A la izquierda de Tsippi, Ruchama vio a Sara Amir, profesora agregada y uno de los pilares del departamento, que ni siquiera en esa ocasión especial había logrado disimular su aspecto matronil. Su mejor vestido, seda floreada que embutía sus rotundos muslos y un cuellecito marrón que le ceñía la arrugada garganta, no disipaba esa especie de olor a sopa de pollo que la seguía allá donde fuera y que era el motivo de que los que no la conocían se sorprendieran de la inteligencia que demostraba al hablar de cualquier tema.
– He leído este poema de Bialik con objeto de plantear, entre otras cosas, la pregunta de si es posible enjuiciar los valores estéticos de una obra de esta categoría. ¿No podríamos equivocarnos al dar por sentado que el poema expone el proceso de creación de una forma original? La imagen del poeta explotando una cantera en su corazón, que todos entendemos como una metáfora, ¿es realmente… original? -Tirosh bebió un trago de agua antes de pronunciar con énfasis la palabra «original», que levantó un murmullo audible en la sala.
Desde sus butacas tapizadas, los asistentes se miraron unos a otros. Davidov, advirtió Ruchama, indicó al cámara que enfocara al público. Oyó el rasguear de una pluma detrás de ella: Aharonovitz escribía frenéticamente. Ruchama se volvió y vio el ceño fruncido y las finas cejas arqueadas de Sara Amir. La estudiante que tenía al lado tomaba notas con redoblada diligencia. Ruchama no entendía el porqué de tanta agitación, pero eso no era nada nuevo. Nunca había alcanzado a comprender las pasiones despertadas en los profesores y sus satélites por preguntas de ese estilo.
La profesora Shulamith Zellermaier, sentada en la primera fila del semicírculo que Ruchama tenía enfrente, había comenzado a sonreír en cuanto oyó las primeras palabras: una media sonrisa, con la barbilla apoyada en su mano regordeta y el codo plantado, como siempre, sobre las piernas cruzadas. Sus descuidados mechones grises le daban una apariencia más amenazadora y masculina de lo habitual, pese a que llevaba un traje de chaqueta muy femenino. Giró la cabeza a la derecha y los cristales de sus gafas refulgieron bajo las luces fluorescentes.
– Quería poner en tela de juicio un poema cuya categoría canónica nunca se cuestiona -fueron las siguientes palabras de Tirosh; y, una vez más, surgieron sonrisas entre el público-, porque, entre otras cosas, ha llegado el momento -se sacó la mano del bolsillo y miró de frente a Davidov- de que en los seminarios de la universidad se planteen temas controvertidos, temas que nunca nos atrevemos a mencionar por falta de valor, y por eso nos deslizamos hacia discusiones teóricas y supuestamente objetivas, que a veces son insustanciales y a menudo resultan tan aburridas como para espantar a nuestros mejores alumnos, que salen al pasillo bostezando.
La muchacha que estaba junto a Ruchama continuaba transcribiendo la conferencia palabra por palabra.
Ruchama cesó de prestar atención a lo que se decía y se concentró en aquella voz que la hechizaba con su dulzura, su melodiosidad, su suavidad. «Las cámaras y las grabadoras nunca lograrán captar ciertas cosas», pensó.
Desde que conociera a Tirosh, diez años atrás, siempre había sucumbido al hechizo de la voz de aquel hombre, el pensador y crítico literario, el académico de fama internacional, y «uno de los mejores poetas actuales de Israel», como desde hacía años venía aclamándolo la crítica con extraña unanimidad.
Una vez más, la asaltó el impulso de ponerse en pie y proclamar que aquel hombre le pertenecía, que hacía tan sólo un rato habían estado juntos en su dormitorio abovedado y en penumbra, en su cama, que ella era la mujer con quien había comido y bebido antes de comparecer en público.
Miró a su alrededor, a las caras de la concurrencia. Los deslumbrantes focos de la televisión inundaban de luz la sala.
– Arremeteré contra Bialik… así me prestarán atención -le había oído comentar como para sí mientras preparaba las frases introductorias-. Seguro que nadie espera que un seminario de este tipo se inicie hablando precisamente de Bialik, y el factor sorpresa es fundamental. Todos imaginan que voy a leer algo moderno, contemporáneo, pero pienso demostrarles que hasta Bialik encierra sorpresas.
Una ovación calurosa y prolongada acogió el fin de la conferencia. Podría escucharla más adelante en alguna grabación, o en la radio, se consoló Ruchama al darse cuenta de que la conferencia había concluido mientras ella estaba absorta rememorando la tarde que habían pasado juntos, y la tarde anterior, y la noche de la semana pasada, y el viaje a Italia que habían hecho juntos, y pensando en que el mes siguiente se cumplirían tres años desde el inicio de su relación, desde que él la besó por primera vez en el ascensor del edificio Meirsdorf, y después, en su despacho, le dijo que, pese a que conocía a muchísimas mujeres, siempre la había deseado a ella, precisamente a ella, aunque sin confiar en ser correspondido. La célebre reserva de Ruchama había frenado todo intento de abrir esa puerta. Y, además, pensaba que su devoción por Tuvia la volvería inaccesible.
Ruchama posó de nuevo la vista, lánguidamente, en la mano de Tirosh que sostenía el libro abierto, en sus dedos largos y oscuros. La espesa calima que envolvía Jerusalén esa tarde, seca y extenuante como en ningún otro lugar, no le había impedido vestir su habitual traje oscuro. Y, cómo no, el inevitable clavel en el ojal, que junto con el traje y el copete plateado le daban ese aire cosmopolita, europeo, que había conquistado a tantas mujeres, convirtiéndolo en una leyenda.
«¿Quién le lavará las camisas a Tirosh? ¿Cómo se las arregla para tener ese aspecto un hombre que vive solo?» Ruchama había oído casualmente ese comentario en boca de una estudiante que hacía cola ante el despacho de Tirosh, después de que él pasara de largo. No pudo oír la respuesta porque se apresuró a entrar detrás de él para recoger la llave de la casa, de su casa, donde lo esperaría después de las clases.
Nunca había osado ningún estudiante hacerle preguntas personales. Ni la propia Ruchama conocía casi ninguna respuesta a esas preguntas, aunque, como Tuvia y el resto de los escogidos a quienes se les permitía cruzar el umbral de su casa, sabía que conservaba los claveles rojos en el pequeño refrigerador, con los tallos cortados y un alfiler clavado, listos para lucirlos.
La atención que Tirosh prestaba a los pequeños detalles le encantaba. Siempre que iba a su casa, se precipitaba hacia el refrigerador para abrir la puerta y comprobar si los encarnados claveles seguían en el jarroncito de cristal. Nunca había ninguna otra flor; ni ningún otro jarrón. Cuando le preguntó si le gustaban las flores, la respuesta fue negativa. «Sólo las artificiales», le había dicho sonriendo, «y las que están llenas de vida, como tú», y evitó que le hiciera más preguntas con un beso. En las raras ocasiones en que se había atrevido a interesarse abiertamente por las vistosas peculiaridades de su atuendo, los claveles, la corbata, los gemelos, la camisa blanca, nunca había recibido una respuesta seria. Sólo bromas o, como mucho, una réplica inquisitiva sobre si no le gustaba su aspecto; aunque en cierta ocasión fue más explícito y le dijo que había comenzado a ponerse los claveles por pura diversión y luego se había sentido obligado a continuar haciéndolo para no defraudar a su público.
El acento de Tirosh no delataba su ascendencia extranjera. «Nacido en Praga», decía en la contracubierta de sus libros; había emigrado a Israel treinta y cinco años atrás. A Ruchama le contaba cosas de Praga, «la más hermosa de las capitales europeas». Después de la guerra se había trasladado a Viena con sus padres. La guerra nunca la mencionaba. No le había explicado a nadie cómo sobrevivieron, él y su familia, a la ocupación nazi, ni siquiera la edad que tenía cuando se marcharon de Praga. Sólo estaba dispuesto a hablar de la época previa y de la posterior. Con respecto a sus padres, había dicho en