– Sólo mi padre y su mujer, y ahora están en Londres, y alguien tendrá que decírselo a los padres de Iddo… ¡ay, Dios mío!
Fue entonces cuando pareció asimilar la noticia y rompió a llorar.
Muy azorado, Uzi no salía de su aturdimiento, y fue Michael quien la ayudó a sentarse en el único sillón de la sala y le puso en las manos un vaso de agua que se había apresurado a traer de la cocina. Mientras Ruth bebía a sorbitos, Michael le preguntó quién podía venir inmediatamente a su casa y ella respondió:
– Shaul Tirosh -y le dio a Michael un teléfono que él se precipitó a marcar.
Nadie respondió en la casa de aquel hombre de quien incluso Uzi, cuyo desinterés por la literatura era notorio, había oído hablar. Michael lo recordaba muy bien de sus tiempos universitarios; había asistido a algunas clases suyas. Mientras marcaba el número, evocó el traje oscuro, el clavel en el ojal y, sobre todo, las miradas anhelantes que le dirigían sus compañeras de estudios. Preguntó con discreción si Tirosh era pariente suyo.
– No -dijo Ruth, y su cola de caballo osciló mientras negaba con la cabeza-, pero es amigo de Iddo. Le estaba dirigiendo la tesis y he pensado que… -y una vez más la dominó el llanto-. No podemos decírselo a los padres de Iddo por teléfono; son mayores y están delicados: su padre está recuperándose de un infarto de miocardio y su hermano está de viaje por Sudamérica; no sé qué hacer.
Michael hojeó mecánicamente la agenda que había junto al teléfono y volvió a preguntar a Ruth Dudai si no le gustaría que viniera a acompañarla alguien.
– ¿Una amiga íntima, tal vez? -inquirió.
Al final, Ruth le facilitó un nombre; Michael marcó el teléfono y la mujer que respondió a la llamada prometió, muy impresionada, que acudiría inmediatamente. A continuación Michael llamó a Eli Bahar, el inspector con el que trabajaba desde hacía años, y le transmitió la información facilitada por Ruth Dudai, quien, entre arranques de llanto, le había respondido a sus preguntas en tono frío y le había rogado que transmitiera la noticia a los padres de Iddo «en presencia de un médico; son mayores y no hay que olvidar el problema de corazón».
Después Ruth Dudai les pidió que informasen a la secretaria del Departamento de Literatura, Adina Lipkin, y Michael así lo hizo. Cuando llegó una mujer joven y enérgica llamada Rina, abrazó con patetismo a Ruth, que permaneció inerte entre sus brazos, le dio unas palmaditas en el hombro y anunció que iba a preparar un café, se marcharon por fin. Ya en la calle, Michael rechazó con impaciencia las muestras de agradecimiento de Uzi, sin imaginar ni por un instante que aquél no era el final de la aventura.
3
El teléfono sonó junto al oído de Ruchama con formidable estrépito. Se precipitó a descolgarlo todavía medio dormida. Luego advirtió que Tuvia no estaba en la cama y supuso que, como tantas veces, se habría quedado dormido en el sofá de su despacho. Una voz trémula, histérica, le habló desde el otro lado de la línea. «Hola», repitió Adina Lipkin, afianzando la voz, y Ruchama respondió con un fatigado «¿Sí?».
– ¿Señora Shai? -inquirió Adina, y Ruchama vio en su imaginación las rígidas ondas del cabello de la secretaria del departamento y sus manos gordezuelas revolviendo trozos de pepino dentro de un recipiente con yogur.
– Sí -dijo Ruchama. Confinaba sus relaciones con Adina a un terreno estrictamente formal, sin nunca intercambiar con ella recetas de cocina, información sobre su salud o experiencias personales, por lo que Adina no osaba llamarla por su nombre de pila.
– Soy Adina Lipkin, la secretaria del departamento -dijo Adina, pronunciando las mismas palabras que venía diciéndole casi todas las mañanas desde hacía diez años.
– Sí -repitió ella con seca brevedad, confiando en que su tono evitara todo intento de entablar una conversación.
– Querría hablar con el profesor Shai -dijo Adina en un tono rayano en la desesperación.
– Está durmiendo -replicó Ruchama, y quedó a la espera de la inevitable explicación.
– Ah -dijo Adina, y, como era de prever, se lanzó a explicar que si llamaba tan temprano era porque tenía muchísimo trabajo que hacer durante el día-, y más tarde todas las líneas están ocupadas, ¿sabe?
Ruchama no dijo nada.
– ¿Quizá me podría ayudar usted? -y, sin esperar respuesta, prosiguió-: Estoy buscando al profesor Tirosh. Llevo llamándolo sin parar desde ayer y no responde. Necesito hablar con él urgentemente, y pensé que tal vez usted me podría ayudar diciéndome dónde puedo encontrarlo.
– No -respondió Ruchama.
Al empezar a despabilarse, volvió a apoderarse de ella la inquietud opresiva de los últimos días. Cuando Adina Lipkin decía que algo era «urgente», Ruchama sabía muy bien que la resolución de la urgencia podía y solía dejarse para varias semanas después.
– Bueno, gracias de todas formas. Siento haberla molestado. Es que pensaba que tal vez el profesor Shai sabría decirme dónde encontrarlo. En cualquier caso, si el profesor Shai tiene que venir hoy, y creo que así es, ¿hará el favor de decirle que antes de salir se ponga en contacto conmigo?
– Sí -replicó Ruchama, y colgó.
Adina no podía saber que desde lo del seminario, desde el miércoles por la noche, el mundo de Ruchama se había venido abajo. Ni siquiera Shaul Tirosh, que había roto con ella sin previo aviso el jueves, al día siguiente del seminario, podía saberlo. Le había comunicado la noticia sin apenas prestarle atención. Un extraño fuego llameaba en sus ojos mientras se examinaba las uñas cuidadas y después alzaba la mirada hacia ella, ladeando la cabeza, y en un tono despreocupado que no concordaba con el ardor de su mirada, le decía que ya se habría dado cuenta de que desde hacía algún tiempo su relación había perdido el encanto, convirtiéndose en algo rutinario, en esa rutina que él había tratado de esquivar toda su vida.
– Así son las cosas -concluyó-. Como dijo el poeta, al principio «el amor que me inspirabas no podía expresarse con palabras», pero al final «vinimos a la ciudad y caí en manos de Havasélet»; ya sabes a qué me refiero.
Ruchama no lo sabía, pero pensó en Ruth Dudai. Ni conocía al poeta citado por Tirosh ni imaginaba de qué podía tratar el poema en cuestión. Su expresión debió de traslucir su desconcierto porque, a modo de respuesta, Tirosh señaló el libro de David Avidán que tenía sobre la mesa, e indicándole el poema «Problemas personales», dijo que la poesía a veces resultaba muy útil en la vida y que debería tratar de aficionarse a ella.
Ruchama había imaginado muchas veces cómo llegarían a separarse, una perspectiva que le horrorizaba. Pero no había supuesto que le dolería tanto y, pese a todo lo que le habían contado, a pesar de que no le habían faltado indicios, no concebía que Tirosh pudiera ser tan cruel. «¿Qué he hecho mal?», quiso preguntar, pero se tragó sus palabras al ver cómo él volvía a enfrascarse en la inspección de sus uñas, indicándole que su presencia estaba de más.
Contó para sí los días transcurridos desde entonces: «Jueves, viernes, sábado, domingo…, y el domingo sólo acaba de empezar».
Apenas se había movido de la cama desde el jueves por la tarde. Tuvia comunicó a sus jefes que estaba enferma y la cuidaba con fría solicitud. Tras los gestos hogareños de siempre, ella intuía una energía nueva, algo que nunca había percibido en él hasta entonces. Algo que hablaba de cólera y desesperación.
Ninguno de los dos mencionó el nombre de Shaul. Tuvia salía de casa y sus ausencias eran prolongadas. Ella no sabía dónde estaba. El viernes acudió a una reunión de departamento a las ocho de la mañana y no regresó hasta la madrugada.
Desde el ritual de despedida de Shaul, los días de Ruchama habían transcurrido en un continuo dormir, tan sólo interrumpido para beber agua o ir al cuarto de baño. Cuando se despertaba un momento, el sentimiento de pérdida volvía a torturarla con una intensidad tal que le parecía que su cuerpo no iba a soportar la separación. El placer que había sentido desde que conoció a Shaul, el placer físico, se había convertido en una adicción y no sabía cómo superarla.