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Tomó asiento y reconoció para sí que, pese a que Iddo Dudai le caía bien y su muerte le había impresionado, la noticia no le había afectado tanto como para incapacitarla para el trabajo. A fin de cuentas, sólo lo había tratado en la secretaría, sin hablar con él de más temas que los asuntos laborales. Adoptó un aire diligente; vano esfuerzo, ya que Adina ni siquiera dirigió la vista hacia ella.

La secretaria no tenía ni un minuto de descanso. Cada vez que se sentaba, enseguida volvía a levantarse de un salto. Su mesa estaba a la izquierda de la única ventana del despacho, frente a la puerta, y no pasaban dos minutos sin que alguien llamara. Tres estudiantes que decidieron arriesgarse y entraron a preguntar algo, fueron recibidos con el sermón habituaclass="underline"

– En primer lugar, no es la hora de consultas; hagan el favor de venir durante la hora de consultas, ¿para qué creen que sirve si no? -pero hubo un añadido especial-: Por otro lado, hoy no habrá hora de consultas, lo pone bien claro en la puerta.

La expresión del último estudiante despachado con las manos vacías quedó grabada en la memoria de Racheli como la viva imagen de quien se enfrenta a los caprichos burocráticos presentados como causas de fuerza mayor, y, sabiendo que le están engañando y debería protestar, se siente impotente ante unos argumentos ostensiblemente lógicos. La secretaria del departamento siempre conseguía que sus actos parecieran lógicos y siempre se dirigía a sus víctimas con cortesía.

Ante los profesores de menor categoría, los simples ayudantes, los argumentos adquirían un carácter más personaclass="underline" «Me veo obligada a rogarle que espere fuera hasta que termine de hablar por teléfono. No puedo hablar con usted de sus problemas mientras estoy al teléfono. No. No puede sentarse a esperar aquí; me pone nerviosa».

Adina impelía a los más eminentes catedráticos a asumir una expresión de humildad cristiana antes incluso de franquear el umbral. Cuando los veía aparecer, su voz se tornaba más chillona, el pánico asomaba a sus ojos y daba comienzo la representación del consabido rituaclass="underline" en primer lugar, despejaba la mesa con muchos aspavientos (siempre tenía un ordenado montón de papeles y legajos en una esquina, con la intención de ocuparse de ellos «en cuanto le dejaran dedicarse a su trabajo»). Después apoyaba las blandas manos sobre la mesa y alzaba los ojos, como queriendo decir: Aquí me tiene, a su disposición; mi más ferviente deseo es atender a sus necesidades. Mas esa actuación a nadie engañaba; el mensaje oculto se transparentaba con toda claridad: «Váyase de aquí…, está molestándome».

Entonces Racheli se acordaba de su tía Tzesha: los plásticos con que protegía los muebles del salón, los dos hijos obligados a pasar casi todo el día fuera de casa para que no estropearan ni ensuciaran nada. A veces, Racheli se sorprendía exhalando un suspiro de alivio cuando algún profesor eminente salía del despacho y la tensión se relajaba.

La semana anterior, Aharonovitz se había detenido en la entrada como un estudiante tímido y había preguntado titubeando si podía molestarla, y en ese momento Racheli decidió el tema de su trabajo de clase: «Los efectos de la personalidad compulsiva sobre la conducta de los compañeros de trabajo». Hoy, al tratar de predecir cómo reaccionaría la secretaria en aquellas circunstancias especiales, Racheli había dado por hecho que Adina se aferraría a su rutina diaria con mayor desesperación que de costumbre; pero se había equivocado.

La expresión de Adina reflejaba su renuncia a tratar de funcionar con normalidad. La noticia debía de haberla disgustado muchísimo, pensó Racheli. Al fin y al cabo, Iddo Dudai había gozado de una posición de privilegio en la secretaría. Despertaba los sentimientos maternales de Adina. Y, además, sólo él escuchaba con interés las anécdotas de Adina sobre sus nietos y conversaba con ella sobre hierbas medicinales, plantas de interior y recetas, sobre todo dietéticas. Adina disculpaba su dejadez en el vestir e incluso le permitía quedarse en el despacho mientras respondía a las llamadas telefónicas.

Daba la impresión, aquella mañana, de que la secretaria había decidido comportarse con eficacia, tranquilidad y, ante todo, discreción. Adoptaba una actitud severa a la par que paciente con los estudiantes que trataban de invadir el despacho pese al aviso exhibido prominentemente en la puerta, y los despedía sin siquiera haber aludido al accidente. El recipiente de yogur y pepino que siempre se permitía tomar a media mañana fue relegado al cajón de abajo con una mueca de repugnancia, y Racheli recordó un comentario dirigido por Tirosh a la concurrencia en general al ver un día el pepino de Adina pulcramente envuelto en su bolsa de plástico: «Hace veinte años que la conozco, y durante esos veinte años siempre ha estado a régimen». Después los pensamientos de Racheli divagaron hacia Tirosh, a quien Adina continuaba tratando de localizar febrilmente.

– Ayer estuve llamándolo hasta medianoche, desde casa, a pesar de que tenía invitados, y hoy he llegado a las siete y sigo sin dar con él.

Y Racheli se maravilló de nuevo de la calma de Adina, que ni siquiera la tempestuosa entrada de Tuvia Shai logró alterar. También a él le dio la misma explicación que repetía por enésima vez aquella mañana, hablando reposada y pausadamente:

– No estamos al tanto de los detalles. Estoy en contacto con Ruth y sus padres ya han sido informados. Siguen investigando el motivo de la muerte. Sospechan que fue un fallo del equipo de buceo. Pero lo están comprobando. No sé nada sobre los preparativos del entierro; nos lo comunicarán en cuanto sea posible.

La expresión de Adina era seria, incluso solemne, como si con ella pretendiera decir: Ya lo ven, cuando ocurre algo realmente horrible, soy capaz de ser formal y eficiente. Y entonces alguien volvió a plantear la obsesiva pregunta de dónde estaría Tirosh.

Todas las miradas convergieron en Tuvia, quien afirmó que no veía a Tirosh desde el viernes, desde que comieron juntos después de la reunión de departamento.

– Me parece haberle oído comentar que tenía la intención de ir a Tel Aviv, pero no estoy seguro.

Racheli, que persistía en sus juegos de observación, convencida de estar realizando una trascendente investigación científica, advirtió incluso entonces que Tuvia «no era él mismo», que estaba como ausente y, a la vez, desplegando una eficacia inusitada, mientras especulaba con una voz más sonora y firme que la suya habitual sobre dónde podrían localizar a Tirosh. Ya había varios profesores congregados en el despacho cuando Tuvia irrumpió en él, y Racheli notó que se puso muy nervioso cuando Aharonovitz, por lo general silencioso e incluso reticente, sugirió que Adina fuera al despacho de Tirosh para ver si había dejado allí alguna nota.

A Racheli se le antojaba que llevaban horas y horas en la secretaría del departamento, una habitación demasiado pequeña para tantas personas, situada en la sexta planta del ala púrpura de la Facultad de Letras del Monte Scopus, una de las absurdas construcciones que alojaban la Universidad Hebrea, sobre la que Tirosh había hecho un comentario que se citaba con frecuencia: «El hombre que trazó los planos de este edificio se merece un tiro; recluirlo en un psiquiátrico no serviría de nada, sólo el asesinato estaría a la altura de las circunstancias». Hasta aquel domingo, esa frase se citaba con una sonrisa, pero luego pasó a repetirse acompañada de una serie de comentarios retrospectivos sobre el destino y la ironía trágica, un concepto con el que Racheli había llegado a familiarizarse en la secretaría del Departamento de Literatura.

De tanto en tanto, alguien salía de la habitación y regresaba con una taza de café; las conversaciones en susurros se veían interrumpidas ocasionalmente por unos golpes indecisos sobre la puerta; luego asomaba la cabeza de algún estudiante, que, al ver reunidos a todos los profesores, desaparecía antes de que Adina pudiera repetir que la hora de consultas se había suspendido.