– No, gracias. Tampoco me apetece.
Seguimos leyendo. Al cabo de un rato, Setsuko dijo:
– Padre, ¿piensa venir mañana con nosotras? Así saldríamos igual en familia.
– Me gustaría mucho, pero tengo unas cosas pendientes para mañana.
– ¿Cómo? -me espetó Noriko-. ¿Qué cosas son ésas? -Y volviéndose a Setsuko dijo-: No le hagas caso. No tiene nada que hacer. Se quedará todo el día en casa, afligido. Es lo que hace siempre.
– Estaría muy bien que nos acompañase usted, padre -insistió Setsuko.
– De verdad lo siento -dije mirando otra vez el periódico-, pero tengo un par de cosas pendientes.
– O sea, ¿que va a quedarse solo en casa? -preguntó Noriko.
– Si os vais todos, está claro que sí. Setsuko tosió muy educadamente y después dijo:
– Entonces quizá también me quede yo. Hasta ahora hemos tenido muy pocas ocasiones de hablar padre y yo.
Desde el otro lado de la mesa, Noriko se quedó mirando fijamente a su hermana:
– Pero Setsuko, no has hecho todo este viaje para pasarte el día encerrada en casa. ¿Por qué vas a tener que quedarte sin salir?
– Me gustaría mucho acompañar a padre. Tenemos muchas cosas de que hablar.
– ¿Qué, padre, está contento? -dijo Noriko. Y a continuación, mirando a su hermana-: Ahora, por su culpa, sólo vamos Ichiro y yo.
– A Ichiro le gustará pasar el día contigo, Noriko -le dijo Setsuko con una sonrisa-. En estos momentos eres su preferida.
Me alegré de que Setsuko decidiera quedarse en casa, ya que, en realidad, habíamos tenido pocas ocasiones de hablar sin que nos interrumpieran y, por supuesto, cuando un padre tiene una hija casada, hay muchas cosas de su vida que le gusta saber, cosas que no puede preguntar directamente. Pero lo que no se me pasó por la cabeza aquella noche era que Setsuko tuviese sus propias razones para querer quedarse en casa conmigo.
Quizá sea un indicio de mi edad cada vez más avanzada el ir vagando de una habitación a otra sin ningún fin concreto. Cuando aquella tarde del segundo día de su visita Setsuko corrió la puerta del recibidor, yo ya debía de llevar un buen rato allí de pie, absorto en mis pensamientos.
– Lo siento -dijo-. Volveré más tarde.
Me volví, algo sorprendido, y encontré a mi hija, arrodillada en el umbral de la puerta, con un jarrón lleno de flores y esquejes en la mano.
– No, no. Entra, por favor -le dije-. No estaba haciendo nada.
Con la jubilación se tiene más tiempo. Uno de los placeres de estar jubilado es poder marcarse el propio ritmo día a día, con la tranquilidad de no tener que preocuparse más por el trabajo ni los grandes éxitos. De todas formas, tengo que estar volviéndome muy despistado para terminar, habiendo tantas habitaciones como hay, en el recibidor, puesto que toda mi vida he tenido bien claro, porque mi padre siempre me inculcó esa idea, que el recibidor de una casa es un lugar sagrado, un lugar que no hay que marchar con las nimiedades cotidianas, reservado únicamente para recibir a los huéspedes importantes o para inclinarse ante el altar budista. En consecuencia, en nuestra casa el recibidor siempre ha tenido un aire solemne que no tiene en otras. Y yo, aunque nunca haya implantado esta norma como hizo mi padre, siempre he disuadido a mis hijos, mientras fueron pequeños, de que entraran en este cuarto a menos que se les diese permiso.
Mi respeto por los recibidores puede parecer exagerado, pero debo decir que en la casa donde me crié, en el pueblo de Tsuruoka, a media hora de tren desde aquí, tuve prohibido entrar en el recibidor hasta los doce años. Como esa habitación constituía en muchos aspectos el centro de nuestra casa, sólo a través de los vistazos que conseguía echarle de vez en cuando llegué a formarme una idea de su interior. Años después sorprendí a mis colegas por mi habilidad para plasmar en el lienzo un paisaje que apenas había vislumbrado. Y yo diría que ese talento se lo debo a mi padre, que, sin darse cuenta, entrenó mi ojo de artista durante mis primeros años. En cualquier caso, cuando cumplí los doce años empezaron las «reuniones de negocios», con lo que de pronto tuve ocasión de entrar en la habitación una vez a la semana.
«Esta noche, Masuji y yo tenemos que hablar de negocios», anunciaba mi padre durante la cena, y sus palabras servían tanto para requerir mi presencia después de la comida como para avisar al resto de la familia de que aquella noche no debían hacer ningún ruido cerca del recibidor.
Cuando acabábamos de cenar, mi padre desaparecía y, al cabo de unos quince minutos, me llamaba. Lo que yo vela al entrar era una habitación iluminada tan sólo por una vela en medio del suelo. Mi padre estaba sentado en el tatami con las piernas cruzadas, dentro del círculo luminoso que aquélla formaba, y tenía ante sí una cajita de madera, la «caja de negocios», como él la llamaba. Con un gesto me invitaba a sentarme frente a él, dentro del círculo luminoso. El resto de la habitación quedaba totalmente a oscuras. Sólo muy vagamente podía distinguir, a sus espaldas, el altar budista instalado en la pared del fondo o las cortinas que adornaban los nichos.
Entonces mi padre empezaba a hablar. De su «caja de negocios» sacaba unos cuadernillos de bastante grosor, abría unos cuantos, y con el dedo me indicaba una serie de cifras en apretadas columnas, hablándome en tono grave y estudiado, y sólo en algún momento interrumpía su discurso para mirarme y solicitar mi aprobación. En esos instantes, yo me apresuraba a decir: «Sí, por supuesto.»
Como es natural, me resultaba imposible seguir lo que decía mi padre. Cuando hacía sus cuentas empleaba una jerga incomprensible para mí, pues no hacía el menor esfuerzo por ponerse a mi altura. Y tampoco era posible pedirle que me explicara lo que decía: si me permitía entrar en el recibidor, era porque me consideraba lo suficientemente mayor para comprender ese tipo de discursos. A mi sentimiento de vergüenza se sumaba el terror a que en cualquier momento me instara a decir algo más que «Sí, por supuesto», con lo que terminaría mi juego. Sin embargo, pasaron los meses y nunca se dio este caso, aunque yo vivía constantemente atemorizado a la espera de la siguiente «reunión».
Por supuesto, ahora ya sé que mi padre no esperaba que yo siguiera sus discursos, aunque no entiendo por qué me hacía pasar semejantes apuros. Quizá su intención fuera inculcarme desde muy joven que su mayor esperanza era que me hiciese cargo de los negocios familiares. O tal vez pensara que como futuro cabeza de familia, tenía derecho a conocer todas las decisiones que podían influir en mi vida cuando fuese adulto. De ese modo, debía de creer mi padre, si heredaba un negocio poco seguro, no tendría motivos para quejarme.
Recuerdo que una vez, cuando ya tenía quince años, me llamaron al recibidor para hablar de otras cosas. Como siempre, mi padre estaba sentado en el círculo de luz que irradiaba la vela. Pero aquella noche, en lugar de la «caja de negocios», mi padre tenía frente a sí un pesado brasero de barro. Ver el brasero me confundió; era el más grande de la casa y sólo se sacaba para los invitados.
– ¿Los has traído todos? -me preguntó.
– He hecho lo que usted me dijo.
Dejé junto a mi padre el montón de pinturas y dibujos que llevaba en los brazos, una pila desordenada de papeles de diferentes tipos y tamaños, la mayoría deformados y arrugados por la pintura.
Me quedé sentado y en silencio mientras mi padre examinaba mi obra. Miraba cada pintura durante unos instantes y después las dejaba a un lado. Cuando iba casi por la mitad, dijo sin levantar la mirada:
– Masuji, ¿estás seguro de que esto es todo? ¿No se te habrán olvidado una o dos pinturas?
Me quedé callado. Mi padre levantó la mirada y me preguntó:
– ¿Y bien?
– Quizá haya una o dos que no haya traído.
– ¿Sí? Seguramente serán aquellas de las que te sientes más orgulloso. ¿Me equivoco?
Como se puso a mirar de nuevo las pinturas, no respondí.