– ¿Y a Tirosh?
– ¿Que cómo era su relación con Iddo, quiere decir? Creo que él también lo respetaba; lo trataba con una actitud paternal, aunque también se burlaba un poco de él. Bueno, no es que se burlara exactamente, pero sí se tomaba a guasa su seriedad, y su manera de analizar todo con lupa. Pero se veía que lo hacía sin malicia.
– ¿Tirosh también practicaba el submarinismo?
– ¿El submarinismo? -Racheli tuvo la sensación de que el policía sabía algo más que ella, que ahora él había tomado las riendas de la conversación-. No, ¿por qué iba a hacer submarinismo? Siempre se reía de los deportes y decía que la vida era demasiado corta para sufrir. «Sólo el esquí merece la pena», le oí decir una vez, «pero sólo en Suiza, en los Alpes, no en el Monte Hermón». Pero tampoco logro imaginármelo esquiando…, si lo ha visto alguna vez, con esos trajes suyos, entenderá que no era el tipo de persona aficionada a los deportes al aire libre, a pesar de que siempre estuviera moreno. Decía que le encantaba el mar, pero no lo veo yo buceando. Era Iddo el que estaba loco por el buceo.
No osó preguntarle por qué quería saberlo, pero le pareció que el asunto escondía algo, algo de lo que ella no tenía ni idea.
– Y aparte del asunto con la señora Shai, ¿notó usted algún otro cambio? ¿Ha pasado algo fuera de lo común en los últimos tiempos? A Tirosh, ¿se le veía tenso? ¿Diferente?
Racheli titubeó antes de responder. Recordaba la palidez y el aspecto exhausto de Tirosh después de la reunión de departamento del viernes; fue la primera vez que notó en él las huellas de la edad, las profundas arrugas en las mejillas, el andar cansino.
– Diga lo que sea -dijo el policía- Lo primero que le venga a la cabeza.
Racheli le informó de esos cambios y luego resumió así la situación:
– El viernes, a última hora de la tarde, se celebró un seminario, y todos salieron de él como si hubiera sucedido una catástrofe, pero yo no acababa de entender qué había pasado. No estuve presente, pero Tsippi, una ayudante, me contó que Iddo había atacado al profesor Tirosh y que se montó un follón tremendo. Claro que siempre andan montando follones por cosas así; puro politiqueo. Por lo visto se creen que una sola palabra suya puede modificar el panorama de la literatura en Israel, y, a veces, incluso llegan a imaginar que tienen poder para influir sobre el mundo entero -tanta acritud y agresividad la sorprendieron a ella misma.
– Y ¿qué me dice de Iddo? ¿Notó algún cambio en Iddo?
– Desde que volvió de Estados Unidos, estuvo allí un mes, con una beca, desde entonces ya no era el mismo -dijo Racheli, y se dio cuenta de que estaba repitiendo lo que le había oído decir a Tuvia Shai.
– ¿Cómo describiría ese cambio? -preguntó el policía, y volvió a inclinarse hacia delante y a clavarle la vista, como si ardiera de expectación por oír su respuesta.
– Qué sé yo; es como si estuviera disgustado por algo, intranquilo, enfadado, y evitaba a Tirosh. Claro que eso puede tener algo que ver con lo que oyó al volver.
– ¿Qué oyó?
– No sé si será verdad, pero corría ese rumor, y yo los vi en Meirsdorf, comiendo en el restaurante de la residencia… a la mujer de Iddo, Ruth, y a Tirosh. Quién sabe, quizá ésa era la manera de tratar a las mujeres del profesor Tirosh, pero a mí me dio la impresión de que aquello era algo más que una comida entre amigos. Tenía esa expresión atormentada en la cara, ésa de la que le he hablado, la misma que cuando se paró junto a la ventana, y después le oí decir al profesor Aharonovitz… -Racheli hizo una pausa para tomar aliento, y también para dar a entender que no le caía bien el profesor Aharonovitz…, él se daría cuenta, estaba segura, no se le escapaba nada-. No me lo dijo a mí, estaba hablando con otra persona mientras hacían cola para pagar en Meirsdorf, y le oí, porque ellos no me vieron; dijo -dirigió la vista al techo, oyendo su propia voz, cargada de antipáticas insinuaciones-: «Mirad cómo nuestro gran poeta atrapa en sus redes a otra mujer. Pobres ingenuas».
– ¿Cree que era su amante? ¿La mujer de Iddo Dudai? -preguntó el policía- ¿Y que Iddo lo sabía?
Racheli asintió con la cabeza y luego dijo:
– Y además Iddo no era el tipo de persona que acepta una situación así, como el profesor Shai.
– ¿Por qué cree usted que el profesor Shai la aceptaba? -a Racheli le dio un brinco el corazón al oír el énfasis concedido al «usted».
– No lo sé -repuso, y a pesar de esa indecisión inicial, las palabras afluyeron a sus labios sin esfuerzo-: Es algo que me ha hecho pensar mucho, porque el profesor Shai es un persona muy honrada, una persona legal. Incluso puede resultar simpático, pero creo que admiraba tanto al profesor Tirosh que ni siquiera podía rebelarse contra eso. Le he oído decir en más de una ocasión que, para él, la verdadera genialidad es algo irresistible. Cuando regresó de Europa, de un congreso, a principios de año, habló de Florencia, de la estatua de David. Estaba hablando con Iddo, en la secretaría; nunca había oído hablar en esos términos de una obra de arte. Era como si estuviera refiriéndose… -Racheli buscó la palabra mientras él esperaba, paciente-…como si estuviera hablando de una mujer o algo así -declaró por fin, y se mordió los labios.
– Y él, ¿hacía submarinismo? -inquirió el policía, y encendió otro cigarrillo.
– ¿Quién? ¿El profesor Shai? Ni hablar. ¿No ha visto cómo es? -y se contuvo para no preguntar por qué le interesaba tanto el submarinismo; una pregunta condenada a quedar sin respuesta.
– ¿Había algún otro aficionado al submarinismo en el Departamento de Literatura?
Racheli lo miró de hito en hito, desconcertada, e hizo un gesto negativo. Después respondió dócilmente a las preguntas sobre lo que había hecho desde el viernes, durante el fin de semana. Explicó que había salido de trabajar el viernes al mediodía, que le tocaba limpiar la casa y hacer la compra y que esperaba a sus padres, que iban a venir a verla desde Hadera y llegaron a las cuatro de la tarde.
– Así que ¿es usted de Hadera? -preguntó él sin dejar de tomar notas, y ella asintió, comprendiendo de pronto el objetivo de aquellas preguntas. Haciendo acopio de valor, inquirió si estaba comprobando su coartada.
Él volvió a esbozar esa sonrisa que le achicaba los ojos y resaltaba sus pómulos, y dijo:
– No hay por qué darle ese nombre, pero sí, más o menos -y, sin detenerse, le preguntó si tenía alguna idea sobre quién podría haber asesinado a Shaul Tirosh.
Ella negó con la cabeza. Había estado pensándolo toda la noche, dijo; la imagen del cadáver, su hedor, no le habían dejado pegar ojo; pero no tenía ni idea. Ninguna de las personas que conocía le parecía un asesino.
– Y en los seminarios del departamento -prosiguió él, y Racheli adivinó que estaba a punto de despedirla-, ¿se levanta acta de lo que sucede?
– No; son muy populares, los seminarios; a veces se publican las ponencias. Pero éste en concreto debió de ser muy especial; me han dicho que lo grabaron para la radio y la televisión, me lo dijo Tsippi al día siguiente.
Al policía se le alteró la expresión, según advirtió Racheli; como si hubiera descendido un velo sobre la habitación, el ambiente se transformó.
– ¿La televisión? -repitió, y sus ojos centellearon-. ¿Es normal? ¿Siempre acude la televisión a los seminarios?
– No -replicó Racheli-. Claro que no; los seminarios se celebran todos los meses. Éste era especial porque lo daba el profesor Tirosh: lo llamaban el niño bonito de los medios.
– ¿Quién lo llamaba así, por ejemplo?
– Aharonovitz, creo. Siempre estaba poniendo en ridículo al profesor Tirosh, pero nunca se lo decía a la cara.