La madre era mucho más joven y comentaba con frecuencia que sólo tenía dieciocho años cuando dio a luz a Uzi. Recibía con inequívoco placer a los amigos que Uzi llevaba a casa y participaba en la vida social de su hijo hasta un punto asombroso.
Al principio, a Michael se le invitaba allí los sábados por la tarde, para el ritual del café con tarta de pastelería. El padre de Uzi tomaba asiento tras el enorme escritorio que había en el salón y la madre se reclinaba frente a él sobre un sofá tapizado de rojo, arrimado a la pared forrada de madera. A Michael le hacía pensar en una joven matrona romana.
Era un ambiente extraordinariamente culto. Las paredes estaban cubiertas por una selecta biblioteca en cuatro idiomas, dominados todos ellos por el padre de Uzi, como su madre nunca dejaba de señalar. En las estanterías de detrás del escritorio se apilaban grandes libros de arte, que Michael anhelaba hojear.
También había música, una música con la que Michael no estaba familiarizado; y fue en esa habitación donde por primera vez se sintió terriblemente abochornado por su ignorancia, cuando el padre de Uzi le dirigió una mirada de incredulidad y le preguntó atónito:
– ¿De verdad no sabes qué es? ¿A tu edad? -después de que él inquiriera tímidamente qué música estaba sonando de fondo.
La vergüenza que sintió entonces todavía le invadía cada vez que oía El lago de los cisnes de Chaikovski.
Siempre era la madre de Uzi quien se encargaba de dirigir discretamente la conversación. Espoleado por ella, su marido acababa reaccionando y rememoraba su infancia en Europa y sus viajes por el mundo. Ambos habían vivido épocas de penuria, y las recordaban con ligereza y humor. Michael Ohayon, que en aquel entonces contaba los mismos años que Yuval ahora, regresaba de esas visitas cargado de sentimientos contradictorios: maravillado por el contacto personal, íntimo, con un mundo nuevo, completamente distinto del mundo donde se había criado, y con aquellas dos personas, el gran artista, que resultó ser un hombre de una inocencia casi infantil, carente de toda vanidad, tímido y a la vez amistoso; y su mujer, que destilaba una sexualidad sin tapujos y lo turbaba tanto como lo atraía.
Aquello era cosa del pasado. Las tempestuosas emociones de otros tiempos se habían convertido en emotivos recuerdos. ¡Muy distinto era entonces! Qué envidia rabiosa le inspiraba la casa de Uzi, y qué perplejidad los estallidos de su amigo cuando daba rienda suelta a la inagotable ira contra sus padres, o el hecho de que pudiera sentirse tan ajeno a una familia como la suya.
Cuánto le había desconcertado la actitud tensa y ceñuda de Uzi hacia su madre, no acertaba a comprenderla. En las raras ocasiones en que su propia madre acudía a las reuniones de padres y profesores, Michael era consciente de su torpeza, de las silenciosas miradas que dirigía a los profesores, del rudimentario hebreo con que respondía a las preguntas que le planteaban directamente, desorientada y con necesidad de que se las tradujeran, mientras se enderezaba el pañuelo que envolvía sus cabellos y sonreía con calidez. Él, que sentía vergüenza y una ira sorda contra sí mismo por avergonzarse y contra sus profesores y amigos por presenciar su vergüenza, pensaba que si hubiera podido llevar a la madre de Uzi a conocer a los profesores, o a su eminente padre, su vida habría sido totalmente distinta.
Años más tarde, al fin logró interpretar correctamente las tensiones que agitaban a Uzi, la pesada carga de la fama de su padre, el odio que le inspiraba su madre y la incapacidad para aceptar su amor, el impulso que lo llevaba a destruir sus expectativas y su rebeldía contra las normas establecidas. Al final, reflexionó Michael, sujetando la toalla, ensimismado y ausente, mientras Uzi farfullaba que estaba muy afectado, al final pensó, su amigo se había convertido, a su manera, en un conformista. Llevaba años viviendo en Eilat, al frente del Club de Buceo, y se había hecho un experto en la vida marina del Mar Rojo, sin preocuparse nunca de realizar estudios formales.
Cierto era que iba saltando de una mujer a otra; Michael había conocido a la última la víspera; pero hasta en eso se atenía a unas pautas. Las mujeres conservaban con él una relación próxima y afectuosa aun después de la separación, y siempre eran ellas quienes decidían romper. Noa, su segunda esposa y la madre de su único hijo, se había tomado hacía años la molestia de ir a Jerusalén para ver a Michael. Uzi le había hablado tanto de él, se justificó, que no comprendía por qué habían dejado de verse. Y fue así como Michael descubrió con asombro que Uzi todavía pensaba en él. Hasta aquel entonces estaba convencido de que su antiguo amigo lo despreciaba y lo había borrado airadamente de sus pensamientos. En el pequeño café donde se citó con Noa, supo que Uzi lo recordaba con mucho afecto, y que Noa no podía menos de preguntarse «por qué llevaban tantos años sin verse, como si un terrible secreto los hubiera alejado. ¡Era tan misterioso!». Sin hacer comentarios, Michael le dirigió la más cautivadora de sus sonrisas y ella se dejó cautivar y cesó de importunarlo con sus preguntas.
Aún guardaba un recuerdo penosamente nítido del día en que la suerte quiso que Uzi descubriera que su madre, a la sazón más joven que ellos ahora, frisando en los cuarenta, había sido la respuesta a las oraciones de Michael para que apareciera en su vida una mujer mayor y con experiencia y, en palabras de los delgados libros que leía en secreto, «lo rescatara de los tormentos de la virginidad».
Ni siquiera cuando conoció a Noa, quince años después de lo que él llamaba «la escena de la alfombra», logró Michael sonreír al recordar la expresión de Uzi, clavado en el umbral del amplio salón, contemplando de hito en hito a su mejor amigo y a su madre sobre la mullida alfombra, y cómo después salió dando un portazo sin haber pronunciado una palabra.
Aunque Michael se dijo y se repitió que de ninguna manera podría haber adivinado que Uzi, supuestamente de vacaciones en el oeste de Galilea tras sus exámenes finales, «echando una cana al aire» en la playa de Ahziv, iba a volver precisamente aquel día, y pese a que se consolaba con la idea de que su amigo no sospecharía que la aventura se había iniciado hacía año y medio, no tuvo valor para volver a mirarle a los ojos.
Sólo después de su encuentro con Noa, que se quejó de la introversión de Uzi, de que era imposible entablar con él una relación afectuosa y sin barreras, de que se había encerrado en su mundo de peces y plantas marinas, aislándose de la gente… sólo entonces pensó Michael que tal vez podría volver a ver a Uzi algún día.
Al llamar con mano trémula al Club de Buceo de Eilat la semana anterior, cinco años después de su conversación con Noa en el café de Jerusalén, había percibido asombro y alegría en la voz de su viejo amigo. La noche de su reencuentro transcurrió entre risas, poniéndose al día de sus vidas. Apenas mencionaron a los padres de Uzi. Michael había tenido noticia de la muerte de su padre diez años atrás, una muerte lenta, penosa, provocada por un cáncer. También supo por un antiguo condiscípulo que, después de cuidarlo devotamente, la madre había vuelto a casarse y se había ido a vivir a París.
Uzi no aludió a su madre, y se refirió de pasada a la muerte de su padre; y Michael, que ansiaba abordar el tema y había imaginado casi con detalle cómo lo comentarían, se darían explicaciones y harían las paces, sintió un profundo desengaño. Uzi esquivaba los temas comprometidos y rechazaba con bromas, casi siempre traídas por los pelos, las incursiones de Michael en ese terreno. Ni siquiera la botella de vino que vaciaron para acompañar la deliciosa cena preparada por Uzi le hizo bajar la guardia.