo, estaba casi seguro de que Mori-san habría seguido mi trayectoria como artista y era muy probable que supiera que me habían concedido el premio de la Fundación Shigeta. Aquel día, por lo tanto, llegué a la estación del pueblo y bajé del tren, muy consciente de los cambios que el tiempo nos había deparado a cada uno de nosotros.
Era una soleada tarde de primavera. Me dirigí a la casa de campo de Mori-san recorriendo los accidentados senderos que cruzaban el bosque. Caminaba despacio, con el placer de volver a hacer un camino que conocía muy bien, pensando constantemente en la sensación que me produciría verme de nuevo cara a cara con Mori-san. ¿Me recibiría como a un invitado de honor o se mostraría frío y distante como durante los últimos días de mi estancia en su casa? También era posible que me tratara como me había tratado siempre cuando era su discípulo preferido, es decir, que fingiese desconocer que la situación había cambiado. Esta última actitud era para mí la más probable y recuerdo que no dejaba de pensar en cómo debía comportarme. Decidí olvidarme de antiguas costumbres, no le llamaría Sensei, me dirigiría a él como quien se dirige a un colega. Y si se negaba a reconocer mi nueva posición, con una sonrisa amistosa le diría algo así: «Como ve, Mori-san, no he tenido que ponerme a ilustrar revistas como usted se temía.»
Al final llegué a la altura del sendero desde donde se divisa la hondonada de árboles entre los cuales se levanta la casa. Como solía hacer en otros tiempos, me detuve a admirar el paisaje. Corría una brisa fresca y los árboles de la hondonada se balanceaban suavemente. De pronto me hice la pregunta de si habrían restaurado la casa, pero, a aquella distancia, me era imposible averiguarlo.
Pasado un rato me senté entre los hierbajos que crecían al borde del sendero y seguí mirando la casa de Mori-san. Saqué las naranjas que llevaba en la bolsa, compradas en un puesto cerca de la estación, y, una a una, empecé a comérmelas. En esos momentos, mientras las saboreaba mirando la casa, empezó a invadirme ese sentimiento profundo de triunfo y satisfacción, sentimiento difícil de expresar, muy diferente del entusiasmo que uno siente con los pequeños logros y, como he dicho, muy diferente también de lo que sentí en el Migi-Hidari después de recibir el premio. En esos momentos, experimentaba esa profunda felicidad que proporcionaba saber que el trabajo realizado, los momentos de duda y, en fin, todos los esfuerzos que uno ha hecho en la vida han valido la pena; que el resultado es realmente valioso y único. Aquel día no me acerqué a la casa. Me quedé allí sentado, profundamente satisfecho, alrededor de una hora, comiéndome las naranjas.
No creo que haya mucha gente que sepa lo que es ese sentimiento. Por lejos que llegue gente competente e inofensiva como el Tortuga o Shintaro, nunca conocerá la felicidad que experimenté yo aquel día. Gente como ellos ignora lo que es luchar contra la mediocridad arriesgándolo todo.
El caso de Matsuda, en cambio, es diferente. Aunque discutíamos muy a menudo, enfocábamos la vida desde el mismo ángulo, y estoy seguro de que también él habría rememorado momentos parecidos al que he descrito. Estoy seguro de que la última vez que hablamos, cuando me dijo con una gran sonrisa: «Nosotros al menos creíamos en lo que hacíamos, y poníamos todo nuestro empeño en ello», se planteaba lo mismo que yo. Naturalmente, puede ocurrir que, con el paso de los años, ya no valoremos nuestros actos del mismo modo, pero, aun así, siempre es un consuelo saber que en la vida hemos tenido uno o dos momentos de satisfacción como el que sentí aquel día en lo alto del sendero.
Ayer por la mañana, después de quedarme un rato en el Puente de las Vacilaciones pensando en Matsuda, seguí mi paseo hasta el barrio que en otros tiempos acogiera nuestra vida nocturna. Es una zona que casi resulta irreconocible por la cantidad de edificios nuevos que han construido. La callejuela que antes cruzaba el barrio, siempre abarrotada de gente bajo las banderolas de los distintos establecimientos, es ahora una carretera bastante ancha por donde sólo pasan camiones, y en el sitio donde estaba el bar de la señora Kawakami han levantado un bloque de oficinas de cuatro pisos con la fachada de cristal. Todos los edificios de la zona son más o menos de ese tipo y, durante el día, oficinistas, repartidores y mensajeros entran y salen constantemente. Para encontrar algún bar hay que ir hasta Furukawa. De antes apenas queda algún pedazo de cerca o algún árbol que sólo constituyen una nota discordante, ajena al resto del lugar.