Por primera vez, Michael reparó en la semejanza de las facciones de Uzi y las de su madre… los mismos labios, los ojos rasgados, e incluso llegó a confiar en captar de nuevo su maravilloso aroma, el que había buscado en todas las mujeres que había conocido hasta, por fin, encontrarlo en Maya. Pero el olor de Uzi era el del mar.
Michael no podía negar que, después de la tensión y de la alegría inicial del reencuentro, le había agradado comprobar que Uzi había engordado e incluso comenzaba a ralearle el cabello. En cierto modo resultaba reconfortante. Su eterna juventud no había resistido al paso del tiempo, a pesar de su saludable modo de vida, del bronceado, la barba florida y los ojos casi permanentemente risueños. Esos ojos que ahora estaban velados por el pánico.
– ¿Qué ha pasado? -repitió Michael, y Uzi explicó que ése era precisamente el problema, no sabía qué había pasado, y señaló el equipo de buceo que había quedado sobre la arena.
– Se han llevado las botellas de aire comprimido -dijo-. Ya veremos; puede que hubiera una fuga. Antes de la inmersión, le hice las preguntas de rigor y él me dijo que había revisado el equipo hacía un par de meses. No sé qué ha ocurrido, pero no estaba solo; tenía al lado al instructor. Habrá que esperar los resultados de la autopsia. Son cosas muy difíciles de sobrellevar. En fin, tengo ganas de que salgan los demás. Mira, ahí viene tu hijo.
Michael recordó dónde estaba y observó cómo su hijo se sentaba sobre la arena a unos metros de distancia y comenzaba a quitarse la máscara, el regulador, las aletas y, por último, el traje de neopreno negro, sin dejar de escuchar atentamente a su instructor, Guy, quien, de pie a su lado, se desprendía rápidamente del equipo a la vez que hablaba y gesticulaba vigorosamente. Al ver a su hijo vivo y en forma, Michael se dio cuenta del miedo que había pasado.
– ¿Quién era el ahogado? -le preguntó a Uzi.
– Vivía en Jerusalén, aunque no era de allí -replicó Uzi aturdido-. Se llamaba Iddo Dudai, un buen tipo, aunque algo serio; siempre había querido aprender submarinismo, pero andaba corto de fondos. Comenzó el curso hace un año, y luego se quedó sin blanca; era uno de esos tipos de la universidad. Todavía confío en que salga de ésta. Estoy esperando que me llamen; el instructor ha ido con él. Qué quieres que te diga… está casado y tiene una hija pequeña. Bueno, quizá salga adelante -añadió con un hilo de voz-. El equipo no es nuestro; se lo había regalado alguien, no sé quién, cuando empezó el curso. Tampoco sé nada sobre las botellas. Quizá había una fuga.
– Y puede que el regulador estuviera estropeado -apostilló Michael, recordando el artículo de la revista que llevaba, enrollada, en la mano.
Uzi le dirigió una mirada apreciativa y dijo:
– ¿Desde cuándo eres experto en equipos de buceo? ¿También piensas especializarte en eso?
Michael le tendió la revista y, de pronto, recordó vividamente la cólera que arrebataba a su amigo cuando estudiaban juntos los exámenes finales, sobre todo los de historia; los tediosos librotes le infundían un irrefrenable deseo de dormir al cabo de unas páginas, cuando él, Michael, ya había repasado los cinco textos obligatorios.
Uzi le explicó a Guy cómo se había desarrollado el accidente mientras Yuval escuchaba en tensión. El joven y pelirrojo Guy cada vez se sentía peor. Sus redondas pecas crecían en número e intensidad a medida que palidecía su semblante.
Michael examinó el rostro de Yuval, que, radiante tras las emociones de la inmersión, se iba tornando grave y, mientras resonaban en el aire palabras como «presión atmosférica» y «diafragmas», Michael se obsesionaba pensando en si Yuval estaría dispuesto a sacrificar la última inmersión del fin de semana. Hacía calor y ansiaba zambullirse en las aguas azules, pero sabía que bañarse en esas circunstancias pasaría por una muestra de indiferencia, por una indecencia.
El problema de la última inmersión quedó zanjado cuando Uzi anunció que se cancelaban el resto de los cursos de aquel día y reunió a los instructores, cuatro jóvenes con aspecto de haber sido moldeados en bronce dentro de sus bañadores, como si en la vida hubieran vestido ninguna otra prenda; Uzi se dirigió con ellos hacia la oficina, donde se sentó junto al teléfono y comenzó a mordisquearse las uñas, un gesto que inundó a Michael de una punzante nostalgia por el adolescente que fuera su amigo, por su madre y su padre, e incluso por El lago de los cisnes de Chaikovski y toda la experiencia de su encuentro primero con la cultura europea, que con tanta pujanza se le había transmitido a través del delicado filtro que fue Becky Pomerantz, la madre de Uzi.
Permanecieron a la espera de que sonase el teléfono. Uzi se negó a moverse de la oficina y Michael se quedó acompañándolo. Los dos fumaban en silencio, las colillas se iban amontonando en el cenicero y cuando ya eran las cuatro, al fin se oyó el timbre del teléfono. Uzi dejó que sonara un par de veces y tosió estentóreamente antes de levantar el auricular. Michael le oyó decir: «Sí, lo comprendo», y aguzó el oído cuando añadió: «¿Cómo quieres que lo resuelva?», y después: «No me importa ir personalmente. Me siento responsable». Al cabo, colgó el auricular y, con la mirada baja, le preguntó a Michael si le podría llevar a Jerusalén al día siguiente, «o ahora mismo, mejor, si no te importa acortar sus vacaciones», y Michael se marchó a buscar a Yuval, que no rechistó; y, mientras se dirigían a casa de Uzi para recoger sus cosas, le dijo a su padre:
– Hablé un poco con él y me pareció un tío estupendo, Iddo. Me dijo que daba clases de literatura en la universidad.
Por lo visto, le había sorprendido que un profesor de literatura pudiera interesarse por un deporte como el submarinismo.
Después de dejar a Yuval a la puerta de casa, Michael se ofreció a acompañar a Uzi a casa de Ruth Dudai, para informarle de la muerte de su marido en accidente de submarinismo, «en circunstancias poco claras», como diría en el cuarto de estar del apartamento de Ramat Eshkol, con los informativos televisivos del sábado de fondo, a la mujer de grandes ojos castaños que lo miraban con horror desde detrás de unas gafas redondas.
Uzi, vestido con unos pantalones cortos reducidos a la mínima expresión, sandalias «bíblicas» en los pies y la barba descuidada y frondosa, parecía una criatura del desierto trasplantada a un zoo, fuera de su elemento y sin saber qué hacer con su cuerpo.
Así pues, Michael Ohayon se encontró una vez más desempeñando un papel al que ya estaba acostumbrado, y fue él quien se encargó de dar la mala noticia.
No lloró, la mujercita regordeta que se enroscaba las manos en la fina tela de su sencillo vestido. La plomiza calima que había descendido sobre Jerusalén la semana anterior aún mantenía atenazada a la ciudad, y las ventanas, que daban a la calle, estaban abiertas de par en par; el estrépito de los coches y autobuses que recorrían el bulevar Eshkol sonaba como si estuvieran dentro del apartamento. El sonido del televisor, que nadie se había preocupado de apagar, se fundía con el estruendo callejero y con el de otros televisores del vecindario.
– ¿Qué va a pasar ahora? -preguntó Ruth Dudai con voz lánguida, y Michael vio que estaba aturdida por la impresión.
Despacio, dulcemente, comenzó a explicarle que habría que esperar los resultados de la autopsia para saber la causa del accidente, y sólo entonces podría organizarse el entierro.
– Será necesario que alguien lo identifique -dijo con suavidad-, y ahora debería venir a acompañarla alguna persona de su confianza.
Le preguntó a continuación si tenía familia.