Cuando Tuvia la instaba distraídamente a comer algo, sacudía la cabeza. Le costaba hablar y Tuvia no intentó arrancarle confidencias.
Esta vez Ruchama habría querido que él franqueara el muro que los separaba y la ayudase. Precisamente esta vez, entre todas, Ruchama notaba que a él le agradaba que estuviera ensimismada y no demostrara interés por sus actividades. Tuvia había pasado el sábado encerrado en su despacho. Ahora, después de la llamada de Adina, Ruchama se dirigió a esa habitación que no pisaba desde el viernes y lo encontró tendido en el sofá con los ojos abiertos, clavados en el techo. A su lado, sobre la alfombra raída, estaban desparramados todos los libros de poesía de Tirosh.
Ruchama comenzó a sospechar que quizá Tuvia estuviera participando activamente en su duelo íntimo por haber sido expulsada de la vida de Tirosh.
Le dio vueltas a esa idea recién concebida; no podía creer que Shaul se lo hubiera contado a Tuvia; no se habría atrevido a contárselo. Era imposible que Tuvia lo supiera. Se quedó observándolo. Tuvia continuaba con los ojos fijos en el techo; después, los volvió lentamente hacia ella. Y aquellos ojos la aterrorizaron. Estaban inertes. Extraviados.
– Era Adina -le dijo quedamente. Fue la frase menos comprometida que se le ocurrió.
– ¿Qué Adina? -preguntó Tuvia, y entonces Ruchama reparó en que había desconectado el teléfono de su escritorio.
– Adina. Ha llamado por teléfono, preguntando por Shaul -explicó Ruchama vacilante.
– ¿Y por qué ha llamado aquí? -inquirió Tuvia.
– No lo sé. Lleva buscándolo desde ayer. ¿Habrá salido de viaje?
– No lo sé -repuso Tuvia, incorporándose en el sofá.
– ¿Qué te pasa? -quiso saber Ruchama, pero no obtuvo respuesta-. En fin, Adina ha dicho que la llames antes de ir a la universidad. Ha dicho que tenías que ir hoy. ¿Tienes clase?
– Es la clase más importante del curso -confirmó Tuvia, con una voz más cansina de lo normal-. Es la última semana. Sólo me quedan por dar un par de clases.
– Estupendo. Pues llama a Adina. Creo que hoy voy a ir a trabajar.
Tuvia no reaccionó. Continuó con la mirada fija y perdida.
Ruchama lo miró con alarma creciente. Debe de habérselo contado; no hay otra explicación.
Tuvia se desperezó y estiró las piernas. En el pequeño despacho había libros por todas partes; en las estanterías, sobre la mesa, en el suelo. Algunos estaban abiertos, de otros asomaban tiras de papel. Se veía que todos y cada uno de ellos habían sido consultados repetidas veces. «Libros acariciados… acariciados una y otra vez», le había dicho afectuosamente Tirosh en cierta ocasión.
Ruchama vio que había dormido sin quitarse la ropa y aspiró el olor acre que impregnaba la habitación. Con el semblante pálido y descompuesto, Tuvia dijo:
– Está bien, la llamaré. Si no, estará persiguiéndome todo el día. Pero no me siento con fuerzas para hablar con ella.
El teléfono que había junto al blanco sofá desfondado comenzó a sonar ensordecedoramente en cuanto lo conectó. Tuvia levantó el auricular y se lo colocó a distancia de la oreja. Su pelo ralo y descolorido estaba revuelto y dejaba entrever el cuero cabelludo. Una visión que repugnó a Ruchama.
Una voz masculina, que Ruchama reconoció, se desgañitaba desde el otro extremo de la línea. Sin apartarse de la puerta, captó casi toda la conversación.
– ¿Dónde está Tirosh? -chilló Aharonovitz, y, sin esperar a que le respondiera-: ¿Has hablado hoy con Adina?
Tuvia musitó que aún no había hablado con nadie.
– ¿Así que no sabes lo que ha pasado? -berreó Aharonovitz.
Tuvia preguntó con inquietud qué había pasado. Se apretó el auricular contra la oreja y las venillas de su cara se tiñeron de azul mientras escuchaba en silencio lo que le decía por el teléfono.
– De acuerdo. Dile que voy ahora mismo -dijo, y colgó de un golpetazo.
Dirigió vivamente la mirada hacia Ruchama, como si ésa fuera la primera vez que la veía. La miró con perplejidad, con un distanciamiento que ella nunca había visto en sus ojos, y dijo:
– Iddo Dudai ha muerto en un accidente de submarinismo.
Ruchama lo miró de hito en hito, desconcertada.
– Sí. Estaba haciendo un curso de submarinismo y le faltaban un par de inmersiones para terminarlo. Fue a Eilat anteayer, justo después de la reunión de departamento. Sucedió ayer… no sé los detalles. Si alguien pregunta por mí, di que estoy en la secretaría. Lleva buscando a Shaul desde anoche.
– ¿Quién? ¿Quién lo está buscando? -preguntó Ruchama, presa de un tenebroso temor.
– Al final, Ruth Dudai se lo notificó a Adina, y Adina lo estuvo llamando anoche desde su casa, pero no estaba.
Tuvia empezó a buscar frenético las llaves del coche y al fin las encontró bajo las páginas mecanografiadas del primer capítulo de la tesis doctoral de Iddo Dudai. Se estremeció, masculló algo acerca de las paradojas de la vida y se marchó.
Ruchama permaneció inmóvil unos instantes y luego se sentó en el sofá. Desde el jueves no se había quitado la larga camiseta que hacía las veces de camisón. Dirigió la mirada ausente hacia sus huesudas rodillas, que quedaban al descubierto. Lenta, abstraídamente, como si estuviera sedada, posó las manos sobre las rodillas y fijó la vista en sus dedos cortos y finos. «Una mano de niña», decía a veces Shaul, y plantaba un beso en la verruguita que se le había formado de tanto chuparse el pulgar. Se llevó el pulgar a la boca. Había perdido su reconfortante sabor dulzón. Después empezó a examinar lo que la rodeaba, como si estuviera en un lugar desconocido.
Los títulos de los poemarios de Shaul Tirosh, desperdigados junto a un extremo del sofá, fueron perfilándose poco a poco: El dulce veneno de la madreselva, Pertinaz ortiga, Poemas necesarios.
Resonaron en sus oídos sin que captara su significado. Los colores de las cubiertas de los libros, dos de ellos ilustrados por Yaakov Gafni, el pintor preferido de Tirosh, se le antojaban insufriblemente chillones.
Sin saber por qué, comenzó a apilarlos. Se arrodilló y divisó otro libro asomando por debajo de un almohadón. Ése no era de Tirosh. Poemas de la guerra gris, era el título; debajo figuraba el nombre de Anatoli Ferber y, en la parte inferior de la cubierta se leía: «editado y prologado por Shaul Tirosh».
«Se lo ha dicho», pensó de pronto. Shaul se lo había dicho todo. Había confesado. Y Tuvia estaba planteándose si debía romper sus relaciones con él. Y quizá también con ella. Ruchama se puso en pie. Tenía las rodillas llenas de polvo. Hacía meses que Tuvia no limpiaba el despacho. Las pelusas se acumulaban en los rincones y junto al escritorio. Distraídamente, comenzó a reunirías en una gran bola.
El teléfono la sobresaltó. No lo cogió; sonó persistentemente y luego se detuvo, para volver a sonar de nuevo, como si no fuera a callarse nunca. Al final levantó el auricular, todavía húmedo y pegajoso por el contacto con la mano siempre sudorosa de Tuvia.
– ¿Qué tal te encuentras, Ruchama? -preguntó Tzipporah con celo maternal.
– Mejor -dijo Ruchama, y estiró el borde de la camiseta, se arrodilló y empezó a formar otra bola de pelusas con la mano libre. Imaginó el teléfono negro, la recepción del hospital Shaarei Tzedek, Tzipporah frotando el mostrador de formica mientras hablaba.
– ¿Todavía tienes fiebre? -inquirió, y Ruchama vio su cuerpo grandote, los pies inflamados, los tobillos azulados por el esfuerzo de soportar todo aquel peso («Varices, las tengo desde que di a luz por primera vez, para eso valen los hijos», le dijo Tzipporah una vez, en la época en que su hijo le había presentado a su novia, anunciando su intención de casarse con ella. «Qué prisa tendrá, casarse ya, si sólo tiene veintitrés años. ¿De qué le va a servir? ¿De qué me sirvió a mí?»), y respondió que no, ya no tenía fiebre.