– ¿Dónde está el profesor Tirosh?
Racheli negó con la cabeza para indicar que no lo sabía y después se volvió para mirar a Tsippi, quien, sentada con las piernas cruzadas en un rincón, sollozaba escandalosamente, sonándose de tanto en tanto, y luego miró a Yael, inmóvil en una silla junto a la ventana. Detrás de ella estaba Aharonovitz, a quien Kalitzki repitió la pregunta, y la respuesta fue interrumpida por un alarido.
Aunque nadie la hubiera oído gritar hasta entonces, todos supieron que había sido la secretaria del departamento quien había proferido aquel chillido. Y, en efecto, Adina Lipkin continuaba chillando junto a la puerta abierta del despacho de Tirosh. Estaba éste situado cerca de la secretaría, a la vuelta de la esquina del pasillo, en el lado opuesto, desde donde se dominaba el panorama de la Ciudad Vieja. Racheli corrió hacia allí, pero Aharonovitz la adelantó, la apartó de un empujón y rodeó a Adina con los brazos, mientras ella decía: «Estoy mareada… Dios mío, qué mareada estoy», y vomitaba sobre Dita Fuchs, que estaba entre ella y Racheli. Ni siquiera se disculpó antes de que Aharonovitz se la llevara en volandas a la secretaría. Racheli se quedó clavada al suelo un instante, sin comprender qué había sucedido, y después entró en el despacho de Tirosh. Tuvo tiempo de ver la escena antes de que Sara Amir la agarrase bruscamente del brazo y la sacara a la fuerza al pasillo. Mientras Sara Amir se la llevaba de allí, Racheli vio a Kalitzki asomándose al despacho con expresión de curiosidad y miedo. Vio que le verdeaba el semblante y, después, que Tuvia Shai salía precipitadamente y pasaba de largo. A lo largo del sinuoso pasillo comenzaron a abrirse puertas, de las que salían personas con expresión de alarma formulando preguntas a las que Sara Amir no prestaba atención.
A través de la niebla que la envolvía, y en la que sólo la mano de Sara Amir, apretándole el brazo hasta causarle dolor, tenía la consistencia de lo real, Racheli percibió una marea de movimiento, un clamor ensordecedor, y después se encontró de nuevo en la secretaría, donde Tuvia Shai gritaba por el teléfono: «¡Llamen a una ambulancia, a la policía, deprisa!», y sólo en ese momento comenzó a molestarle la pestilencia.
El interior de la habitación permaneció borroso durante unos minutos, luego la niebla empezó a disiparse y Racheli vio a Aharonovitz, los labios fruncidos y una mirada de horror en los ojos, dándole un vaso de agua a Adina, que estaba repantigada en su silla con las piernas estiradas hacia delante. Tenía los ojos cerrados y por el grueso cuello le corrían gotas de agua que resbalaban hasta su generoso seno, embutido en una blusa de fino tejido manchado de vómito.
Una mueca contrajo el semblante de Shulamith Zellermaier cuando oyó lo que le explicaba Dita Fuchs; se levantó y resolló como si le faltara el aire, con los ojos más desorbitados que nunca.
Era imposible permanecer en aquel angosto despacho, pero también era imposible quedarse en el lóbrego pasillo, cuyas curvas se habían tornado terriblemente amenazadoras, y el único deseo de Racheli era alejarse de allí. Pero no tenía fuerzas para levantarse y esperar al ascensor, o para descender seis tramos de estrechos peldaños hasta el aparcamiento. Junto a la puerta seguía plantado Kalitzki, y aquel tufo, del que Racheli no lograría desprenderse durante muchos meses, comenzaba a hacerse palpable, a adherírsele al cuerpo. Dita Fuchs, recostada contra la pared y con la tez grisácea, no paraba de decir: «Pero ¿qué está pasando? ¿Qué es todo esto? No puedo creerlo», y luego, dominada por la histeria, comenzó a gritar que necesitaba salir de allí. Sara Amir la sujetó farfullando ininteligibles murmullos, y su voz demostraba a las claras que también ella estaba asustada, y sólo Yael continuaba sentada, sin pronunciar palabra, como una Madona que Racheli había visto en un libro sobre la Edad Media. Dita Fuchs se dirigió a la ventana y respiró hondo, y Tuvia Shai continuaba dando voces por el teléfono, profiriendo chorros de palabras que a Racheli le sonaban como una lengua extranjera; recordó entonces, con vivido realismo, la imagen que había visto en el amplio y elegante despacho del profesor Tirosh, y se desplomó sobre el suelo, junto a Tsippi Lev-Ari.
Una multitud se había congregado junto a la puerta, exigiendo saber qué pasaba, pero nadie respondía, y, en medio del clamor, un hombre alto y fornido, que a Racheli le pareció un gigante desde donde estaba tendida, se abrió paso hasta el despacho y bramó con voz joviaclass="underline"
– ¡Adinaleh! ¿Qué hace aquí todo el mundo? Me voy fuera diez meses, y ¡hay que ver el desastre que me encuentro!
Y cuando Adina levantó la cabeza, abrió los ojos, miró al recién llegado y se echó a llorar, Racheli supo que Ariyeh Klein estaba de vuelta.
Tuvia Shai miró estupefacto al hombretón e interrumpió su llamada telefónica. Todavía tenía el auricular en la mano cuando dijo:
– Pero ¿qué estás haciendo aquí? Me dijiste por carta que llegarías pasado mañana.
– Bueno, bueno, si te parece mal que haya adelantado mi regreso, ahora mismo me marcho otra vez -después, al comprender que algo iba mal, preguntó asustado, con una voz de la que se había desvanecido la jovialidad-: ¿Qué ha pasado?
Se miraron unos a otros en silencio. Las personas arracimadas en la puerta aguardaban expectantes. Con su voz nasal y aflautada, más jadeante que de costumbre, Kalitzki anunció:
– Iddo Dudai falleció ayer en un accidente de submarinismo, y acabamos de encontrar a Shaul Tirosh muerto en su despacho.
Aunque estaba al lado de Ariyeh Klein, y su cabeza puntiaguda casi rozaba el pecho del coloso, Kalitzki había hablado a voces. Se oyeron exclamaciones de asombro y horror en el pasillo, y Ariyeh Klein lanzó una mirada incrédula en torno suyo. Luego se precipitó hacia la mesa de Adina, la levantó y, agarrándola por los hombros, la sacudió mientras le preguntaba con voz ahogada:
– ¿Es verdad lo que dice? Dime, ¿es verdad?
Y Adina lo miró y bajó los párpados.
– Quiero verlo -dijo Ariyeh Klein, y miró directamente a Aharonovitz.
– Créeme -le dijo éste quedamente, meneando la cabeza-, es mejor que no lo veas. Tiene un aspecto… -y se le quebró la voz.
Klein abrió la boca, sus gruesos labios temblando, como si fuera a hacer alguna objeción, pero en ese momento aparecieron en el umbral los guardas de seguridad de la universidad, seguidos por dos policías uniformados y por dos hombres vestidos con batas verdes, y el guarda de seguridad a cargo de la Facultad de Letras, a quien Racheli conocía bien, preguntó:
– ¿Dónde está, Adina? ¿En el despacho del profesor?
Tuvia Shai respondió en su lugar y salió detrás de los recién llegados. Apartando suavemente a Ariyeh Klein, se abrió paso entre la muchedumbre congregada a la puerta mientras los guardas de seguridad ordenaban:
– Despejen el pasillo. Vuelvan todos a sus despachos y dejen el paso libre.
En los pasillos adyacentes empezaron a abrirse y cerrarse puertas, y Ariyeh Klein volvió a mirar a Aharonovitz con aire indeciso y dijo: