Nadie sabía quién de los tres empleados del restaurante, que a veces llevaban un gorrito en la coronilla y otras la cabeza descubierta, era Meir. Como siempre, recibieron a Tzilla con entusiasmo, y se apresuraron a refrenarlo al avistar la alta figura que la seguía.
Respondieron «Bien, gracias a Dios», a la pregunta «¿Qué tal va el negocio?» de Balilty.
– Y tres raciones de patatas fritas -le dijo Tzilla al joven sin afeitar que estaba tomando nota-. La calima se ha levantado y he recuperado el apetito -le explicó, y él sonrió.
Se sentaron a una mesa de la salita interior. Michael contempló el patio oscuro y descuidado a través del ventanal. La maldición de Rabbi Sharabi había ahuyentado a los inquilinos del edificio y el restaurante de Meir era la única fuente de luz en la fantasmal oscuridad, que todo lo envolvía. Fijándose por primera vez en un helecho que se descolgaba por la pared de enfrente, se preguntó cómo conservaría su verdor en la perpetua penumbra. Recordó los repetidos intentos de Nira de cultivar helechos en su habitación de estudiantes cuando las demás plantas se habían agostado, convirtiéndose en tallos resecos y amarillos. Tzilla siguió su mirada y, como si le hubiera leído el pensamiento, dijo:
– Ese helecho es de plástico, y el otro, también -y señaló la pared que Michael tenía a su espalda. Y cuando lo vio dirigiendo la vista en la dirección indicada, añadió con una sonrisa-: ¿Y qué me dices de esto? -y extendió la mano hacia la pared de ladrillo rojo oscuro que estaba a su derecha y, delicadamente, despegó la esquina de un ladrillo, dejando al descubierto el hormigón gris de debajo-. Está empapelada, ¿lo sabías?
Michael, convencido de que habría dicho que la pared estaba encalada si se lo hubieran preguntado, se sintió un poco avergonzado y alzó los ojos hacia las vigas de madera del techo y luego la dirigió hacia la pared de enfrente, a la caricatura de Peres y Shamir, vestidos como bailarinas de la danza del vientre, y a los grandes cuernos de toro colgados a su lado.
Tzilla prorrumpió en carcajadas y comentó:
– Has estado aquí un millón de veces. ¡Y pensar que cuando estás trabajando no se te escapa el menor detalle! Pero aquí no estás de servicio, ¿verdad?
Y Michael se apresuró a protestar, alegando que recordaba muy bien el cartel de Shamir y Peres. Pero Tzilla se mantuvo firme:
– Lo que quiero decir es que no te fijas en nada cuando no estás de servicio. Dime una cosa, ¿has visto el gran cuadro de la entrada?
Michael asintió inseguro, y ella irguió la cabeza desafiante y preguntó:
– ¿Puedes describirlo?
Michael comenzó a girar la cabeza, pero ella le prohibió mirar hacia atrás.
– Es algo relacionado con los beduinos, ¿un cuadro bíblico, quizá?
– Ahora ya puedes volverte a mirar -repuso Tzilla riendo.
Michael se levantó y se dirigió a la sala exterior para examinar de cerca el enorme cuadro de vivos colores. En él se veían una palmera y una tienda de campaña, en la que estaban acuclilladas varias figuras, que parecían pastores, y a su lado había una hoguera. Michael lo estudió con detenimiento, regresó lentamente a la mesa y, después de sentarse, enumeró con gran satisfacción de Tzilla todos los detalles del cuadro. Luego añadió:
– Y ahí afuera también hay una planta, y ésa no es de plástico.
– Menuda noticia, es un cordobán -replicó Tzilla desdeñosamente-. Crecen en cualquier parte, lo resisten todo.
En ese momento apareció el joven sin afeitar, restregó con un paño húmedo la superficie de formica marrón y les preguntó si querían ensaladas. Todos asintieron y Balilty fue el primero en lanzarse sobre la ensalada turca y la ensalada marroquí de zanahorias. Tzilla roció de jugo de limón la ensalada de verduras picadas e hizo un discurso sobre el arte de preparar una ensalada como es debido.
– ¿Ves?, no la aliñan ni le ponen limón hasta el momento de servirla, por eso se conserva así, como tiene que ser -aleccionó a Balilty, que hizo un gesto afirmativo, alargó el brazo hacia las pitas y comentó satisfecho que estaban calientes. Después explicó que la remolacha era excelente para hacer bien la digestión y se sirvió una buena ración inclinando la pequeña fuente sobre su plato. Mientras esperaban el plato fuerte y Balilty se servía generosamente ensaladas y pitas, Eli puso a su mujer al corriente de los detalles del caso. Michael tomaba a sorbos una cerveza y observaba a la pareja con satisfacción, aunque también con una tristeza que no acababa de entender.
Tzilla y Eli llevaban varios años trabajando con él, y su noviazgo, lento, tortuoso y lleno de vicisitudes se había desarrollado ante sus ojos. Eli Bahar había cumplido los treinta el año anterior a su boda con esta joven decidida, que había luchado por él con una persistencia digna de encomio. Michael había sido testigo de la etapa en la que ella fingió rendirse, y se había preguntado si Eli, que declaraba a menudo su intención de no atarse a «ninguna mujer, sintiera lo que sintiese por ella», terminaría por ablandarse y renunciar a su libertad. Ahora, al verlo mirando a Tzilla con ternura, mientras le contaba los últimos acontecimientos, Michael se sintió contento, a la vez que repentinamente viejo. Nunca se le habían confiado. Y él no hizo preguntas, limitándose a observar con interés, como quien mira a dos niños leyendo un cuento cuyo final ya se conoce. Se alegró cuando al fin se casaron, aunque no podía menos de prever que su vida en común no iba a ser fácil. Eli era retraído y Tzilla rebosaba vida e inagotable energía. Bastaba mirarla a los ojos, siempre luminosos, despejados y muy abiertos, para leer en ellos los secretos de su corazón.
Hacía unas cuantas semanas que no la veía y ahora estudiaba su rostro, más pálido de lo habitual y con ribetes de desasosiego. Michael sabía que Tzilla tenía enormes deseos de ser madre. En los últimos meses se había dejado crecer el pelo, después de llevarlo corto durante muchos años, y le caía en ondulados mechones hasta los hombros. Tenía una figura más redondeada, más femenina, aunque aún no se le notaba el embarazo más que en los senos, que asomaban, exuberantes, por el escote redondo de su vestido.
Michael pensó en los cambios acaecidos en ella, en el fino vestido que había sustituido a los vaqueros, en sus delgados hombros y brazos, ahora más torneados, y concluyó que ciertamente había ganado en atractivo. Alabó en voz alta su pelo.
– Sí, sabía que te iba a gustar -dijo ella con un suspiro-, pero siento que mis treinta y dos años no le pasan desapercibidos a nadie -y colocó las esbeltas piernas sobre la silla que tenía enfrente.
– A los treinta y dos años -dijo Michael sonriendo-, una mujer está empezando a vivir. Sólo hay algo más atractivo que una mujer de treinta y dos años, una mujer de treinta y tres.
– Vamos, Michael, no empieces; te conozco. Eres incapaz de ver a una mujer sin piropearla. Y, créeme, no hace falta que digas nada, basta con que la mires…, y deja ya de sonreír así.
La sonrisa se dilató antes de desvanecerse. Desde que era una mujer casada, Tzilla, que antes le trataba con cierta timidez, se había vuelto más atrevida, haciendo comentarios cada vez más personales, como si entre ellos se hubiera derrumbado alguna barrera amenazadora. A veces se sentía cohibido por la mordacidad de su lengua.
«Treinta y dos años», pensó Michael mientras les servían el segundo plato, y perdió el apetito. Observó la carne de las brochetas: saslic de buey de primera apenas hecho, kebabs de cordero con especias picantes y, como broche final, algo que Tzilla y el camarero llamaban muleyas, negándose a desvelar su origen. Lo que le apetecía era pan negro y queso de cabra, cebollas…, los alimentos que le abrían el apetito de pequeño, mientras leía libros sobre pastores pobres. A pesar de todo, probó la ensalada de verduras muy picadas y las doradas patatas recién fritas, sobre las que a Tzilla se le había ido la mano con la sal, y cuando Balilty comentó que se percibía el gusto del arak con el que habían adobado la carne antes de hacerla a la parrilla, mojó un cuadradito de saslic en el tahín y se llevó a la boca el tierno pedacito de carne. Mientras masticaba, le dio vueltas y vueltas a las últimas frases de Tzilla. «Treinta y dos años, una edad cruel», pensó. «La edad en que te sobreviene la sensatez y comienzas a descubrir en qué consiste realmente la virtud del compromiso.» Pensó en Maya y en cómo le habría gustado estar con ella en esos momentos. Tzilla no comía con su habitual fruición. También ella se limitaba a picotear algo de aquí y de allá. Balilty no pronunciaba palabra. Dedicaba toda su atención a la carne, comiendo con sostenida concentración, y al acabar se dio una palmada en la tripa y alabó con un gruñido la calidad de la comida.