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– ¿Seré yo la siguiente? -dijo, y Michael advirtió la mirada fulminante que le lanzó Dita Fuchs, y también percibió que había hablado sin ironía. Parecía asustada de veras, y, como para excusarse, añadió-: Esto no hay quien lo soporte, dos muertes violentas a la vez.

– ¿Tenía coche el profesor Tirosh? -inquirió Michael, y volvió a notar un cambio en el ambiente, como si hubiera llamado la atención sobre un detalle que nadie se había detenido a considerar.

– Sí -replicó Tuvia Shai, y todas las miradas convergieron en él-. Imagino que vino en coche. Seguramente lo encontrará en el aparcamiento subterráneo de la universidad; no tiene pérdida, es un Alfa Romeo de 1979; sólo hay otro igual en todo el país.

Dita Fuchs se echó a llorar, y Michael se fijó en su palidez, en sus párpados hinchados, cuando farfulló entre sollozos:

– Le encantaba ese coche. ¿No podemos marcharnos ya? El policía que está a la puerta no nos permite salir. No paro de pensar en mis hijos. Quiero irme a casa -y Michael percibió histeria contenida y miedo camuflado en su tono infantil.

Eli Bahar abrió la puerta y le dijo algo al oído al policía uniformado que montaba guardia al otro lado. Antes de que se cerrase la puerta, Michael vio cómo el policía se encaminaba a paso rápido hacia el ala azul.

– ¿Qué iba a hacer en Tel Aviv?

Michael se había vuelto hacia Tuvia Shai, quien respondió avergonzado:

– No lo sé exactamente.

«Él también parece un cadáver», pensó Michael.

– Algo relacionado con el género femenino, sin duda -dijo secamente Raiman Aharonovitz a la vez que se incorporaba en la silla. Durante un instante, se percibió cómo la malicia predominaba sobre el miedo.

Hasta entonces Michael no había preguntado si Tirosh tenía familia.

– Era un soltero empedernido -replicó Shulamith Zellermaier-, sin un solo pariente en el país.

Y entonces Michael planteó la pregunta ineludible que siempre le hacía sentirse como un detective de la televisión:

– ¿Se les ocurre a alguno de ustedes quién podría haber deseado que muriera?

Se hizo un silencio tenso. Michael volvió a examinar los rostros. En algunos se veía un titubeo, en otros repugnancia, y aun en otros la resolución de ocultar lo que sabían. Pero detrás de las expresiones faciales Michael percibió el sentimiento verdadero que ocultaban: el miedo. Miró a Adina Lipkin directamente a los ojos, que reflejaban una mezcla de indignación y discreción.

«¿Quién?», le preguntó con la mirada a la secretaria, y ella dijo estrujando el pañuelo con las manos húmedas:

– No lo sé, de verdad -y dirigió una mirada implorante a los demás.

– ¿Conoce alguno de ustedes sus ideas políticas? -intervino Eli Bahar.

La tensión se relajó mientras Shai respondía:

– Supongo que sus ideas políticas son de dominio público, todo el mundo sabe que militaba en Paz Ahora y que escribía poesía política.

Michael quiso saber si era una figura destacada de esa organización y si había recibido amenazas de muerte.

– ¡Basta ya! -refunfuñó Shulamith Zellermaier impacientándose, mientras erguía cuan alta era su formidable corpulencia-. Hay mucha gente que se habría alegrado de verlo muerto, y no comprendo por qué todos nos hemos quedado tan callados de repente. Hay estudiantes a los que atormentaba y mujeres con las que tuvo aventuras amorosas, y sus maridos, y los poetas y escritores a quienes humilló alguna vez, y hay docenas de personas que se habrían alegrado mucho de verlo muerto. Estamos perdiendo el sentido…, no hay ninguna relación entre sus muertes, la suya y la de Iddo. ¡Es una coincidencia! Una simple coincidencia, ¿no lo entendéis?

Hubo un silencio.

Tuvia Shai dirigió una mirada consternada a Zellermaier, abrió la boca y, una vez más, recostó su enclenque cuerpo contra la pared. Ariyeh Klein la miró como si hubiera enloquecido y dijo con vibrante voz de bajo:

– Sería mejor que todos nos contuviéramos, Shulamith; como ves, la situación ya es de por sí bastante dramática. No hace falta dramatizarla más. Tal vez mucha gente pensaba que se alegraría de que muriera, y puede que alguien se alegre al saber de su muerte, pero no puedo pensar en nadie dispuesto a matarlo con sus propias manos, y convendrás conmigo en que es una diferencia notable. Por último -y se volvió hacia Michael-, no somos responsables de su muerte, ninguno de nosotros lo ha asesinado, así que tal vez podría dejar que nos fuéramos y solicitar nuestra ayuda más adelante, de una manera civilizada.

Eli Bahar miró a los reunidos y después a Michael con expresión crítica. «Te saltas todas las normas», se había quejado una vez. «¿Por qué interrogas a los testigos en grupo, juntos y revueltos? ¿Por qué no esperas para interrogarlos uno a uno?» Michael echó un vistazo a su reloj, calculó a toda prisa sus planes para el resto de la jornada y dirigió una mirada interrogante a Eli Bahar. Eli asintió.

– Está bien -dijo Michael con fatiga-. Hagan el favor de dejarnos sus señas y sus teléfonos y queden a nuestra disposición durante los próximos dos días. Esta tarde, o mañana por la mañana a más tardar, nos pondremos en contacto con ustedes y les comunicaremos cuándo queremos que acudan al interrogatorio.

– ¿Interrogatorio? -repitió la dulce voz de Yael Eisenstein, y todas las miradas se alzaron. Michael, que se había acostumbrado a verla sentada, inmóvil como una estatua, con la mirada al frente, como si no viera ni oyera nada, también se sobresaltó.

– Interrogatorio, serie de preguntas, declaración…, llámelo como prefiera -dijo Michael despacio, sin apartar la vista de ella, ya con la mano en el picaporte.

– ¿Qué significa eso? ¿Dónde nos interrogarán? -musitó Yael, y a pesar de que hubiera hablado quedamente, su voz sonó como una sirena de alarma en el cerebro del superintendente Ohayon.

– En la comisaría del barrio ruso -se apresuró a decir con una voz que le sonó terriblemente brutal-. Ya le comunicarán el lugar exacto.

El sargento que antes estaba apostado junto a la puerta entró para informar de que el guarda de seguridad no había descubierto ni rastro del coche de Tirosh en el aparcamiento. Michael estaba a punto de salir cuando Yael resbaló de la silla, desplomándose como una muñeca de trapo.

– Cuando vuelva en sí -ordenó Michael ásperamente-, anota sus datos. Ella te ayudará -y señaló a Adina Lipkin, que, inclinada sobre Yael, decía entre dientes que probablemente llevaba todo el día sin comer ni beber nada. Yael recobró la conciencia y abrió sus ojos azules, y Michael se apresuró a salir y cruzó el pasillo para pulsar el botón del ascensor. Al sacar el Ford Escort del garaje subterráneo y salir a la avenida principal del campus, abrió de par en par las ventanillas, respiró hondo y dijo como para sí:

– Acabamos de salir del Hades.

– ¿Cómo? -preguntó Eli Bahar-. ¿Qué has dicho?

– Nada; una referencia a la mitología griega. Que hemos salido del infierno. Se me ocurren continuamente cosas relacionadas con la mitología…, supongo que inspiradas por el Departamento de Literatura. En primer lugar, tenemos que ponernos en contacto con Eilat y descubrir si los dos casos están relacionados. Vamos a pensar a quién conocemos allí.

– Un momento -le interrumpió Eli Bahar-, un momento. ¿No te parece que deberíamos empezar a interrogarlos hoy? Al último que lo vio, el que comió con él, por ejemplo.

– Son las seis y media; y tengo que citarme con una persona de Eilat. ¿Qué sentido tiene comenzar los interrogatorios esta noche, sin tener el informe pericial, antes de haber hablado con el laboratorio de Criminalística, antes de que nos informen sobre el registro de su casa? Pensándolo bien…

Michael empuñó la radio y solicitó a Control que se informaran de si Balilty había concluido el registro. Pasaron unos minutos antes de que la centralita le devolviera la llamada: