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– ¿Cartas? ¿Algún diario? -preguntó Michael con viveza, anticipándose a nuevas quejas.

– Sígame, caballero, por favor -respondió Balilty, y lo condujo al dormitorio.

Michael se quedó contemplando un instante la cama ancha y baja, las estanterías que la flanqueaban, la única ventana, en forma de arco, inundada de una luz cálida y dominando la vista del valle de Hinom, la botella de vino sobre la mesilla de noche marrón, los dos vasos, el candelero de cobre con un cabo gastado de vela y la mullida alfombra blanca. Un volumen de poesía, de Anatoli Ferber, un poeta para él desconocido, estaba abierto a los pies de la cama. Balilty abrió de par en par la puerta del armario. Allí colgaban por docenas trajes de chaqueta oscuros, grises, camisas blancas, y tres pares de zapatos de cuero oscuro y suave descansaban en el suelo.

«Qué vacío y patético se ve el decorado sin el protagonista», pensó Michael.

Eli Bahar daba vueltas a su alrededor, nervioso, y al fin interrumpió el curso de sus pensamientos con la pregunta:

– Y bien, ¿por dónde quieres que empecemos?

Balilty señaló la mesilla de noche, que tenía la puerta cerrada con llave. Michael tomó asiento en la cama y acarició el quimono de seda colocado sobre la almohada.

– ¿Tenéis la llave? -preguntó, y echó la ceniza en el pequeño cenicero limpio que había en la mesilla.

– No la he encontrado. Lo más personal que hemos descubierto en su estudio han sido sus estados de cuentas. Y puedo asegurarte que en estos momentos las cosas no le iban nada maclass="underline" tiene dinero invertido aquí y allá, y derechos de sus libros, y un contable, indemnizaciones de Alemania, y dinero heredado, y está muy bien organizado; tiene un archivador para cada cosa. No puedo decirte si en el terreno monetario hay algo sospechoso; no hemos visto una copia de su testamento ni nada por el estilo.

– Muy bien, abrámoslo -dijo Michael fatigadamente-. No desperdiciemos más tiempo. Entretanto, Eli, llama a Control desde el teléfono de la casa y entérate de si están al habla con Eilat. Quizá ya esté lista la autopsia de Dudai. Quién sabe. Y diles que se pongan en contacto con el Instituto de Medicina Forense de Abu Kabir y con el Instituto de Medicina Marina de Haifa, fue allí donde enviaron el equipo de inmersión de Dudai.

– ¿Dónde está el teléfono? -le consultó Eli a Shaul, de Criminalística, que acababa de entrar, y Shaul se lo llevó a la cocina.

Balilty forzó la cerradura de la mesilla con un pequeño destornillador que llevaba en el bolsillo, sacó de ella tres cajones con mucho fondo y los colocó en el suelo, al pie de la cama.

– Necesito un café -le comunicó Michael, incorporándose-. Me caigo de sueño.

Sin prestar atención a este comentario, Balilty extendió sobre la cama el quimono de seda, con un dragón bordado en la espalda, según pudo ver Michael, y vacío el contenido de un cajón encima. Michael estiró el brazo para coger el cenicero y de pronto se oyó un estallido cuando la botella de Riesling que estaba al lado se hizo añicos contra el suelo y el áspero aroma del vino se extendió por la habitación.

– Menos mal que ya hemos revelado las huellas -señaló Balilty, contemplando la botella rota-, las de los vasos también; tenemos las huellas de todos los objetos del cuarto -y sólo entonces reparó Michael en los restos de polvillo.

Balilty se fue «a buscar un trapo, para secar el charco y que no apeste». Una vez más, Michael trató de disipar el hedor dulzón de la carne descompuesta que llevaba pegado a la nariz dando una honda calada a su Noblesse, cuyo aroma se impuso también sobre el olor del vino.

El cajón contenía álbumes de fotos de los de antes, con las tapas y las páginas atadas con un cordel, y en su interior había amarillentas fotos de familia en un escenario extranjero, europeo. En la primera página de un álbum se leía una sola palabra, «Schasky», escrita en letra redondeada. Michael vio la foto de una mujer joven sujetando de la mano a un niñito en traje de marinero, que miraba de frente al objetivo con sus ojos serios. Debajo, una mano masculina había escrito en tinta azuclass="underline" «Praga 1935».

Volvió lentamente las páginas del álbum y el niño fue creciendo de página en página. En el segundo álbum, Michael descubrió las facciones del niño en la cara de un joven. El traje de marinero se había transformado en un traje de chaqueta y una corbata, y el joven de la ajada fotografía posaba relajadamente, las manos colgando junto a los costados y, en sus ojos, la expresión grave y apagada que Michael recordaba de las clases de historia de la poesía hebrea desde la Ilustración hasta nuestros tiempos. Bajo una de las fotos, donde el joven Tirosh estaba en pie junto a la misma mujer, ya envejecida, ella en un butacón, con el pelo recogido en un moño, él mirando de frente a la cámara, se leía el pie «Viena 1956», escrito a pluma en caracteres latinos, esta vez en letra redondeada y femenina.

«Aquí está toda la historia de una vida», pensó Michael, «e incluso material de investigación sobre los judíos europeos y sus vicisitudes».

Balilty entró empuñando un trapo y, arrodillándose, limpió la mancha de vino y recogió los cristales rotos. Michael colocó cuidadosamente los álbumes en el primer cajón y vació otro sobre el quimono de seda. Tres cuadernos atados con una cinta negra de cuero taparon las rojas llamas que despedía la boca del dragón. «Ahora poseen valor histórico», reflexionó Michael, y recordó la máquina de escribir portátil que había en la mesa del estudio. En aquellos cuadernos parecían estar recopilados todos los poemas de Shaul Tirosh, escritos a mano, en tinta, en alargados caracteres hebreos con sus rasgos vocálicos. Michael hojeó las páginas una a una y descubrió poemas que conocía, versos que sabía de memoria, estrofas que le habían maravillado al leerlas por primera vez.

– Cómo van a disfrutar los estudiosos cuando todo esto haya terminado. Incluso hay varias versiones del mismo poema… ¡cuántos ensayos saldrán de aquí! -dijo en voz alta.

– ¿Qué es eso? -preguntó Balilty con impaciencia.

– Poesía -repuso Michael, y declamó-: «¡A qué viles usos podemos descender, Horacio! ¿Por qué no habría la imaginación de rastrear las nobles cenizas de Alejandro, hasta encontrarlas tapando la boca de un tonel?».

Danny Balilty lo contempló con estupor un instante, luego sonrió y le dio una palmadita en la rodilla.

– Mi querido Ohayon -dijo-, Hamlet no es un héroe para la policía, ¿sabes? Nos gusta la acción, no las dudas.

– ¿Lo conoces? -se asombró Michael, y se sintió estúpido cuando Balilty le respondió con sonrisa bonachona.

– Tírate de la moto, Ohayon, no seas esnob. Yo también estudié Hamlet en el instituto…, es más, lo estudié en inglés, dediqué horas a aprenderme de memoria los parlamentos. Pero me ha costado un rato comprender de qué estabas hablando. En cuanto oigo el nombre de «Horacio», sé que es una cita de Hamlet. Mi hermano se aprendió de memoria Julio César, y mi hermana Macbeth, así que en lo relativo a Shakespeare estoy bastante fuerte. Lo que no significa que me dedique a pensar en Hamlet durante las horas de trabajo. Era un tipo muy negativo, el viejo Hamlet. Poco saludable. ¿Podemos volver al trabajo? ¿Son importantes esos poemas para el caso que tenemos entre manos?

– Todo es importante para el caso que tenemos entre manos -puntualizó Michael.

Balilty vació el contenido del tercer cajón sobre la cama.

Anotaciones, versos, fotos de Tirosh solo, de Tirosh acompañado de mujeres, de Tirosh en medio de un nutrido grupo de personas, reseñas de la prensa sobre su poesía primorosamente recortadas, una fotocopia de un largo artículo sobre la concesión del Premio Presidente, menús de restaurantes parisinos e italianos de otros tiempos, viejos programas, invitaciones oficiales, cartas y diarios.