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Es lo único que no ha cambiado. Cuando se sale del bar de la señora Kawakami, no es difícil llegar a pensar si no habrá uno estado bebiendo en algún rincón perdido del mundo, porque fuera, a su alrededor, no hay más que un desierto de ruinas y escombros, y sólo unos pocos edificios que se levantan detrás, a lo lejos, nos advierten que el local no dista mucho del centro de la ciudad. Son «los desastres de la guerra», dice la señora Kawakami, aunque yo recuerdo haber paseado por la zona poco después de la rendición y haber visto muchos edificios aún en pie, entre ellos el Migi-Hidari, que tenía las ventanas arrancadas y el tejado medio hundido. Recuerdo que caminé entre aquellos edificios destrozados, preguntándome si recobrarían la vida algún día. Y una mañana en que volví a pasar por allí, las excavadoras lo habían derribado todo.

Por eso ahora en la calle no hay más que escombros. No cabe duda de que las autoridades locales tendrán sus proyectos, pero el caso es que aquello sigue igual desde hace tres años. La lluvia va formando charcos pequeños, y el agua se estanca entre los ladrillos rotos. La señora Kawakami se ha visto obligada a instalar mosquiteras en las ventanas, cosa que, como ella dice, no es lo más propicio para atraer clientes.

En la misma acera donde se alza el edificio de la señora Kawakami hay otros que siguen en pie, pero están vacíos. Los que lo flanquean, por ejemplo, están sin ocupar desde hace algún tiempo. Si de pronto se volviera rica, nos cuenta a menudo, compraría los dos inmuebles y ampliaría su local. Mientras tanto, espera que vaya gente a ocuparlos, y ni siquiera le importaría que abriesen bares como el suyo, con tal de no tener que seguir viviendo en ese cementerio.

Si algún día también ustedes saliesen del bar de la señora Kawakami, quizá sintiesen el impulso de detenerse a contemplar la desolación del paisaje y, en la oscuridad, aún podrían distinguir los montones de maderas y ladrillos rotos, así como, desparramados aquí y allá, pedazos de tubería brotando del suelo como malas hierbas. Después, si siguieran andando entre los montones de escombros, verían brillar los charcos de agua reflejando a cada paso la luz de las farolas.

Y si al llegar al pie de la colina que sube hasta mi casa todavía no se ha puesto el sol, deténganse en el Puente de las Vacilaciones y vuelvan la mirada hacia los restos del barrio de la vida nocturna: verán los antiguos postes telegráficos, alineados y aún sin cables, perdiéndose en la oscuridad del camino andado. Si también distinguen en lo alto de los postes unas manchas negras, son pájaros que se apiñan y encaraman como pueden, esperando posarse en los cables que un día surcaron el cielo.

Una noche, no hace mucho tiempo, me quedé un rato en el puente de madera y vi a lo lejos dos columnas de humo que salían entre los escombros. Pensé que podía tratarse de obreros del gobierno ocupados en algún programa lento e interminable, o de niños que disfrutaban haciendo alguna gamberrada. El caso es que aquellas columnas que se alzaban contra el cielo me pusieron melancólico. Eran como piras abandonadas de algún funeral. Un cementerio, como dice la señora Kawakami, y, efectivamente, es una imagen inevitable cuando uno piensa en la gente que frecuentó esta zona.

En fin, me estoy desviando del tema. Mi propósito era recordar algunos momentos de la visita que Setsuko nos hizo el mes pasado.

Como quizá haya dicho ya, casi todo el primer día de su estancia Setsuko estuvo en la terraza hablando con su hermana. En un momento dado, a última hora de la tarde, al enfrascarse mis hijas en temas de mujeres, recuerdo que las dejé para ir a buscar a mi nieto, que pocos minutos antes se había metido corriendo en casa.

En el pasillo oí un golpe fuerte y seco que hizo temblar las paredes. Alarmado, me apresuré a ir hacia el salón. A esa hora del día, nuestro salón ya está en penumbra. Por lo tanto, tras la luminosidad de la terraza, necesité unos instantes hasta poder ver y darme cuenta de que Ichiro no estaba en la sala. Entonces volví a oír un golpe, seguido de otros más, a la vez que mi nieto gritaba «¡Yeah! ¡Yeah!». El alboroto procedía de la habitación contigua, donde se encontraba el piano. Me acerqué a la puerta, escuché durante unos instantes y acto seguido corrí la mampara.

A diferencia del salón, esta habitación recibe la luz del sol durante todo el día. De haber sido algo más grande, por su buena iluminación hubiera resultado el sitio ideal para comer. Durante un tiempo la utilicé para almacenar mis materiales de pintura y mis cuadros, pero hoy, si quitara el piano vertical alemán, la habitación quedaría completamente vacía. No hay duda de que mi nieto había encontrado muy sugestivo aquel espacio despejado, como anteriormente le había ocurrido con la terraza, porque estaba cruzando la habitación de un extremo a otro, dando brincos y moviéndose de un modo extraño. Pensé entonces que debía de estar imitando a un jinete cabalgando al galope por algún llano. Como estaba de espaldas a la puerta, tardó en darse cuenta de que lo observaba.

– ¡Oji! -dijo, volviéndose enfadado-. ¿No ve que estoy ocupado?

– Lo siento, Ichiro. No me he dado cuenta.

– ¡Ahora no puedo jugar con usted!

– Cuánto lo siento. Desde ahí fuera me ha parecido tan interesante lo que estabas haciendo, que me he preguntado si podría entrar a mirar.

Durante un rato, mi nieto siguió mirándome malhumorado. Después, dijo en tono cortante:

– Está bien. Pero tiene que estar sentado y bien calladito. Ahora estoy ocupado.

– Muy bien -dije riéndome-. Muchas gracias, Ichiro.

Crucé la habitación ante la mirada furiosa de mi nieto y me senté junto a la ventana. La noche anterior, cuando llegó con su madre, le había regalado un bloc de dibujo y unas pinturas. Al sentarme me di cuenta de que tres o cuatro pinturas estaban tiradas por el suelo. Vi que en las primeras hojas había algo dibujado y, mientras me agachaba para examinar el bloc, Ichiro reanudó de pronto el espectáculo que yo había interrumpido.

– ¡Yeah! ¡Yeah!

Lo observé un rato, pero la representación de Ichiro carecía de sentido para mí. Lo mismo se ponía a hacer el caballo que a guerrear contra un enemigo invisible. Durante todo el tiempo murmuraba frases en voz baja y, aunque me esforcé por elucidar lo que decía, creo que no empleaba verdaderas palabras; simplemente emitía ruidos con la lengua.

Estaba claro que Ichiro procuraba ignorarme al máximo. No obstante, mi presencia le incomodaba. En varias ocasiones se quedó paralizado de pronto, como si la inspiración le hubiese fallado. Por fin abandonó definitivamente la acción y se dejó caer en el suelo. Me pregunté si debía aplaudir, pero no hice nada.

– Fantástico, Ichiro. Pero dime, ¿a quién estabas imitando?

– Adivínelo, Oji.

– Uhmm. ¿Al gran Yoshitsune? ¿No? Entonces, a un guerrero samurai. O a un ninja. Al Ninja del Viento.

– Frío, frío, Oji.

– Pues dímelo entonces. ¿Quién eras?

– ¡El Llanero Solitario!

– ¿Qué?

– ¡El Llanero Solitario! ¡Hey yu Silver!

– ¿El Llanero Solitario? ¿Es un vaquero?

– ¡Hey yu Silver! Ichiro reemprendió el galope, esta vez relinchando. Me quedé un rato observando a mi nieto y al final le pregante:

– ¿Quién te ha enseñado a jugar a vaqueros? Pero el galope y los relinchos no cesaron.

– ¡Ichiro! -dije con más firmeza-. Para un momento y escúchame. Es mucho más divertido jugar a ser un gran héroe como Yoshitsune, mucho más. ¿Quieres que te diga por qué? Escucha, Ichiro. Oji va a explicártelo. Ichiro, atiende a tu Oji-san, ¡Ichiro!

Quizá levanté la voz más de lo que había sido mi intención; lo cierto es que Ichiro se detuvo y me miró con cara de espanto. Seguí con mi mirada clavada en él durante unos instantes y después solté un suspiro.