– ¡Se acabó! ¡Para mí el curso ha terminado! ¡Prometo no volver a dar clase de bibliografía en la vida! -luego, al advertir el silencio reinante y la gravedad de los rostros, preguntó-: ¿A qué se debe esta reunión? Yo sólo venía a entregar las preguntas del examen. ¿Qué pasa? ¿Ha sucedido algo? -y se adentró en el despacho seguida por Yael.
Ambas estaban escribiendo sus tesis doctorales. La de Tsippi versaba sobre el papel de la mujer en el folclore, y Tsippi era «de Aharonovitz», como se decía en el departamento. A Yael, cuya tesis trataba sobre la macama hebrea, género poético medieval de tono humorístico, la consideraban propiedad exclusiva de Ariyeh Klein.
De los diez doctorandos del departamento, sólo cuatro habían sido nombrados ayudantes. Y aunque sus especialidades eran distintas, se les había advertido que, debido a los recortes presupuestarios, sólo uno de ellos podría seguir el apacible curso de una carrera académica basada en la titularidad. Los profesores veteranos los veían como sus herederos espirituales y, más precisamente, como la personificación de su propio éxito como estudiosos. Y pese a que todos sabían que sólo uno de ellos llegaría a ocupar una plaza en el departamento al concluir la tesis, mantenían unas relaciones íntimas y afectuosas y nunca se criticaban. Racheli había pensado a menudo que ese fenómeno quizá mereciera ser objeto de un estudio científico.
Sara Amir alisó su vestido de flores. Sus inteligentes ojos castaños miraron a Tsippi y luego, con un atisbo de ansiedad que no le pasó inadvertido a Racheli, se posaron sobre Yael, y al fin dijo, sin apartar la mirada de Yaeclass="underline"
– Iddo nos ha dejado.
– ¿Qué quieres decir con que nos ha dejado? -preguntó Tsippi, y las manos empezaron a temblarle.
Pero todas las miradas se dirigían a Yael, cuya pálida tez se tornó traslúcida mientras parpadeaba. Racheli recordó un comentario de Dita Fuchs: «No es demasiado fuerte psicológicamente». Echó un vistazo en torno suyo y le dio la impresión de que todos contenían el aliento cuando Sara Amir dijo sin mayores preámbulos:
– Ha muerto en un accidente de submarinismo.
Adina despegó los labios y Racheli se preparó para oír de nuevo las consabidas frases sobre que aún no se conocían los detalles, etcétera, pero Adina se contuvo al recibir una mirada fulminante de Aharonovitz; quien, a continuación, tomó a Yael del brazo con inusitada delicadeza y la llevó hacia la ventana abierta, por la que no entraba ni un soplo de aire. La hizo reclinarse sobre su hombro y le dio unas suaves palmadas en el brazo, mientras Adina se precipitaba hacia el pasillo en busca de un vaso de agua. Nadie prestó la menor atención a Tsippi, que dejó caer al suelo los papeles que llevaba y prorrumpió en violentos y sonoros sollozos. Junto a la ventana, Yael permanecía inmóvil y en silencio, con el cuerpo petrificado. Adina le ofreció en vano el vaso de agua y terminó por volverse hacia Tsippi para lanzarle su discurso sobre los detalles conocidos y los preparativos del entierro. Concluyó inquiriendo si Tsippi había visto al director del departamento. La ayudante hizo un gesto negativo y murmuró entre sollozos:
– Yo también lo estoy buscando. Ahora mismo vengo de su despacho; no hay nadie, la puerta está cerrada con llave, y estaba citada con él.
Con un movimiento limpio, Yael se liberó del abrazo de Aharonovitz y su voz argentina, esa que había llevado a Tirosh a comentar en presencia de Racheli que era una lástima que Yael no hubiera estudiado canto, y que si cerraba los ojos mientras hablaba, era como si oyera el aria final de Las bodas de Fígaro, dijo:
– Pero apestaba, junto a su despacho.
Racheli comenzó a sospechar que en realidad Yael estaba loca y ésa era la demostración.
Se hizo el silencio, Tuvia Shai miró a Yael espantado y luego inquirió:
– ¿Qué demonios quieres decir?
Racheli se descubrió deslizando la mirada de un rostro a otro. Súbitamente, todos le parecían buitres gigantescos dispuestos a abatirse sobre una presa extraña; con su vestido negro, Yael tenía el aspecto de un polluelo mientras explicaba:
– No sé; olía como a gato muerto.
Como siempre, Sara Amir fue la primera en recobrarse; se puso de pie, llevó su silla hacia la ventana y, encajonándola entre la pared y la mesa de Adina, hizo sentarse a Yael. Luego se volvió hacia la mesa y abrió el cajón muy decidida. Sin que Adina tuviera oportunidad de protestar, cogió el manojo de llaves del lugar donde todos sabían que estaban, aunque nadie osara tocarlas. Se apresuró a seleccionar una llave y, volviéndose hacia Adina, le preguntó con voz clara y enérgica:
– ¿Es la llave maestra, verdad?
Adina hizo un gesto afirmativo y, dirigiéndose a Avraham Kalitzki, cuya grotesca y pequeña figura bloqueaba el vano de la puerta y cuya expresión de despiste, típica de un estudioso del Talmud alejado de este mundo, reflejó mayor desconcierto del acostumbrado al ver el despacho lleno de gente, le dijo que entrara deprisa y cerrase la puerta, porque había corriente y se iban a resfriar. Aunque la calima pesaba sobre la ciudad desde hacía una semana y el ambiente de la habitación era irrespirable, nadie sonrió.
Una vez que Kalitzki hubo entrado, Adina dijo al fin:
– No sé qué pensar, llevo llamando desde ayer a todo el que se me ha ocurrido, hasta conseguir hablar con todo el mundo… Ya es la una y todavía sigo sin noticias suyas. Pero no me atrevo a entrar en su despacho sin permiso; no le gusta nada, ya lo saben, y luego seré yo quien cargue con la responsabilidad. He llamado a todos sus colegas y editores, nadie lo ha visto, y ya no sé qué hacer.
– Muy bien -intervino Sara Amir- Queda usted liberada de la responsabilidad. Quiero saber dónde podemos encontrar a Shaul y quién está haciendo compañía a Ruth Dudai. Tenemos que publicar una esquela en la prensa, tenemos que ocuparnos de Ruth, y es posible que Shaul haya dejado una nota en su despacho. Hay que empezar a hacer algo; no podemos quedarnos aquí matando el tiempo. Tuvia, ¿vienes conmigo? -preguntó con impaciencia.
Tuvia Shai dio un respingo como si acabaran de despertarlo y la miró asustado.
– No me mires así…, conoces su despacho mejor que yo; y también es conveniente que nos acompañe Adina; bajo mi responsabilidad, Adina. Esto es una emergencia. ¿Lo comprende, Adina? ¡Una emergencia!
Tuvia Shai dirigió una mirada en torno con aire aturdido. Recordando cuánto afecto le tenía a Iddo, Racheli sintió por él una repentina compasión. Tal vez, pensó, Iddo era un sustituto del hijo que nunca había tenido; Tuvia parecía un hombre que acababa de perder a su hijo y aún no había asimilado la noticia. Su arranque de energía se había agotado, advirtió Racheli, y sólo de verlo, desvalido y paralizado, sentía ganas de llorar; al fin, Tuvia Shai se alejó del rincón donde se había recostado contra la pared y siguió dócilmente a Sara Amir y a Adina Lipkin, y tan aturdida iba ésta que incluso se olvidó de cerrar la puerta al salir.
Shulamith Zellermaier irguió la cabeza y exhaló un suspiro; en sus ojos saltones llameó un instante esa malevolencia en estado puro que Racheli temía desde que la vio poner el pie en el despacho.
– Probablemente estará encerrado en alguna casa, dedicado a sus asuntos de faldas -dijo con su voz bronca.
Dita Fuchs le dirigió una mirada amenazadora, insólita en ella. La profesora Zellermaier enmudeció, el resplandor malévolo se apagó y en la habitación sólo se oyó el sonido de su estentórea respiración mientras sacaba un paquete de Royal con filtro del bolsillo de su amplia falda y encendía un cigarrillo. A Racheli le pareció repugnante su aroma dulzón.
Volvió Racheli a mirar a los reunidos, deteniendo los ojos sobre el profesor Kalitzki, que seguía junto a la puerta, totalmente despistado. Reparó en lo minúsculos que se veían sus pies calzados con sandalias reforzadas. Observando cómo revolvía los dedos bajo los espesos calcetines, Racheli recordó lo que había oído contar de éclass="underline" sobre su ostentosa pedantería a la hora de señalar algún dato bibliográfico, sobre el estudiante que en cierta ocasión se había quejado a gritos en la secretaría de que los dos puntos que le había rebajado Kalitzki de su nota, por un error en un detalle bibliográfico, le impedirían concluir el máster. Impotente ante la obstinación de Kalitzki, el estudiante había alzado la voz para exigir que le dijeran cómo podía mejorar la nota. Y como si no hubiera oído la pregunta, Kalitzki desvió la vista, volviéndose a enfrascar en el examen del impreso que tenía en la mano, con aquella mirada difusa que, a través de las gruesas lentes de sus gafas de concha, dirigía ahora a Racheli, quien, por primera vez desde que comenzara a trabajar en el departamento, sintió simpatía por él. Lo vio de pronto muy humano en su desvalimiento, su dolor y su consternación, y después por la pregunta infantil que planteó: