Batya Gur
Un Asesinato Literario
Traducción de María Corniero
Título originaclass="underline" Literary Murder. A Critical Case
1
El seminario del departamento había atraído la atención de los medios de comunicación porque lo iba a dirigir Shaul Tirosh. En el pequeño salón de actos ya estaban dispuestos la cámara de televisión y el micrófono de la emisora de radio. La cámara captó con claridad la postura relajada, la mano en el bolsillo, los tonos rojizos de la corbata. Antes del montaje, la película comenzaría con un primer plano de la mano de Tirosh sujetando un vaso. Tomó un trago de agua y, con un gesto típico en él, se alisó el tupé de sedoso cabello plateado. Luego la cámara enfocó el manoseado libro que ya sostenía entre los largos dedos, mostró el puño inmaculadamente blanco que asomaba bajo la manga de su traje oscuro y se deslizó hacia las letras doradas de la cubierta: Hayim Najmán Bialik. Sólo entonces hizo una toma general de la mesa.
Grabó después sin detenerse la cabeza inclinada de Tuvia Shai, sus manos, que barrían invisibles migas del paño verde que cubría la mesa, y el perfil del joven Iddo Dudai, alzado hacia el rostro alargado y enjuto de Tirosh.
Ésta no es la primera vez, se comentaba en la sala; Shaul Tirosh siempre ha sido una estrella televisiva.
– De hecho -dijo Aharonovitz-, ¿quién habría soñado con que se grabara para la posteridad un seminario si no hubiera estado asociado al nombre de Shaul Tirosh? -y lanzó un bufido desdeñoso.
Ni siquiera más adelante, después de que todo hubiera terminado, podría ocultar Kalman Aharonovitz la aversión que le inspiraba la excentricidad, la «burda teatralidad» que distinguía todos los actos de Tirosh.
– Y cuando digo todos, quiero decir todos -y, disimuladamente, sus ojos críticos y penetrantes se dirigieron hacia Ruchama, la mujer de Tuvia.
Los técnicos y el presentador de un programa literario de la radio, los periodistas, los reporteros de la televisión, a quienes Ruchama había cedido su asiento habitual en la parte derecha de la primera fila, todos habían acudido al último seminario de Shaul Tirosh.
Bajo su característica expresión de hastiada indiferencia, Ruchama sentía un cosquilleo de emoción despertado por el equipo de grabación, los focos, el cámara, que ya llevaba una hora corriendo de aquí para allá cuando comenzó el seminario. Desde el extremo de la segunda fila, el campo visual de Ruchama difería de la imagen grabada por la cámara. Tenía que estirarse para ver al grupo de conferenciantes medio ocultos por la mata de rizos de Davidov, el presentador de El mundo del libro, el programa televisivo donde todo novelista o poeta soñaba con aparecer.
La presencia de Davidov también excitaba a Tirosh. Un año había transcurrido desde su pelea con la gran figura de la televisión, durante el homenaje que le dedicaron al recibir el Premio Presidente de Poesía, y desde entonces no se habían vuelto a dirigir la palabra. Al inicio de aquel programa, después de leer el célebre poema de Tirosh «Otro ocaso» y de explicar que era su «tarjeta de visita»; después de enumerar los diversos títulos y galardones que tenía en su haber; después de repetir que el profesor Tirosh era jefe del Departamento de Literatura Hebrea de la Universidad Hebrea de Jerusalén y un mecenas de los poetas jóvenes; y después de mostrar la portada de la revista de literatura contemporánea dirigida por él, Davidov se había vuelto hacia el poeta con mucho dramatismo y le había pedido que explicara su silencio de los últimos seis años. Era una pregunta que nadie había osado plantearle hasta entonces.
Aquel programa también le vino a la memoria a Ruchama cuando los enmarañados rizos de Davidov la obligaron a cambiar de postura para ver bien al hombre de elevada estatura que sujetaba entre sus manos un libro. Ruchama recordó cómo Davidov, tras acariciar los cuatro delgados volúmenes de poesía esparcidos sobre la mesa del estudio de televisión, había preguntado sin el menor titubeo cómo podía Tirosh explicar que un poeta que había abierto nuevos caminos, que había renovado la poesía y era el padre espiritual indisputable de las obras escritas a partir de él… cómo podía ser que ese poeta no hubiera publicado ni un solo poema en los últimos años… a excepción de unos cuantos versos de protesta política, añadió luego con ademán displicente.
Ruchama guardaba un vivo recuerdo de la larga entrevista, convertida en duelo verbal entre ambos hombres, y, esa tarde, tan pronto como vio a Davidov junto al cámara, la embargó una inquietud creciente. Ahora observaba atentamente el semblante de Tirosh, sobre el paño verde y la jarra de agua, que le traían a la memoria las veladas culturales celebradas en el comedor del kibbutz, y reconoció la expresión tensa que tan bien conocía, una combinación de nerviosismo y teatralidad, y, aunque no alcanzaba a distinguir sus ojos desde donde estaba sentada, era como si estuviera viendo el verde fulgor que centelleaba en ellos.
Cuando Tirosh se puso en pie para pronunciar su conferencia, Ruchama, igual que la cámara, registró el movimiento de la mano que alisaba el copete plateado y después se deslizaba sobre el libro. Al principio no lograba ver el rostro de Tuvia, oculto tras el cámara y el técnico de la radio, que revisaba su equipo por enésima vez.
Más adelante, al tener que ver la película sin montar, no lograría contener las lágrimas observando la precisión y la claridad con que la cámara había captado los afectados gestos de Shaul Tirosh, la pose que pretendía ser relajada, la mano en el bolsillo, los tonos rojizos de la corbata, que resaltaba sobre el blanco impoluto de la camisa y que, sin duda, Tirosh habría elegido para que hiciera juego con el clavel encarnado que resplandecía en el ojal de su solapa.
Siempre le resultaba difícil concentrarse, sobre todo cuando Tirosh era el orador; pero consiguió captar las primeras frases:
– Damas y caballeros, el seminario con el que se cierra el curso versará, como saben, sobre el tema «La buena y la mala poesía». No me ha pasado inadvertida la expectación despertada por la teórica posibilidad de que esta tarde, en este foro, se enuncie un conjunto de principios que fijen unos criterios claros e inequívocos con los que distinguir la calidad de la falta de calidad en la poesía. He de advertirles, sin embargo, que no confío en que ése sea el resultado de nuestro debate de esta tarde. Siento curiosidad por escuchar lo que mis doctos colegas tengan que decir al respecto, pero es una curiosidad teñida de escepticismo -y la cámara también captó la mirada irónica y divertida que, desde las alturas, dirigió al rostro de Tuvia, y que luego se detuvo largamente sobre Iddo Dudai, sentado con la cabeza gacha.
Ruchama perdió el hilo. Era incapaz de conectar las palabras entre sí y no se esforzó en lograrlo. Se dejó arrastrar por la voz, por su cadenciosa melodía.
Reinaba el silencio en el salón de actos, a cuyas puertas se agolpaban los rezagados. Todas las miradas convergían en Shaul Tirosh. Aparecía aquí y allá alguna que otra sonrisa de entusiasta expectación, sobre todo en las caras de las mujeres. Junto a Ruchama había una joven tomando nota de todo. Cuando dejó de escribir, Ruchama reparó en el rítmico sonido de la voz de Tirosh, que leía uno de los textos más conocidos del poeta nacionaclass="underline" «No gané la luz en una apuesta».
Oyó a sus espaldas la estentórea respiración de Aharonovitz y un crujir de papeles. Aharonovitz había empuñado la pluma, listo para anotar sus críticas, cuando el público aún no había terminado de ocupar los asientos. Despedía un olor acre, rancio, que se mezclaba con el perfume excesivamente dulzón de su vecina de asiento, Tsippi Lev-Ari, Goldgraber de nacimiento, su joven y prometedora ayudante, cuyos esfuerzos por borrar todo vestigio de su pasado ortodoxo explicaban presumiblemente los llamativos colores de su vestimenta: ropas vaporosas y de tonos muy vivos, sobre las que se había oído comentar a Tirosh que sin duda eran de rigor en el culto que profesaba, el cual también la había llevado a cambiarse de apellido.