– Lo siento, Ichiro. No debería haberte interrumpido. Puedes jugar a ser quien te dé la gana. Si quieres, hasta un vaquero. Te pido perdón, no sabía lo que decía.
Mi nieto siguió mirándome fijamente. Pensé que de un momento a otro se desharía en lágrimas o saldría corriendo de la habitación.
– Por favor, Ichiro, sigue con tus cosas.
Ichiro siguió mirándome fijamente y de pronto gritó:
– ¡El Llanero Solitario! ¡Hey yu Silver!
Empezó a galopar de nuevo. Con los pies dio unos golpes aún más violentos, haciendo temblar toda la casa. Durante unos instantes seguí observándolo. Después alargué la mano y cogí el bloc de dibujo.
Ichiro había malgastado las tres o cuatro primeras páginas. Su técnica no era mala, pero los dibujos que había hecho, tranvías y trenes, estaban sin acabar. Ichiro se dio cuenta de que estaba examinando su bloc de dibujo y se me acercó a toda prisa.
– ¡Oji! ¿Quién le ha dado permiso para mirar?
Intentó arrebatarme el bloc, pero no le dejé.
– No seas antipático, Ichiro. Oji quiere ver qué has estado haciendo con las pinturas que te dio. Tengo derecho, creo. -Cogí bien el bloc y lo abrí por el primer dibujo-. No está nada mal, Ichiro. Pero… ¿sabes?, aún podrías hacerlo mejor.
– ¡Esos no!
Mi nieto intentó arrebatarme de nuevo el bloc, pero lo contuve con el brazo.
– ¡Oji! ¡Devuélvame mi bloc!
– Ya está bien, Ichiro. Deja a tu Oji que lo vea. Mira Ichiro, acércame esas pinturas de ahí. Vamos a dibujar algo juntos. Oji va a enseñarte.
Mis palabras tuvieron un efecto sorprendente. Ichiro dejó de discutir y recogió las pinturas desparramadas por el suelo. Diría que estaba fascinado. Se sentó a mi lado y me dio las pinturas, observándome atentamente en silencio.
Doblé el bloc por una página en blanco y se lo dejé enfrente, en el suelo.
– Primero dibuja tú algo, Ichiro. Después veré si puedo ayudarte a mejorarlo. ¿Qué vas a dibujar?
Ichiro se quedó impasible. Pensativo, miró la página en blanco, pero no hizo ademán de empezar a dibujar.
– ¿Por qué no intentas dibujar algo que hayas visto ayer? -le sugerí-. Algo que hayas visto apenas llegaste.
Ichiro siguió mirando el bloc. Después levantó la mirada y me preguntó:
– Oji, ¿fue usted un artista famoso?
– ¿Un artista famoso? -dije riéndome-. Por supuesto. ¿Es eso lo que te ha dicho tu madre?
– Mi padre dice que era usted un artista famoso, pero que tuvo que dejarlo.
– Ya me he jubilado, Ichiro. A cierta edad, todo el mundo se jubila. Hay que descansar, todo el mundo se lo merece.
– Mi padre dice que lo tuvo que dejar porque Japón perdió la guerra.
Volví a reírme; después alargué la mano y cogí el bloc. Volví a las páginas del principio y miré los tranvías dibujados por mi nieto. Extendí el brazo para ver mejor uno de ellos.
– Ichiro, a cierta edad, uno sólo quiere descansar. Cuando tu padre tenga mi edad, también dejará su trabajo. Y un día, tú tendrás mi edad, y también querrás descansar. Bueno, y ahora…-Volví a la página en blanco y le puse el bloc otra vez enfrente-. ¿Qué vas a dibujarme, Ichiro?
– Oji, ¿fue usted el que pintó el cuadro del salón?
– No, es de un pintor llamado Urayama. ¿Por qué? ¿Te gusta?
– ¿Y el cuadro que hay en el pasillo?
– Es de otro pintor, un artista muy amigo mío.
– Entonces, ¿dónde están sus cuadros?
– Ahora están guardados. Bueno, no nos distraigamos. ¿Qué quieres dibujar? ¿Te acuerdas de lo que viste ayer? ¿Qué ocurre, Ichiro? ¿Por qué estás tan callado?
– Quiero ver los cuadros de Oji.
– Seguro que un chico tan listo como tú se acuerda de todo. ¿Qué me dices del cartel que viste ayer? El del monstruo prehistórico. Seguro que alguien como tú lo dibujaría muy bien, mejor incluso que en el original.
Después de quedarse un rato pensativo, se dio la vuelta y, con la cara pegada al papel, empezó a dibujar.
En la parte inferior de la hoja dibujó con pintura marrón una serie de cajas que enseguida se convirtieron en un fondo de edificios y, dominando la ciudad, aparecía de pronto una criatura enorme, similar a un lagarto, que se erguía amenazante sobre sus patas traseras. Mi nieto cambió entonces de pintura. Cambió la marrón por la roja y dibujó unos destellos alrededor del lagarto.
– ¿Qué es eso, Ichiro? ¿Fuego?
Ichiro siguió haciendo rayas rojas sin responderme.
– ¿Por qué hay fuego, Ichiro? ¿Tiene algo que ver con la aparición del monstruo?
– Son cables de la luz -dijo Ichiro suspirando con impaciencia.
– ¿Cables de la luz? Muy interesante. Me pregunto por qué producen fuego los cables de la luz. ¿Qué crees tú?
Ichiro volvió a suspirar y siguió dibujando. Cogió otra vez la pintura marrón y, al pie de la página, empezó a dibujar gente muerta de miedo huyendo en todas direcciones.
– Muy bien, Ichiro -apunté yo-. Como recompensa, quizá te lleve a ver la película mañana. ¿Te gustaría verla? Se quedó inmóvil y levantó la mirada hacia mi.
– Quizá pase usted mucho miedo, Oji -me dijo.
– No creo -dije riéndome-. Pero tu madre y tu tía seguro que se asustarán.
Al decir esto, Ichiro soltó una fuerte carcajada. Se tiró hacia atrás bruscamente y siguió riéndose.
– ¡Mamá y tía Noriko muertas de miedo! -dijo gritando hacia el techo.
– Nosotros, los hombres, sí nos vamos a divertir, ¿verdad, Ichiro? Iremos mañana, ¿quieres? Nos llevaremos a las mujeres y, sin que se den cuenta, miraremos la cara de miedo que ponen.
Ichiro siguió riéndose con toda el alma.
– Tía Noriko se morirá de miedo apenas empiece.
– Es probable -dije riéndome-. Está bien, iremos todos mañana. Y ahora, Ichiro, será mejor que sigas haciendo el dibujo.
– ¡Tía Noriko tendrá tanto miedo que querrá irse!
– Vamos, Ichiro, sigue. Lo estabas haciendo muy bien. Ichiro se reincorporó y siguió dibujando. Sin embargo, ya no estaba tan concentrado como antes. Siguió añadiendo más y más figuras que huían, hasta mezclarlas todas. Al final ya no se distinguía lo que eran. Entonces, sin ningún cuidado, empezó a emborronar toda la parte inferior del dibujo.
– Ichiro, pero ¿qué haces? Si sigues así, te quedas sin cine. Ichiro, ya basta. Ichiro se puso en pie de un brinco y gritó:
– ¡Hey yu Silver!
– Ichiro, ¡siéntate! Aún no has terminado.
– ¿Y tía Noriko?
– Está hablando con tu madre. Vamos Ichiro, todavía no has terminado el dibujo. ¡Ichiro!
Sin hacerme caso, salió corriendo de la habitación gritando:
– ¡El Llanero Solitario! ¡Hey yu Silver!
Durante los minutos que siguieron, no recuerdo muy bien lo que hice. Supongo que permanecí sentado en la habitación del piano, mirando los dibujos de Ichiro, sin pensar en nada especial. Es algo que me ocurre muy a menudo últimamente. Al final me puse de pie y fui a buscar a mi familia.
A Setsuko la encontré sentada, sola, en la terraza, contemplando el jardín. El sol seguía brillando pero hacía más fresco. Al llegar yo, Setsuko se volvió y me puso un cojín en un sitio donde daba el sol.
– Padre, hemos hecho té -dijo-, ¿le apetece un poco?
Se lo agradecí y, mientras me servía, me quedé observando el jardín.
Nuestro jardín, a pesar de la guerra, tenía muy buen aspecto y seguía siendo el mismo que Akira Sugimura había diseñado hacía unos cuarenta años. En el otro extremo, cerca del muro del fondo, Noriko e Ichiro examinaban un bambú. Este arbusto, así como los demás árboles y plantas del jardín, por orden de Sugimura había sido trasplantado a éste ya crecido, desde algún otro lugar de la ciudad. Se dice que Sugimura, cuando paseaba, escudriñaba a través de las verjas de los jardines y si encontraba algún árbol o arbusto que le gustaba, ofrecía al propietario grandes sumas de dinero para que se lo vendiera. Verdad o no, es evidente que sabía elegir. El resultado fue, y sigue siendo, un jardín de una armonía espléndida, con un diseño tan libre y espontáneo, que nadie diría que se trata de un jardín artificial.