– ¿Quién no quiere dártela?
– En Eilat se han negado, y el forense con el que he hablado ha salido por peteneras -dijo Eli furioso, y remató la frase con una picante maldición árabe.
Junto a la centralita, cinco policías respondían las llamadas sin perderse una palabra de la conversación de sus superiores.
– Un momento -dijo Michael-. Antes de hablar con el comisario, vuelve a llamar a Abu Kabir. ¿Quién es el forense de allí? -Eli Bahar mencionó un nombre desconocido y Michael dijo-: No, no me pongas al habla con él; espera. Voy al despacho…, acompáñame.
Y al final, como siempre, Eli se relajó después de que Michael colgara el teléfono de su despacho y le dijera serenamente:
– Era Hirsh. Nos mandarán una copia de la autopsia esta misma mañana. Pero antes me llamará para adelantarnos los puntos esenciales.
Mientras Michael fumaba en silencio, Eli Bahar fue a buscar un par de cafés. Cuando sonó el teléfono, Michael se apresuró a cogerlo y escuchó atentamente lo que le decían, garrapateando en el folio que tenía delante y repitiendo una y otra vez: «Hum». Luego le dio las gracias a Hirsh, el forense con el que llevaba trabajando ocho años, se interesó por su hijo, el soldado, por su hija, la estudiante, le mandó un saludo afectuoso a su mujer y colgó.
– ¿Y bien? -preguntó Eli Bahar-. ¿Están relacionados? ¿Has sacado algo en limpio?
– ¡Y tanto que lo están! -Michael apuró de un trago el resto del café. La marina de casa de Tirosh reapareció ante sus ojos, junto al cuerpo de Dudai tendido en la arena-. Iddo Dudai murió por envenenamiento de monóxido de carbono. Monóxido de carbono, CO, no CO2, el dióxido de carbono que exhalamos, sino el gas venenoso que emiten los escapes de los coches. Ya sabes, todos esos suicidios que ocurren en Estados Unidos, en garajes cerrados con el motor en marcha. Algo así.
– Pero -dijo Eli con un enorme interrogante en la cara- ¿cómo se envenenó? ¿Fue un suicidio? ¿Fue un asesinato?
– Me ha explicado, Hirsh, que en el cuerpo… -Michael se embarcó en una explicación lenta y paciente, como para sí mismo, de que el oxígeno se incorpora a los hematíes, que contienen hemoglobina. Ésta contiene un átomo de hierro con el que se combina el oxígeno que respiramos. Cuando en la sangre hay monóxido de carbono, la hemoglobina que pasa por los pulmones no consigue atrapar el oxígeno para transportarlo a los tejidos del organismo. Ese gas, el CO, se combina con el hierro a mayor velocidad que el oxígeno, y cualquiera que lo respire no tarda en asfixiarse y pierde el conocimiento sin siquiera darse cuenta. Michael hizo una pausa y clavó la mirada en los ojos verdes de Eli, entornados para concentrarse-. Por eso tenía ese aspecto el cuerpo de Dudai: la cara muy rosa, y todos los órganos internos reventados debido a la inmersión. Al parecer, descendió a treinta metros de profundidad. Tenía los labios completamente azules. Lo llaman -Michael se inclinó sobre el papel donde había tomado sus rápidas notas- cianosis. En la autopsia se descubrió una concentración letal de CO. Una dosis inexorablemente letal. Ahora comprendo la frase que oí en la playa, junto a la ambulancia -dijo pausadamente.
– Pero ¿de dónde salió ese gas? -preguntó Eli Bahar, con los ojos muy abiertos.
– No lo sé con exactitud, pero alguien debió de sacar el aire comprimido de la botella para llenarla de CO. Enviaron las dos botellas al Instituto de Medicina Marina para que las examinaran; creía que habías hablado con ellos.
– No contestaban. Por lo visto, les dejan irse a casa de vez en cuando. Pero no lo entiendo -continuó Eli-, ¿cómo se puede meter CO en una botella de aire comprimido? ¿Cómo se hace?
– No representa un gran problema, según parece, aunque hay que ser un lince para que se te ocurra la idea -dijo Michael, y echó la ceniza de su cigarrillo en los posos del café- Las botellas de buceo tienen una válvula, y las bombonas de CO también tienen una válvula o, si no la tienen, se les puede enroscar. Así pues, basta con conectar la válvula de la botella con la especie de sifón donde está el gas venenoso y meterlo a presión.
– Pero ¿no se dio cuenta, Dudai? -Eli estaba pensativo-. El gas olerá, ¿verdad?
– No -le explicó Michael, mirando el ceño fruncido de Eli-. No huele a nada. Te asfixias gradualmente, sin notar nada de nada.
– ¡Madre mía! -exclamó Eli Bahar, horrorizado-. ¿Será un químico quien lo ha hecho o qué?
– Sólo hace falta tener una mente ocurrente. Cualquiera puede conseguir CO; en todas las industrias químicas hay bombonas de CO, o en cualquier laboratorio decente. No plantea ninguna dificultad. Basta con cerciorarse de que la botella no pesa más ni menos que cuando está llena de aire comprimido.
– Y murió el sábado -dijo Eli, como para sí.
– A las doce y diez del sábado -puntualizó Michael.
– De manera que ¿ahora tenemos que buscar a dos asesinos? -en la voz de Eli se traslucía su desesperación.
– O a un asesino que ha cometido dos asesinatos. Y no será una labor exclusivamente nuestra; el caso de Dudai corresponde a la policía de Eilat, ellos también lo investigarán.
Danny Balilty entró de estampida, resoplando, jadeante, hablando a mil por hora, pero como siempre sus explicaciones fueron crípticas y nadie comprendió de dónde venía.
– ¿Por qué no ofrecéis a los amigos una taza de café? ¿Y por qué estáis ahí sentados como si os hubiera caído una montaña encima? ¿Qué pasa?
Michael le puso rápidamente en antecedentes.
– La cosa se complica -suspiró Balilty.
– En efecto -ratificó Michael-. Vamos a descansar un rato y a comer algo; luego repasaremos la lista de personas a quienes hay que interrogar mañana. O, mejor aún, nos llevaremos la lista a Meir's para repasarla allí, y tal vez podamos recoger a Tzilla por el camino, si no te parece mal.
Eli Bahar consultó su reloj y masculló que eran las once; a pesar de todo, marcó un número y susurró algo por el teléfono.
– La recogeremos de camino -confirmó mientras colgaba.
Cuando se quedó solo, Michael llamó a su casa. Dejó que el teléfono sonara durante un buen rato. «Maya no ha ido a verme», pensó con una mezcla de alivio y de tristeza. Yuval estaba en casa de su madre, ayudándola con los preparativos de la fiesta del septuagésimo cumpleaños del abuelo, que se celebraría al día siguiente. Y con la voz de Youzek, su ex suegro, re- verberándole en los oídos, diciendo cosas como: «Este divorcio vuestro va a acabar con nosotros», Michael salió presuroso en pos de Balilty y Bahar, que enmudecieron en cuanto entraron en el coche y no despegaron los labios en todo el trayecto hasta el restaurante.
Meir's estaba en el corazón del mercado de Machane Yehuda, en la «casa maldita». Sus años de trabajo con Tzilla habían acostumbrado a Michael a ver ese restaurante como el único lugar posible para descansar y relajarse después del descubrimiento de un cadáver, después de las tensiones del trabajo, después de asistir a una autopsia.
Los tres jóvenes que hacían de cocineros, camareros y cajeros siempre recibían a Tzilla como a una hermana reencontrada tras una larga separación. A Michael lo trataban con tal deferencia y respeto que, en cierta ocasión, le preguntó a Tzilla con curiosidad qué les había contado de él.
– Les he dicho que trabajas en la brigada contra el fraude, que eres uña y carne con los responsables de Hacienda -le replicó con un guiño.
Desde entonces, Michael se sentía molesto y abochornado siempre que le presentaban una factura hecha con escrupulosa corrección. Levantaba la vista hacia la pared de detrás de la caja y contemplaba el retrato del santificado Baba Sali, y a continuación el de Rabbi Sharabi, de quien se rumoreaba que no hacía mucho que había echado una maldición al edificio. El retrato colgado sobre la caja pretendía proteger al restaurante de los efectos de la maldición.