El policía se inclinó hacia ella sobre la mesa. Racheli se fijó en sus largas pestañas oscuras, en sus espesas cejas, y luego él le dijo en tono persuasivo, autoritario:
– Déme un ejemplo; describa una situación en la que haya estado implicada directamente.
– No sabría explicarlo bien, pero estuve a solas con él en la secretaría unas cuantas veces, y una vez, mientras reparaban una gotera de la calefacción de su despacho, tuvo que dar clase en la secretaría, y durante un rato estuvimos solos, porque Adina, que nunca falta, se estaba recuperando de una operación sin importancia, y empezamos a hablar. Se portaba como si estuviera muy interesado en mí. Recuerdo haber sentido que estaba sucediendo algo verdaderamente especial; él, el eminente profesor y poeta y todo lo demás, me estaba hablando a mí, una simple estudiante, como si fuera toda una mujer.
Racheli se detuvo, pero el policía no le quitó los ojos de encima, como si esperase que continuara.
– Al mismo tiempo, me daba la impresión de que estaba viendo una película, una película que ya había visto. Se colocó junto a la ventana, miró hacia fuera y empezó a hablar de sus cosas, como para sí. Dijo que a su edad no podía evitar preguntarse si tenía algún amigo verdadero, y comentó algo sobre la soledad del ser humano en general, y citó un poema de Natán Zaj: «No es bueno que el hombre esté solo, y, a pesar de todo, está solo», y me preguntó si había reflexionado alguna vez sobre el significado de esos versos…, fue así como empezó todo. Después habló de las amistades verdaderas, y yo pensaba: ¿Por qué me está contando todo esto, qué espera de mí? Y sentí que si me dejaba llevar por esa conversación me ocurriría algo terrible, que él…, ¿cómo podría explicarlo?…, que me sentiría atraída por él. Eso es. Era tan atractivo…, estuve a punto de acercarme a él para consolarlo, pero algo me detuvo. Me dio la impresión de que en realidad no era a mí a quien hablaba, sino que daba la casualidad de que yo estaba allí. Al fin y al cabo, no me conocía de nada -se justificó-, pero lo que de verdad me asustaba era esa fascinación que ejercía sobre mí, esa fuerza que me arrastraba hacia él, para rozar apenas su terrible, su infinito sufrimiento, aunque no pudiera ayudarlo: yo me entregaría a él por completo y él no me daría nada a cambio, no tenía nada que dar. No sé cómo explicarlo.
– Lo explica perfectamente -dijo el policía con expresión seria, alentadora.
Racheli se sonrojó, y como no quería que se notara cuánto le había emocionado el cumplido, prosiguió:
– El discurso que hizo sobre la soledad me sonó extraño después de haber oído tantas historias.
– ¿Historias? -preguntó el policía, y apagó el cigarrillo, que despidió un olor intenso, en el cenicero de hojalata situado al borde de la mesa, a la vez que tomaba unas rápidas notas.
– Bueno, circulaban historias para todos los gustos -dijo Racheli, aturdida-. Rumores.
– ¿Como por ejemplo? -preguntó él suavemente.
– Todo tipo de cosas -y, una vez más, Racheli sintió un espasmo en la garganta y que sus pies, calzados con sandalias bíblicas, comenzaban a sudar, pero el policía no le permitía eludir el tema. Su mirada le decía: confíe en mí; quiero que me lo cuente-. Cotilleos sobre sus relaciones con las mujeres, y con otros poetas, y con todo tipo de gente.
– ¿Cree usted que, cuando le habló aquel día, de verdad se sentía solo?
– Sí y no. Básicamente me pareció un monólogo de novela, o de película. No me gustan esas declaraciones huecas. Y la maniobra de ponerse junto a la ventana, como si quisiera resaltar su mejor perfil. Pero, al mismo tiempo, sonaba convincente, en cierto modo le creía, y eso es lo que me daba tanto miedo. En aquel momento no lo entendía; es ahora cuando he conseguido expresarlo con palabras.
– ¿Quién diría usted que era la persona más allegada a él?
Y Racheli pensó una vez más que le estaban asignando un papel importante, de protagonista, que al fin le pedían que expusiera las conclusiones de sus prolongadas y pacientes observaciones.
– Bueno, se suponía que era amigo íntimo del profesor Shai -dijo vacilante.
– ¿Pero? -preguntó el policía, y aguardó pacientemente.
– Pero yo no soportaba ver al profesor Shai humillándose de esa forma…, lo idolatraba. Y no hablemos ya de la historia con su mujer.
– ¿Su mujer? -inquirió el policía.
Racheli le miró los morenos brazos, enfundados en una camisa blanca, y pensó que sabía exactamente cómo olería esa piel, una fragancia fresca, y notó que el color se le subía a la cara.
– La mujer del profesor Shai, Ruchama. Apenas la conozco; sólo la he visto un par de veces, aparte de hablar con ella por teléfono, pero a pesar de todo… -buscó las palabras adecuadas y, al final, dijo-: Todo el mundo lo comentaba; era obvio que estaban juntos.
No lograba hablar con la rapidez necesaria para expresar con claridad y elocuencia lo que quería decir sobre el extraño triángulo que estaba en boca de todos los profesores, de los estudiantes, de todo el mundo. Salvo de Adina, claro está, ella nunca aludía a ese tema.
– ¿Juntos? -preguntó el policía-. ¿Se refiere a Ruchama Shai y al profesor Tirosh? ¿Vivían juntos?
– No, pero era como si viviesen juntos los tres. Era de dominio público, y yo creo que el profesor Shai también lo sabía; y no soy la única que lo piensa. La cosa duró muchos años, pero últimamente… -Racheli dirigió la vista hacia el policía, vacilante, pero él asintió como diciéndole: «Soy todo oídos», y ella continuó-: últimamente algo había cambiado.
El policía guardó silencio.
– Ella lo buscaba, y él desaparecía, o nos pedía que dijéramos que no estaba; es decir, a cualquiera que preguntase por él, no es que nos pidiera que sólo se lo dijésemos a ella, pero yo notaba que entre ellos las cosas ya no eran como antes, parecía que él la esquivaba.
Racheli ya no podía callar. Ella, que llevaba meses y meses observando a esas personas, que había oído hablar de ellas desde que comenzó a estudiar en la universidad, y que se había guardado para sí todas sus impresiones hasta ese momento, sentía de pronto una imperiosa necesidad de contárselo todo a aquel hombre; durante un instante, apenas un segundo, se oyó a sí misma y no daba crédito a sus oídos. Se preguntó si tal premura no derivaría del deseo de aproximarse a él, del deseo de que la tocara, sonriendo con esa sonrisa simpática que la impulsaba a hablar sin tregua; o, tal vez, la necesidad de hablar brotaba de tener al fin alguien que la escuchaba, alguien que demostraba interés en su larga labor de observación y apreciaba su perspicacia.
– Y ¿por qué cree que el profesor Shai lo sabía?
– En primer lugar, porque todo el mundo pensaba que lo sabía, y también por ese servilismo suyo hacia Tirosh. Además, Tuvia Shai no es imbécil ni ciego, y todos los demás se daban cuenta; y estando él en la secretaría, su mujer llamó preguntando por Tirosh más de una vez. Ni se molestaban en disimular. Era algo espantoso; yo no entendía por qué él, o sea, el profesor Shai, seguía con ella, por qué no se divorciaba.
Sonó el teléfono. Él levantó el auricular y dijo:
– Sí.
Su rostro se transformó. La expresión benigna con que la había escuchado se esfumó mientras apuntaba, tenso, algunas palabras. Pero no retiró la vista de ella, y ahora Racheli ya se sentía lo bastante segura como para sostenerle la mirada.
– ¿Entre las dos y las seis? -dijo con voz seca, diferente-. Está bien, me pondré en contacto contigo más tarde, dentro de un rato -colgó el auricular y encendió otro cigarrillo.
Luego quiso informarse sobre Iddo Dudai, y Racheli dijo:
– Era un tío muy majo, agradable; hasta a Adina le caía bien. Pero se tomaba las cosas demasiado en serio, en el terreno profesional, quiero decir…, por ejemplo, nunca decía lo primero que se le pasaba por la cabeza; pero todo el mundo lo respetaba y a mí me gustaba su forma de ser.