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Los profesores se habían ido reuniendo como por casualidad, después de acudir a entregar las preguntas de un examen o a recoger alguna documentación, pero todos permanecieron en el cuartito, unidos en la emoción y el dolor. Las tensiones habituales parecían haberse desvanecido. Racheli sabía que todos le tenían afecto a Iddo. De vez en cuando, alguien rompía el silencio. Sara Amir preguntó cómo se las iba a arreglar Ruth, «el niño ni siquiera había cumplido un año», y Dita Fuchs, que se había quitado el sombrero violeta y estaba sentada en la mesa de Adina, porque no había suficientes sillas, inquirió de nuevo: «Pero ¿qué necesidad tenía de hacer submarinismo?». Cualquier otro día, Adina la habría reprendido por sentarse sobre su mesa, pero hoy pasaba heroicamente por alto ese detalle. Racheli observó a Dita Fuchs con interés, inhaló el aroma de su perfume y recordó los rumores según los cuales había sido la aventura más duradera de Tirosh. Años atrás, había oído comentar Racheli, eran inseparables, y aun después de romper continuaron siendo íntimos. Los estragos del sufrimiento y los encantos de la feminidad habían dejado sus huellas en las facciones de Dita Fuchs, una combinación que le dotaba, en especial aquella mañana, de una expresión de patetismo poco acorde con la amabilidad condescendiente de su trato.

Fue allí, en la secretaría del departamento, donde Dita Fuchs se enteró de la mala nueva. Racheli había sido testigo de sus incontenibles sollozos, de cómo se llevaba la delgada mano al cuello y repetía:

– Sabía que acabaría en una catástrofe, esa manía suya de bucear. ¡Un chico con tanto talento! ¿Qué necesidad tenía de hacer submarinismo?

Adina le había preparado una taza de té muy cargada e incluso le había acariciado el brazo. Por lo general, sus relaciones eran de una animosidad sin reservas, expresada en la cordialidad fingida de ambas y en las sofisticadísimas trabas burocráticas que Adina acumulaba sobre los alumnos de la profesora Fuchs (como ponía buen cuidado en llamarla). Cuando llegó Tuvia, Dita Fuchs ya se había sosegado y, encaramada en una esquina de la mesa de Adina, se alisaba incesantemente las invisibles arrugas de su falda de tubo.

– ¿Dónde está Shaul? -preguntó con desamparo.

Y Racheli pensó que necesitaban una figura paterna para que «se ocupase de las cosas» y tomara las «medidas» necesarias. Aunque Racheli no podía precisar qué medidas eran esas que hacía falta adoptar, el malestar general la contagió, empañando la lucidez de la que solía preciarse. Era terrible ver a personas adultas, maduras, abrumadas por una angustia tal, sin saber qué hacer ni qué decir.

Sara Amir fue la primera en mencionar el nombre de Ariyeh Klein. Con su célebre franqueza, exclamó en un momento de silencio:

– ¡Qué lástima que no esté aquí Ariyeh! Él sabría qué hacer. Gracias a Dios, volverá pasado mañana.

Dita Fuchs suspiró y Adina lanzó la exclamación que era su respuesta automática ante la mención de aquel nombre:

– ¡Es todo un caballero! -repitió tres veces.

Racheli no conocía al profesor Klein, que había pasado de año sabático en la Universidad de Columbia de Nueva York todo aquel curso académico que ya tocaba a su fin. Apenas había transcurrido un día en los diez meses que llevaba trabajando en el departamento, de septiembre a junio, sin que Adina hablara de él. Los días en que se recibía carta suya, y sobre todo cuando la carta se refería explícita y personalmente a Adina, Racheli podía salir a tomarse un café sin miedo a que la reprendieran. Adina sonreía para sí mientras leía y releía la carta, y a veces declamaba párrafos enteros en voz alta.

Las alegres sonrisas que iluminaban todos los rostros cuando se pronunciaba su nombre habían llevado a Racheli a admirar al profesor Klein por adelantado.

– ¿Regresa pasado mañana? -quiso confirmar Aharonovitz, y añadió-: En tal caso, quizá pueda asistir al entierro.

Un silencio opresivo descendió de nuevo sobre la habitación, mientras Tuvia Shai se atusaba el pelo con los dedos…, un gesto lleno de elegancia en Tirosh y grotesco en Tuvia, cuya mano rosada alborotaba su ralo cabello pardusco y lo dejaba todo revuelto.

Los pasos de Shulamith Zellermaier, plomizos pese a las sandalias de suela gruesa que calzaba, se oyeron antes de que entrara en el despacho. Racheli contuvo el aliento en espera de que apareciera la mujer a quien en privado llamaba el Dinosaurio. Creía haber leído en algún lado que los dinosaurios no eran agresivos, pese a lo cual la asustaban con sólo verlos dibujados. Zellermaier, con sus ojos saltones, su lengua afilada, sus indómitos estallidos y su perfeccionismo, la aterrorizaba. Incluso cuando se demoraba en el despacho para relatar una «anécdota», como ella decía, Racheli aguardaba en tensión el desenlace para verse liberada de su presencia. Al verla entrar ahora, cerrando la puerta tras de sí, y quedarse contemplando en silencio a sus compañeros, Racheli suspiró con alivio. Shulamith Zellermaier sabía lo que había ocurrido y estaba aplacada. Con la cabeza inclinada, y sin su media sonrisa sarcástica, se limitó a decir:

– Es terrible, terrible.

Racheli se apresuró a levantarse para ceder el asiento a la corpulenta recién llegada, que se acomodó en la silla suspirando.

Se abrió de nuevo la puerta y entraron dos ayudantes, Tsippi Lev-Ari, vestida con una túnica blanca traslúcida, y detrás de ella Yael Eisenstein, cuya visión llenó a Racheli de entusiasmo, como siempre.

– No es una belleza normal -les decía a sus amigos antes de señalarles al «fenómeno», como ella la llamaba-. Bueno, ¿qué os parece? -se precipitaba a preguntarles en cuanto la habían visto.

La respuesta de los varones nunca dejaba de enfurecerla. Todas las mujeres reaccionaban con la debida admiración, pero los hombres se asustaban. «¿Quién se atrevería a tocarla? Se rompería. ¿Por qué no come?», había comentado Dovik. El mismo Tirosh la trataba con una delicadeza inusitada: en su presencia, su voz se tornaba dulce y protectora, y nunca flirteaba con ella.

Yael era esbelta como un junco, tenía la tez blanca y pura, unos ojos azules que albergaban toda la tristeza del mundo y sus amplios bucles rubios, «completamente naturales», tal como subrayaba Racheli ante cualquiera a quien pudiera interesarle, le caían hasta los hombros. Hoy, como siempre, su grácil cuerpo estaba envuelto en un fino vestido de punto, negro y vaporoso, y sus delgados dedos manchados de nicotina sujetaban un cigarrillo, cuyo aroma penetrante impregnó la habitación. «Sólo fuma Nelson, a todas horas, y no para de tomar café solo. Nunca la he visto comer, y sólo se desplaza en taxi; le dan miedo las multitudes. Su familia tiene mucho dinero.» Eso le había contado Tsippi, que se esforzaba en alcanzar «la inefable espiritualidad que posee esa chica. Es un espíritu puro, incorpóreo. Una vez fui a su casa para tratar de convencerla de que saliera con nosotros, y fisgoneé en su nevera. Había dos yogures y un trozo de queso de cabra, nada más. Y no creo que nunca haya vestido de otra forma. La conozco desde el principio, desde su primer año de estudios, y siempre ha ido vestida así, y nadie osaba dirigirle la palabra. Un día me lancé a hablar con ella, así, sin más, y resulta que es una persona estupenda. No es esnob en absoluto, pero sí tímida, insegura. Desde que la conozco, desde que la vi por primera vez, hace años, y ese momento no lo olvidaré jamás, nunca se ha puesto otra cosa que esos trajes negros suyos. Hasta cuando se llevaba la ropa corta y ancha, ella vestía faldas de punto negras y estrechas, y sus blusas de siempre, y sandalias finas incluso en invierno, siempre fumando Nelson; nunca la veías en el césped, no salía de la biblioteca más que para fumar, y pasaba los descansos en un rincón de la cafetería, sin tomar otra cosa que café. ¿Qué te puedo contar? ¡Es algo especial!».

La manera de entrar en el despacho de Tsippi demostró que no estaba al tanto de la noticia. Agitando los papeles que llevaba en la mano, anunció: