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Michael no respondió, pero pensó en Emanuel Shorer, su predecesor en la dirección del Departamento de Investigación y el hombre que le había «hecho el rodaje» y a quien debía todo lo que sabía, y deseó con toda su alma que Shorer volviera a dirigirlo, que asumiera la responsabilidad de resolver aquel caso que no parecía desvelar la menor pista.

La composición del equipo quedó decidida sin consultarle nada a Tzilla, y Eli Bahar tenía el rostro sombrío. La mujer de Bahar había estado a punto de tener un aborto, recordó Michael, pero endureció su corazón al pensar que se sentía sin fuerzas para enseñar a un novato las sutilezas de las que sólo Tzilla estaba al tanto. Defendería su postura, decidió. No había motivos para que una mujer embarazada de tres meses, a quien los médicos habían permitido abandonar el reposo, no pudiera sentarse en un despacho para coordinar las actividades del equipo.

No había escapatoria; pese a la implacable calima, a pesar de la hora, Michael tenía que volver al pequeño cuarto donde lo esperaban los profesores del Departamento de Literatura. Desoyendo sus protestas, transmitidas por el sargento que estaba apostado junto a la puerta, no se les había permitido salir del edificio. El sargento también había mantenido a raya a los cuatro reporteros que esperaban junto a la secretaría y que se abalanzaron sobre los dos hombres que se disponían a entrar allí. Michael conocía a tres de ellos. La cuarta era una reportera de sucesos de la televisión, una mujer joven y atractiva que se quedó mirándolo con aire seductor e hizo una seña al cámara que tenía detrás para que dirigiera la cámara hacia él; y entonces Michael se enfadó.

Ordenó a los reporteros que desaparecieran. Se retiraron pasillo adelante, quejándose como siempre de que el público tenía derecho a informarse, y Michael les dijo a voces:

– El público tendrá que esperar hasta que haya algo sobre lo que informarle.

– Inspector jefe Ohayon -gritó un veterano reportero del periódico de mayor circulación del país.

– Superintendente, Shmaya -se apresuró a corregirle Eli Bahar-; ya va siendo hora de que te acostumbres a su cargo. Superintendente, ¿vale?

Los dos hombres entraron sin llamar.

La ventana abierta no había impedido que el aire se cargara y se llenara de esos olores corporales indefinidos siempre perceptibles, pensó Michael, cuando en un espacio cerrado se arracima un grupo de personas asustadas.

Entre los diversos efluvios, Michael distinguió el de un perfume caro y, sobre todo, el olor a podredumbre que lo dominaba todo desde que había estado en la habitación con el cadáver.

Miró a su alrededor en silencio y unos segundos le bastaron para formarse una imagen detallada de la escena. En momentos así, a veces se sentía como un cámara obedeciendo las instrucciones de un realizador de una película bien hecha.

Frente a la puerta vio a Yael, todavía sentada junto a la ventana, en la misma postura de antes, y detrás de ella a Klein, de pie y con los gruesos labios temblándole. Adina Lipkin estaba sentada a su mesa, pasándose rítmicamente por la cara un pañuelo de papel que debía de haber sacado del cajón abierto a su izquierda.

Entre todos los presentes, tan sólo recordaba de sus tiempos universitarios a Ariyeh Klein, el catedrático de Poesía Medieval, y a Shulamith Zellermaier, especializada en Literatura Popular y Folclore. Estaba repantigada, con las gruesas piernas estiradas y la falda oscura remangada hasta las rodillas. Sus pies, calzados con sandalias ergonómicas, golpearon el suelo mientras comenzaba a quejarse. Fue la primera en hablar, preguntando, con un comedimiento que no camufló la cólera que sentía, si ya podían marcharse. Al no obtener una respuesta inmediata, se lanzó a pronunciar un discurso, con voz sonora y entrecortada, empezando con estas palabras:

– ¡Esto es un atropello inconcebible! ¡Retenernos durante tantas horas, sin agua, sin aire y sin poder notificárselo a nuestras familias, y ya son las cinco de la tarde!

Cuando hizo una pausa para tomar aliento, Michael interrumpió su arenga preguntando si alguien había visto a Tirosh el sábado.

Zellermaier enmudeció y el ambiente de disgusto y abatimiento se transformó de pronto en algo diferente. Michael sintió la electricidad, la nueva energía que galvanizaba a los presentes. Pero nadie respondió a su pregunta.

Se miraron unos a otros, y al cabo Adina dijo:

– Yo traté de hablar con él el sábado por la noche para comunicarle el espantoso accidente que había tenido lugar, pero no logré dar con él -y prorrumpió en llanto mientras estrujaba el pañuelo.

Nadie lo había visto el sábado: todos menearon la cabeza o bajaron los párpados, y Kalitzki pronunció una palabra: «No». Balilty y Raffi estarían de camino hacia la casa de Tirosh, pensó Michael, y deliberó si convendría lanzarse a las preguntas personales antes de que se relajase la tensión. Preguntó si alguien había visto a Tirosh el viernes.

Adina dijo que el viernes se había celebrado una reunión de departamento.

– ¿Algo especial? -inquirió Michael, y la respuesta de Adina fue que las reuniones se celebraban cada tres semanas, «siempre los viernes».

Michael la miró y preguntó si en la última reunión había ocurrido algo que se saliera de lo común.

– No lo sé. No he tenido tiempo de leer las actas; la secretaria no asiste a las reuniones.

A Michael le vinieron a la memoria las anécdotas que Tzilla solía contar sobre la secretaria del departamento, y estuvo a punto de sonreír. El semblante de Adina Lipkin reflejaba la amargura de que su situación no le permitiera controlar todas las áreas, pero también mostraba una estoica resignación.

– Pero lo vi, como es natural, antes y después de la reunión. El profesor Klein fue el único que no lo vio; volvió anteayer de un año sabático -y Adina volvió a estallar en llanto, emitiendo estruendosos sollozos entre los que se oían retazos de frases-: ¿Qué está pasando?… ¿Vamos a morir todos…, uno detrás de otro?… Hay alguien entre nosotros… Incluso me da miedo estar aquí…

– Son dos hechos sin ninguna relación, Adina, sin ninguna relación -la interrumpió Sara Amir, cortante.

Pero Aharonovitz pestañeó, miró a Adina horrorizado y dijo:

– ¿Es posible? ¿Podría tratarse de una conspiración?

– ¿Y quién más…? -preguntó Michael, escudriñando los rostros para detectar posibles reacciones-, ¿…quién más lo vio después de la reunión?

Y fue otra vez Adina quien contestó, diciendo que el profesor Shai había almorzado con él.

– Se refiere a mí -explicó Tuvia Shai desde su rincón.

Michael se había fijado en las venas azuladas del semblante de aquel hombre en cuanto abrió la puerta. Ahora le hizo una seña a Shai para que lo acompañara afuera.

– ¿A qué hora almorzaron? -le preguntó a Shai. El sargento se colocó tras ellos, en posición de alerta, y abrió su cuaderno de notas.

– Debían de ser alrededor de las once y media, porque la reunión terminó a las once y tardamos un rato en ponernos en marcha. Comimos aquí, en Meirsdorf, y Shaul comentó que quizá se fuera a Tel Aviv, pero no estaba seguro.

– Y ¿cuánto duró la comida?

– Hasta las doce y media.

– ¿Y después? ¿No volvió a verlo más?

– No. Lo acompañé un momento a su despacho, porque tenía que recoger una cosa, y él se quedó allí.

Michael observó a Tuvia Shai durante unos minutos, mientras en sus oídos resonaba el eco de la voz apagada con que le había hablado, y luego le preguntó a qué hora se había despedido de Tirosh.

– Poco después de las doce y media, supongo, o tal vez ya cerca de la una.

Michael pidió a Eli Bahar que saliera de la secretaría y le susurró algo al oído.

– ¿Alguno de los presentes vio a Tirosh o habló con él después de la una del viernes? -preguntó Bahar a la concurrencia en general.

Tuvia Shai se detuvo en el umbral y Michael entró pasando a su lado. Volvió a escudriñar los rostros con rapidez. Se miraban unos a otros sin decir nada. Shulamith Zellermaier exhaló un fuerte suspiro.