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– ¿Estás tomando algo? Aspirinas, hazme caso, aspirinas, té con limón y mucho caldo de pollo -sentenció Tzipporah, y aspiró por la nariz -Ruchama no respondió nada. Decidió que prefería no ir a trabajar todavía. Se quedaría en la cama-. Bueno, no quiero molestarte más. Vuelve a la cama, eso es lo principal, no levantarse antes de tiempo; no imaginas las complicaciones que puede acarrear. ¡Lo que hemos tenido que ver aquí estos últimos días! Sin ir más lejos, ayer ingresó una chiquita, casi una niña, que está en el ejército; no sé en qué estarán pensando los militares.

Y Ruchama comenzó a hojear el libro de poemas de Anatoli Ferber, «uno de los disidentes soviéticos más destacados desde la era de Stalin», afirmaba Shaul Tirosh en el prólogo. «Nacido en Israel, que a la sazón era Palestina, en 1930, emigró a Moscú con su madre a la edad de dieciséis años, y murió en 1955, en circunstancias aún por esclarecer, en un campo de trabajos forzados de la ciudad de Perm, en los Urales», leyó, y de pronto oyó la voz de Shaul Tirosh tonando por debajo de la de Tzipporah, como si estuviera leyéndole el prólogo en voz alta.

El terrible sobresalto la impulsó a decir, con un hilo de voz que milagrosamente se abrió paso entre el torrente de palabras de Tzipporah:

– Estoy cansada; hablaremos mañana en el trabajo. Hasta pronto, Tzipporah.

Colgó el auricular con suavidad, soltó la gran bola de pelusa que tenía en la mano y se tendió boca arriba, mirando al techo. Cerró los ojos al cabo, y cuando se despertó, eran las tres de la tarde.

No se oía ningún ruido, las ventanas estaban cerradas y el olor a polvo la sofocaba. Tuvia había desaparecido. No estaba en la cocina, ni en la ducha, ni en el dormitorio, ni en el pequeño salón, escuetamente amueblado con cuatro trastos traídos del kibbutz, de cuya elegancia se había sentido satisfecha hasta que conoció a Shaul Tirosh. Recordó de pronto que Iddo Dudai había muerto; Tuvia se lo había dicho antes de irse. El eco de la frase «Iddo Dudai ha muerto» retumbó en su cabeza sin llegar a fundir el bloque de hielo que encerraba sus pensamientos. Luego le vinieron a la memoria las palabras «en un accidente de submarinismo», y se ciñó la garganta con la mano al imaginar las aguas insondables y la sensación de que te falte el aire. Estaba en la cocina, empuñando el cuchillo del pan con la otra mano, pero no tenía fuerzas para cortar una rebanada de aquel pan rancio y reseco. Tuvia no había hecho la compra. Echó un vistazo al gran reloj de pared, regalo de los padres de Tuvia. Eran las cuatro menos diez; se le ocurrió que quizá, después de la confesión de Shaul, Tuvia no volvería nunca. Esa idea ya no le causaba ansiedad. De nuevo, se palpó la garganta. Algo, que no era la ausencia de Tuvia, le inquietaba. No sabía identificar ese algo; pero le costaba respirar y hubo de tomar asiento en la silla de vinilo. Sepultó la cara entre los brazos, apoyados en la mesa de la cocina, sobre la plancha de formica cubierta de polvo, y trató de rechazar la imagen de Shaul Tirosh, cuya sonrisa sardónica se fue torciendo más y más hasta que sus labios se separaron profiriendo un alarido y su rostro se transformó en el semblante sin vida de Iddo Dudai.

4

Uno tras otro, los profesores del Departamento de Literatura fueron desfilando por la secretaría a lo largo de la mañana, y Racheli deducía de su expresión si estaban enterados de la noticia. La expresión de Tuvia Shai le provocó un escalofrío. Tenía los acuosos ojos inyectados en sangre, como si hubiera pasado la noche de juerga, pero hasta Racheli, la ayudante de la secretaria del departamento, sabía que el profesor Shai no era dado a las juergas nocturnas. Racheli se sintió desconcertada por su manera de irrumpir en el despacho, por la atormentada mirada de desesperación que había en sus inquietos ojos y por la voz quebrada con que preguntó si se habían enterado de algo más.

Aquel hombre sosegado, tan discreto como para resultar aburrido, tenía ahora un aire de desamparo, como si estuviera desnudo. Daba la impresión de que había dormido con la ropa arrugada que llevaba puesta, una incipiente barba grisácea le cubría las mejillas y su cabello ralo clamaba por un peine. Adina Lipkin tomó nota de su apariencia, pero se abstuvo de hacer ningún comentario…, al fin y al cabo, habría dicho con toda probabilidad, había sucedido una desgracia.

No era el sentido del humor lo que la había salvado, le había dicho Racheli a Dovik, por cuya mediación había conseguido ese trabajo, cuando él se maravilló de que hubiera resistido en su puesto durante tanto tiempo.

– ¡Diez meses! Adina ha tenido cinco ayudantes en los últimos dos años. Nadie la soporta -comentó Dovik, que trabajaba en el Departamento de Personal de la universidad.

El sentido del humor no bastaba para soportar las obsesiones de Adina Lipkin durante cerca de un año. Personas mucho más irónicas que ella, argumentó Racheli vehementemente, se habían venido abajo en el despacho y habían dado rienda suelta a su cólera a grandes voces nada más salir de él.

– Sólo la curiosidad científica, y el hecho de que me hayan dejado asistir al seminario de psicopatología, donde voy a presentar un trabajo sobre la personalidad compulsiva, me han permitido aguantarla -explicó Racheli a su amigo.

Y, luego, esta estudiante de tercero de Psicología continuó justificándose:

– Además, lo cierto es que el trabajo me viene muy bien, porque puedo asistir a las clases. Por otro lado, Adina no aguanta que haya nadie más que yo en el despacho durante la hora de consultas. Lo que de verdad me pone nerviosa son esas miradas compasivas de las demás secretarias. Cuando me presento en cualquier despacho y digo de parte de quién voy, enseguida cunde el pánico y se apresuran a librarse de mí, y luego se quedan mirándome como si volviera a un campo de concentración.

De hecho, el comportamiento de Adina estaba siendo ejemplar aquel día, y Racheli tomó buena nota de ello en su intento de mantenerse al margen de la catástrofe. A las ocho de la mañana, la secretaria ya había colocado un aviso muy visible: POR CIRCUNSTANCIAS IMPREVISTAS, HOY NO HABRÁ HORA DE CONSULTAS. Luego cerró la puerta con llave. Racheli estaba sentada a su mesa, en una de las cinco esquinas del despacho, tras el montón de archivadores verdes allí apilados desde el viernes. Su labor matinal consistiría en continuar borrando los nombres de las clases y sus códigos informáticos, que Adina siempre anotaba a lápiz a principios de curso, y volver a escribirlos en tinta. Ni que decir tiene que, para Adina, los ordenadores eran artefactos inventados sin otro propósito que el de complicarle la existencia. («Cuando empieza el curso, los estudiantes todavía no tienen las ideas claras, y luego se cambian de clase, por eso lo escribo todo a lápiz, para no estropear la hoja. Pero más adelante, si cumplen los requisitos y presentan los formularios, lo corrijo con tinta, porque se borra, el lápiz, me refiero, y aunque no puedo negar que así se duplica el trabajo, es la única manera de que el archivo esté limpio, algo que no verás en otros lugares que podría mencionar.» Una mirada de inteligencia dirigida a la ventana, desde la que se veían los demás edificios universitarios, acompañó a la explicación de la tarea, y Racheli tomó asiento y se aplicó a los archivos.)

Las tapas verdes fueron lo primero que vio al entrar en el despacho por la mañana. Adina ya estaba allí, naturalmente; siempre llegaba a las siete. Tenía los ojos enrojecidos y había despejado su mesa, dejándola vacía. Se apresuró a comunicarle la noticia y añadió:

– Hoy no voy a ser capaz de hacer nada. No he pegado ojo en toda la noche. ¡Qué pérdida! ¡Un joven tan prometedor!

Racheli se conminó a no reprocharle a Adina esos lugares comunes. Tenía que aceptar las cosas como vinieran y mantener la boca cerrada.