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Kazuo Ishiguro

Un artista del mundo flotante

Título de la edición originaclass="underline" An Artist of the Floating World

Traducción de Ángel Luis Hernández Francés

A mis padres

Octubre, 1948

Si un día de sol toman ustedes el sendero que sube del puentecillo de madera, aún llamado por estos alrededores «el Puente de las Vacilaciones», no tendrán que andar mucho hasta ver, entre las copas de dos árboles ginkgo, el tejado de mi casa. Aunque no ocupara una posición tan dominante en la colina, la casa sobresaldría igualmente entre todas las demás. Así, al subir por el sendero, lo normal es preguntarse quién es el acaudalado propietario de tal mansión.

Y sin embargo no soy, ni jamás lo he sido, un hombre acaudalado. El aire imponente de la casa se explica diciendo que fue construida por el anterior propietario, el gran Akira Sugimura. Naturalmente, es posible que no conozcan ustedes esta ciudad y, en tal caso, el nombre de Akira Sugimura no les sonará de nada. Pero si preguntan ustedes a cualquiera que viviese aquí antes de la guerra, sabrán que durante más o menos treinta años Sugimura fue uno de los hombres más respetados e influyentes de la ciudad.

Así pues, cuando lleguen a lo alto de la colina y se detengan a mirar los hermosos cedros que flanquean la entrada, el amplio espacio que albergan los muros del jardín y el tejado, de una gran elegancia, con su cumbrera bellamente esculpida dominando el paisaje, quizá se pregunten ustedes cómo, siendo un hombre de modestos recursos, conseguí adquirir una propiedad semejante.

La verdad es que compré la casa por un precio simbólico, una cantidad que en aquella época no era, probablemente, ni la mitad del verdadero valor de la propiedad, y todo gracias a un procedimiento de lo más curioso -algunos hasta dirían absurdo- que la familia Sugimura utilizó durante la venta.

Los hechos ocurrieron hará unos quince años. Por aquellos días, mi situación económica parecía mejorar mes a mes y mi esposa empezó a presionarme para que buscara otra casa. Como mujer previsora que era, argumentaba la importancia de tener una casa acorde con nuestra posición, no por vanidad, sino por el bien de nuestras hijas, pensando en sus futuros matrimonios. La idea no era descabellada, pero dado que Setsuko, nuestra hija mayor, tenía sólo catorce o quince años, no consideré el asunto demasiado urgente. No obstante, durante cerca de un año, cada vez que oía que alguna casa interesante estaba en venta, me informaba. Fue uno de mis alumnos quien me hizo saber que iban a vender la casa de Akira Sugimura, muerto hacía un año. La sugerencia de que comprara semejante casa me pareció ridicula, pero la atribuí al exagerado respeto que mis alumnos sentían por mí. De todas formas, pedí información y obtuve una respuesta inesperada.

Una tarde recibí la visita de dos altivas damas de cabello gris. Resultaron ser las hijas de Akira Sugimura, y cuando expresé mi sorpresa por el hecho de que familia tan distinguida me confiriera una atención tan personal, la mayor de las hermanas me dijo fríamente que no habían venido sólo por cortesía. Durante los meses anteriores habían recibido muchas propuestas referentes a la casa de su difunto padre, pero al final la familia había decidido rechazarlas todas excepto cuatro, seleccionando cuidadosamente a estos cuatro candidatos según su reputación y sus buenas costumbres.

– Para nosotras -prosiguió-, lo importante es que la casa que construyó nuestro padre pase a ser propiedad de alguien que él mismo hubiera aceptado y estimado digno de ella. Como es natural, las circunstancias nos obligan a considerar también el aspecto económico, pero esto es algo absolutamente secundario. Con todo, hemos tenido que fijar un precio.

En ese momento, la hermana menor, que apenas había hablado, me ofreció un sobre y las dos se quedaron observándome con expresión severa mientras lo abría. Dentro del sobre había una hoja de papel en blanco donde no aparecía más que una cifra escrita elegantemente con un pincel. Estuve a punto de manifestar mi asombro ante un precio tan bajo, pero al ver las caras que tenía frente a mí, me di cuenta de que una discusión de tipo financiero sería considerada de mal gusto. La mayor de las hermanas se limitó a decir:

– No redundará en beneficio de ninguno de ustedes intentar rivalizar haciendo una oferta mejor. No tenemos ningún interés en recibir una cantidad mayor que la del precio fijado. Lo que tenemos intención de hacer a partir de ahora es, podríamos decir, una subasta de prestigio.

Me explicó que habían venido en persona para pedirme formalmente en nombre de la familia Sugimura que me sometiera, naturalmente junto a los otros tres candidatos, a una investigación más minuciosa de mis antecedentes y mis referencias, para que la familia pudiese así elegir al comprador apropiado.

Se trataba de un procedimiento fuera de lo común, pero no tuve nada que objetar. Después de todo, era como cuando se negocia un matrimonio. En realidad, me sentía halagado por el hecho de que aquella familia antigua y profundamente conservadora me considerara un candidato digno. Después de darles mi consentimiento para que llevasen a cabo la investigación y expresarles mi agradecimiento, la menor de las hermanas me dirigió la palabra por primera vez:

– Nuestro padre era un hombre cultivado, señor Ono.

Tenía gran respeto por los artistas y, por supuesto, conocía su obra.

Durante los días que siguieron hice algunas investigaciones por mi cuenta y descubrí que las palabras de la menor de las hermanas eran ciertas. Akira Sugimura había sido un gran entusiasta del arte y, en numerosas ocasiones, había financiado exposiciones. También escuché algunos rumores interesantes: al parecer, una parte importante de la familia Sugimura se había opuesto rotundamente a la venta de la casa, suscitándose discusiones desagradables. Al final, necesidades económicas habían motivado que la venta fuese inevitable, y los extraños procedimientos que caracterizaban la operación daban fe del compromiso alcanzado con aquellos miembros de la familia que no deseaban que la casa pasara a manos ajenas. No se podía negar que semejante proceder revelaba cierta altivez, pero personalmente aceptaba los sentimientos de una familia con tan ilustre historia. Mi esposa, en cambio, no aceptó de muy buen grado la idea de someternos a una investigación.

– Pero ¿quiénes se han creído que son? -protestó-. Deberíamos decirles que ya no queremos tener nada que ver con ellos.

– A mí no me parece mal -respondí-. ¿Tenemos acaso algo que ocultar? Bien es verdad que no provengo de una familia rica, pero no hay duda de que los Sugimura ya lo saben, lo cual, como ves, no les impide seguir considerándonos candidatos dignos. Déjales que investiguen, sólo encontrarán cosas a nuestro favor. -Y creí conveniente añadir-: En cualquier caso, están haciendo lo mismo que harían si estuviésemos negociando con ellos un matrimonio. Tenemos que ir acostumbrándonos a este tipo de cosas.

Por otra parte, lo de la «subasta de prestigio», como lo llamaba la hija mayor, me parecía un método admirable. Me pregunto incluso por qué no se resuelven las cosas más a menudo por este procedimiento. ¿No es acaso mucho más honroso tener en cuenta la conducta moral y la reputación de una persona que el tamaño de su cartera? Aún recuerdo la profunda satisfacción que sentí al enterarme de que los Sugimura, tras una investigación meticulosa, me habían considerado el comprador más digno de la casa que tanto apreciaban. Y ciertamente, valía la pena haber sufrido alguna que otra molestia por semejante mansión. Si por fuera resulta imponente, su interior está construido con maderas nobles, finísimas, seleccionadas por la belleza de sus fibras. Una vez instalados en ella, la casa nos pareció el lugar ideal para descansar y vivir tranquilos.

Sin embargo, la altivez de los Sugimura (algunos de ellos ni siquiera se molestaron en ocultar su hostilidad hacia nosotros) fue manifiesta durante la transacción. Un comprador menos comprensivo se habría ofendido y habría renunciado a proseguir el trato. Incluso años después, cuando me encontraba por casualidad con algún miembro de la familia, en lugar de charlar cortésmente, se quedaba plantado en medio de la calle preguntándome por el estado de la casa y por cualquier modificación que hubiese hecho.

Actualmente apenas oigo hablar de los Sugimura. No obstante, poco después de la rendición vino a verme la menor de las dos hermanas con las que había tratado la venta. Los años de guerra la habían convertido en una anciana delgada y achacosa. Como era característico en la familia, hizo escasos esfuerzos por ocultar que su preocupación residía en saber qué suerte había corrido la casa durante la guerra, sin preocuparle sus habitantes. Cuando le hablé de mi esposa y de Kenji me expresó su condolencia con frases lo más concisas posible e inmediatamente me acosó a preguntas a propósito de los daños causados por la bomba. Al principio, esta actitud me dispuso contra ella, pero pronto empecé a notar que sus ojos vagaban involuntariamente por la habitación y que sus ceremoniosas y medidas frases quedaban interrumpidas por pausas abruptas.

Fue entonces cuando advertí la ola de emoción que la invadía al encontrarse de nuevo en la casa. En ese momento caí en la cuenta de que la mayoría de los familiares que tenía en la época de la venta estarían muertos; empezó a darme lástima y me ofrecí a mostrársela.

La casa no había escapado a los daños de la guerra. Akira Sugimura le había añadido un ala por el lado este que comprendía tres amplias habitaciones comunicadas con el cuerpo principal de la casa por un largo corredor, que daba a uno de los lados del jardín. El corredor se destacaba por su longitud, y se llegó a insinuar que Sugimura había mandado construir el corredor y el ala este con el fin de mantener a sus padres a cierta distancia. El corredor era, en cualquier caso, una de las partes más atrayentes de la casa. Por las tardes el juego de luces y sombras se proyectaba en su interior y al pasar por él se tenía la impresión de estar caminando por un túnel de árboles. Esta parte había sido justamente la más afectada por la bomba, y conforme íbamos examinando los daños desde el jardín, vi que la señorita Sugimura estaba a punto de llorar. En aquellos momentos ya había dejado de sentir mi anterior irritación contra la anciana, de modo que la tranquilicé lo mejor que pude diciéndole que repararía los daños en cuanto tuviese ocasión y que la casa volvería a quedar como su padre la había construido.