– Esto es lo que yo quería ver -dijo Balilty, y ambos comenzaron a hojear los diarios-. No me lo puedo creer -añadió al cabo de un rato-. ¡Mogollón de mujeres! ¡Con sus nombres y direcciones! ¿Por qué te has puesto colorado?
Michael le tendió una página de la carta que estaba leyendo.
Balilty le echó una ojeada y luego la leyó con silenciosa concentración, extendiendo la mano para que Michael le pasara las demás páginas, donde se detallaban gráficamente los motivos por los que la autora, que había firmado con sus iniciales, estaba interesada en volver a ver a Tirosh.
Balilty concluyó la lectura y lanzó un silbido.
– Bueno, esto hay que llevárselo. Según lo que dice aquí, la técnica de nuestro poeta no era nada mala, ¿eh?
La imagen del cadáver, con la cara molida a golpes, apareció de nuevo ante los ojos de Michael. Continuó examinando la correspondencia en silencio. Siempre sentía vergüenza y curiosidad, e incluso emoción, al hurgar en la intimidad de los sujetos de una investigación.
– ¡Shaul, Zvika! -bramó Balilty desde la puerta-. ¡Venid a recoger!
– Ya hemos llevado unas cuantas bolsas al vestíbulo, y de aquí saldrá otra. ¡Necesitaremos todo un equipo para revisar tantas cosas! -exclamó Shaul con un resentimiento inusual en él.
– ¿Qué te pasa, Shaul? ¿Te ocurre algo? -preguntó Michael.
– Nada, salvo que mi mujer me va a matar. Hoy es nuestro aniversario y le había prometido llegar a las seis. Se supone que vamos a salir a cenar. No he tenido valor para llamarla, y ya casi son las nueve. ¿Sabes cuántas veces al año nos podemos permitir cenar fuera con mi sueldo?
Se dirigieron a la cocina.
– Está bien -dijo Michael; apagó el cigarrillo en la pila y tiró la colilla húmeda al cubo de basura que había debajo, cuyo contenido ya había sido vaciado en una bolsa especial.
– ¿Qué es lo que está bien? -dijo Shaul con amargura-. Mira cuánto material hemos recolectado.
– Podemos dejarlo para mañana. ¿Cuántos años llevas casado?
– Diez -repuso Shaul, que parecía apaciguado.
– ¿Diez? -repitió Balilty-. Te mereces un fin de semana en Eilat, algo que valga la pena, no una simple cena.
– ¿Ah, sí? -replicó Shaul enfadado-. ¿Y quién se hará cargo de mis deudas? ¿Tú? ¿Y quién se ocupará de los niños?
Balilty asintió suspirando.
– Bueno, no se hable más, ¿vale? ¿Qué te crees, que todos nos vamos a pasar los fines de semana a Eilat? ¿Acaso piensas que todos tenemos amigos que dirigen clubes de buceo? -y su mano sudorosa palmoteo el hombro de Michael.
– ¿Dónde está Eli? -quiso saber Michael.
– De vuelta en la oficina. En Control nos han dicho que ya había llegado el informe del forense de Eilat, ha ido a comprobar si puede haber alguna relación entre los dos casos -re- puso Zvika.
La puerta del pequeño refrigerador sobre el que Zvika se había reclinado se abrió de pronto, y Shaul, que estaba delante, echó una ojeada dentro.
– ¡Mirad esto! -exclamó, sacando un jarrón de cristal lleno de claveles rojos con el tallo cortado.
Balilty se echó a reír al verlo y comentó:
– Menudo actor era el tío. Ohayon, ven a recitarnos algo de Hamlet…, ahora es el momento oportuno.
– Y todavía no os he dicho nada de los quesos franceses, el salami y las botellas de vino -añadió Shaul-. En esta casa sólo hay provisiones extranjeras.
– Shaul -le dijo Michael, cansino-, llama a tu mujer, que no se os estropee del todo la noche. Y márchate enseguida…, ¿querías irte, no?
Eran las situaciones de ese tipo las que más le fastidiaban. Le habían indignado el exceso de complacencia y la fatuidad patentes allá donde posara la vista, desde los trajes y los frascos de perfume y la loción italiana para el afeitado que había encontrado en el armarito del cuarto de baño, de camino a la cocina, hasta los quesos franceses. Pero la descarada envidia de Balilty, manifestada en sus guasas, y su ordinariez le molestaban. Le vinieron a la cabeza expresiones como «respeto por los muertos» y «violación de la intimidad», despertadas por la agresividad y el desdén de Balilty. Pero, por encima de todo, anhelaba una comida sencilla y saciante y una humeante taza de café, algo que le hiciera olvidar tanta sofistificación.
«Lo sofisticado es otra cara de lo negativo, ¿sabes?» Michael recordó súbitamente ese verso de un poema de Natán Zaj, y le pareció que lo comprendía mejor que nunca, y también sintió, mientras escuchaba a Shaul tratando de apaciguar a su mujer por teléfono, que al fin había penetrado en la «esencia de las cosas», pese a que aún le quedaba un largo camino por recorrer.
La cuestión de «la esencia de las cosas», motivo inagotable de guasas en todos los equipos de investigación con los que había trabajado, era su personal aportación a un estilo inusual de trabajo detectivesco. Para él era una necesidad fundirse con el entorno que estaba investigando, sentir los sutiles matices del mundo de la persona asesinada.
Las referencias literarias que no cesaban de acudirle a la mente desde que vio el cadáver formaban parte de ese proceso involuntario que escapaba a su dominio, eran un intento de introducirse en el ambiente del Departamento de Literatura Hebrea. Tenía la sensación de estar profundizando más y más en el espíritu de Shaul Tirosh. Percibía con claridad la soledad, el vacío, un no sé qué falso y artificioso, y sabía que no era el único en sentirlo, con la diferencia de que Balilty y Eli Bahar rechazaban el mundo de Tirosh, expresando sin rodeos la repugnancia que les inspiraba, en tanto que él se dejaba llevar por esas sensaciones, permitía que se apoderasen de su conciencia, queriendo sumergirse en las corrientes subterráneas de la vida de Tirosh.
– ¿Podemos marcharnos nosotros? -preguntó Balilty, interrumpiendo sus reflexiones.
– Todavía no -repuso Michael-. ¿Tiene trastero la casa?
– Está en la parte de atrás; nada fuera de lo común: unas cuantas herramientas, cajas, algunos papeles, botellas de vino, algún que otro mueble viejo -dijo Zvika-. He sacado fotos de todo.
– Muy bien, ya nos podemos ir -Michael suspiró; luego se detuvo junto a la puerta y le dijo a Balilty-: Pensándolo bien, creo que voy a echar otra ojeada al dormitorio.
– Habías dicho que no eran más que un montón de poesías -protestó Balilty.
– Aunque sea así, dame una bolsa vacía -le pidió Michael a Zvika, y regresó al dormitorio, donde una vez más se quedó contemplando la cama después de haber guardado en la bolsa los cuadernos y los álbumes. El quimono de seda había desaparecido; lo habrían recogido los del laboratorio. Echando una última ojeada a la habitación, decidió llevarse el libro de poesía de Anatoli Ferber, que estaba sobre la cama. «Me conviene ojearlo», pensó con fatiga; presumiblemente, era el último libro que Tirosh había leído antes de morir.
Michael volvió junto a sus compañeros y colocó cuidadosamente la bolsa extra en la furgoneta del laboratorio. En el aparcamiento no había ni rastro del Ford Escort. Tras un momento de inquietud, se acordó de Eli Bahar. Montó en el Renault de Balilty y se sentó a su lado. La radio comenzó a emitir.
– ¿Dónde estás? -preguntó el agente de turno en la sala de Control al oír la voz de Michael-. Danny Tres te está buscando.
– Voy hacia allá -replicó Michael, y bajó el volumen de la radio. Después de encender un cigarrillo, «para el camino», subió el volumen y anunció que llegaría dentro de unos minutos.
– Ahora mismo vuelvo -dijo Balilty cuando llegaron a la comisaría del barrio ruso, y, como siempre, desapareció.
En la sala de Control, Eli Bahar exclamaba:
– Pues póngame al habla con Ariyeh Levy… ¿Qué tonterías son ésas? ¿Qué pretende decir, que no me puede dejar una copia? -al ver a Michael, se volvió hacia él-: La burocracia es increíble…, te digo que es alucinante. Los muy imbéciles no quieren darme una copia del informe de la autopsia. Es lo que se consigue con ellos al seguir las normas al pie de la letra…, acaban por volverte loco.