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más de una ocasión: «Personas delicadas, espirituales, que ni siquiera lograron sobrevivir al traslado desde Praga, almas nobles». Ruchama imaginaba a su madre como una mujer delgada y de piel oscura, con crepitantes vestidos de seda, inclinada sobre la silueta de un niño. No tenía una imagen clara del Tirosh niño; sólo conseguía visualizar una versión a menor escala del Tirosh adulto, un hombre en miniatura jugando sobre céspedes ingleses entre flores de aromas embriagadores. (Ruchama no conocía Praga ni Viena.) Con respecto a su infancia, Tirosh sólo había ofrecido un puñado de detalles, en general relativos a «una serie de niñeras llamadas fräulein, ya sabes, ayas como las que aparecen en los libros. En realidad fueron ellas quienes me criaron, y las considero responsables de mi soltería». Se lo había contado en uno de los raros momentos en que se sinceraba, después de que ella expresara la extrañeza que le inspiraban sus hábitos compulsivos con respecto al orden y a la limpieza.

Sólo tenía veinte años cuando llegó a Israel, pero nadie lo recordaba vestido de una forma diferente.

– ¿Y qué hará en el ejército? -le preguntó Aharonovitz a Tuvia en una ocasión, sin asomo de burla, más bien con una especie de agria admiración-. ¿Cómo conservará ese aire de distinción en el ejército? Y no me refiero sólo a la ropa; sus costumbres a la mesa también plantean un problema, ese vaso de vino blanco que por lo visto no perdona en las comidas, y el coñac en una copa adecuada al final del día. Me pregunto por qué esta celebridad nos honra con su presencia a los provincianos, en lugar de al mundo en general, en alguna metrópoli auténtica, como París, por ejemplo.

Y Ruchama recordaba el ruido que había hecho Aharonovitz al sorber el café antes de proseguir con una sonrisa:

– Por otro lado, en un sitio como París nadie repararía en todos los estornudos y bostezos que su eminencia se digna emitir, mientras que en nuestro pequeño país, tal como dijo el bardo, un hombre se convierte en leyenda, y la prensa se apresura a dejar constancia de todos los salones hollados por su pie.

En aquel entonces Tuvia todavía era un simple universitario, aún no se había convertido en ayudante de Tirosh ni había entre ellos ninguna relación especial.

– Ese tipo es un espécimen exótico en nuestra tierra, aunque haya condescendido a adoptar un nombre hebreo -ese comentario de Aharonovitz había arrancado a Ruchama una sonrisa disimulada-. ¡Shaul Tirosh! No sé si habrá alguien que se acuerde de su verdadero nombre. Y no pongo en duda que ha de ser un recuerdo poco agradable para éclass="underline" Pavel Schasky. ¿Lo sabíais?

Y los ojos rojizos y parpadeantes de Aharonovitz se volvieron hacia Tuvia. Eran otros tiempos, previos a la época en que la gente dejó de hablar de Tirosh delante de Tuvia y comenzó a tratarlo como si padeciera una enfermedad mortal.

– Pavel Schasky -repitió Aharonovitz con franco regocijo-, ése es el nombre con el que nació, y no es un recuerdo que atesore. Quién sabe; tal vez imagina que no hay alma viviente que recuerde su nombre. Quienes están en el ajo aseguran que fue lo primero que hizo al arribar a estas costas: cambiarse de nombre.

Ruchama nunca había logrado tomarse a Aharonovitz en serio; siempre la obligaba a reprimir una sonrisa. No estaba segura de si su manera de hablar era deliberada o si quizá no había caído en la cuenta de que uno podía expresarse de otra forma. Le divertía particularmente cómo pronunciaba determinadas palabras a la trasnochada manera asquenazí.

Durante aquella conversación, Tuvia había dicho:

– ¿Y qué más da? ¿Por qué preocuparse de esas menudencias? Lo que importa es que es un gran poeta, una persona con muchos más conocimientos que ninguno de nosotros y, además, el mejor profesor que he tenido nunca, con un don insuperable para separar el grano de la paja. Supongamos que siente la necesidad de convertirse en una leyenda, ¿qué nos importa eso a nosotros?

Eso es lo que Tuvia había dicho entonces, con la sencillez y la franqueza que lo caracterizaban antes de que una sombra gigantesca, densa, oscureciera su mundo, antes de que perdiera el rumbo.

Fue una conversación que tuvo lugar cuando Tuvia todavía estimaba a Aharonovitz, cuando aún confiaba en él lo suficiente como para invitarlo a su casa.

– Cierto, cierto, no voy a negarlo -había replicado Aharonovitz-, pero es que hay otros problemas. No puedo soportar la adoración que inspira al género femenino, la manera en que le bailan el agua, esa fascinación, esa expresión hipnotizada que asoma a los ojos de las mujeres cuando las mira -y añadió exhalando un profundo suspiro-: No voy a negar que sabe distinguir un poema bueno de otro malo. Ni que desempeña el papel de protector y padre espiritual con nuestros jóvenes poetas; pero con la condición, amigo mío, no lo olvidemos, de que le caigan en gracia, sólo con esa condición. Dios los proteja en caso contrario. Si su sapientísima persona decide que un poeta es «mediocre», más le vale al pobre diablo cubrirse de arpillera y cenizas y partir a buscar fortuna en otras tierras. En cierta ocasión fui testigo de cómo este noble caballero rechazaba a un aspirante a sus favores. No movió ni un músculo de su pétrea expresión al pronunciarse: «Esto no vale nada, joven. No es usted un poeta y, evidentemente, nunca lo será». Y yo os pregunto: ¿cómo podía saberlo? ¿Acaso es profeta? -y Aharonovitz se volvió hacia Tuvia con los ojos aún más enrojecidos que antes y un salivazo voló en dirección a Ruchama cuando añadió a voz en cuello-: ¡No os vais a creer a quién se lo dijo! -y mencionó el nombre de un poeta bastante conocido, cuya obra nunca había interesado a Tuvia-. Y luego está el asunto ese del soneto; ¿no os han contado lo del soneto? -no esperó a que le respondieran; estaba lanzado-. Cuando Yehezkiel publicó su primer libro, se celebró una velada literaria en su honor en la planta baja del Teatro Habima de Tel Aviv. Se leyeron sus poemas, hubo discursos, y después nos fuimos a un café, el que estaba en boga en aquel momento, ni que decir tiene, frecuentado por poetas, y éramos un grupo muy nutrido, de poetas también; podría mencionar a alguien cuya obra cuenta con la rendida admiración de Yehezkiel.

– ¿Quién? -preguntó Tuvia.

– ¿Cómo que quién? El caballero de quien estamos hablando, Tirosh, el objeto de tu devoción. Pues bien, Yehezkiel era el hombre más feliz de la tierra. Pero nuestro amigo no es de los que se muerden la lengua cuando ven a alguien feliz, decir la verdad es su deber sagrado, el sello de su grandeza, y por un vaso de coñac vendió el derecho de primogenitura de Yehezkiel y compuso dos sonetos perfectos, uno detrás de otro, sólo para demostrar que componer un soneto no es nada especial.

– ¿Así de repente, sobre la marcha? -preguntó Tuvia con palpable admiración.

– Así mismo, en el acto, después de leer en alta voz el soneto de Yehezkiel y de esbozar su célebre sonrisa. Y después de sonreír anunció: «Por un vaso de coñac os escribiré un soneto perfecto, como éste, en cinco minutos, ¿qué os parece?». Los demás también sonrieron, y él escribió en dos minutos, que no en cinco, dos sonetos que se ajustaban a todas las reglas y de ninguna manera inferiores a los poemas de Yehezkiel. ¿Cómo se puede concebir algo así? ¿Y para qué? ¿Para impresionar a esa gente a quien él llama poetastros?

Y Aharonovitz se volvió hacia Ruchama, que trató en vano de dar muestras de indignación, y luego miró de nuevo a Tuvia y le preguntó:

– ¿Todavía lo consideras digno de admiración? ¡Pero si es pura decadencia!

Tras exhalar un hondo suspiro, Tuvia explicó que la otra cara de la moneda era el valor que poseía Tirosh para mostrarse tal como era. El valor de expresar sus opiniones en clase, el valor de decir que el emperador iba desnudo, de dar a sus cursos unos nombres que harían palidecer a cualquier otro profesor sólo con pensar en ellos.