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– ¿Tenía Aharonovitz algún motivo especial para poner en ridículo a Tirosh?

– Ninguno que yo sepa. Quizá fuera envidia patológica. Pero nunca se burlaba de su poesía. Junto a Tirosh, Aharonovitz tenía un aspecto repulsivo; no es nada atractivo, de por sí, pero al lado del profesor Tirosh su fealdad resaltaba más.

Y entonces Racheli se sintió terriblemente cansada; tenía la decepcionante certidumbre de que aquel hombre no iba a acercarse a ella y le faltaban las fuerzas para pronunciar una sola palabra más.

Como si hubiera percibido su estado de ánimo, él se levantó y dijo que tal vez volvería a requerir su ayuda a lo largo de la investigación, pero que de momento se podía marchar. Sus oscuros ojos descansaron sobre el rostro de la muchacha un instante, pero ya no estaba con ella.

Una mujer joven de enormes ojos azules abrió la puerta con gesto brusco y decidido y dijo:

– Oye, Michael… -luego reparó en Racheli y se detuvo en seco.

«Michael», pensó Racheli, «claro, se llama Michael». Y aunque la mujer esperó a que ella se marchase antes de volver a hablar, Racheli percibió la intimidad que había entre ellos, que se trataban de igual a igual; el corazón se le cayó a los pies cuando él abrió la puerta de par en par y le dijo:

– Muchas gracias.

Sin replicar, Racheli se precipitó hacia el pasillo, donde reparó en la expresión asustada de Adina, que se levantó y se dirigió hacia ella desde un rincón. Pero Racheli huyó; no se sentía con fuerzas para enfrentarse a Adina Lipkin y responder a sus preguntas sobre lo que había ocurrido ahí dentro, en el despacho del policía.

Racheli corrió pasillo adelante, bajó apresuradamente las escaleras hasta la planta baja, y, siempre a la carrera, cruzó el patio de la comisaría y enfiló la calle Jaffa.

Parpadeó y se frotó los ojos cuando, al salir al aire libre, el sol le pegó con fuerza en la cara. Se detuvo ante el escaparate de la Librería Jordán al avistar el último libro de Ariyeh Klein, Elementos musicales en la poesía medieval. Las piernas le temblaban mientras aguardaba a que se abriera el semáforo de la plaza de Sión. El vendedor de periódicos de la otra acera la miró resignado mientras se paraba a ojear los titulares de los periódicos matinales, donde se exhibía la foto de Shaul Tirosh y se informaba sobre su asesinato. Luego compró un periódico y se dirigió al Café Alno, en el paseo peatonal, tomando asiento en una mesa. La camarera esperó impaciente hasta que le dijo: «Coca-cola con limón». Luego trató de leer la noticia, que continuaba en una página interior e incluía una descripción del cadáver y una biografía de Shaul Tirosh, así como detalles concernientes al jefe del equipo especial de investigación, el superintendente Michael Ohayon, cuya fama se debía principalmente a la resolución del asesinato, dos años atrás, de la psicoanalista Eva Neidorf. No se comentaba nada sobre su edad ni sobre su vida privada. Racheli observó al hombre que desayunaba en la mesa de su izquierda, y luego a la pareja de ancianos que, en otra mesa cercana, tomaban café hablando por los codos, y por último miró el gran reloj de la pared de enfrente y, al ver que eran las once, recordó que el examen de estadística había comenzado a las nueve y terminaría dentro de media hora. Tras un fugaz ataque de pánico, se tranquilizó diciéndose que podría presentarse al examen más adelante, pero no logró calmarse; las manos le temblaban tanto que hubo de dejar el vaso sobre la mesa. El hombre que estaba desayunando pagó y se marchó; la camarera recogió los platos y puso un ejemplar del diario Ha'aretz en la mesa de Racheli. En la primera página, junto a la imagen de Shaul Tirosh, había un retrato del hombre con el que había pasado la mañana, el superintendente Michael Ohayon. Tenía los brazos extendidos hacia delante, como manteniendo a alguien a raya, y los labios entreabiertos. Contemplando la fotografía, Racheli levantó el vaso y bebió el refresco a pequeños sorbos.

8

– Pero ¿qué le has hecho? A una niña como ella -dijo Tzilla, sentándose frente a él.

– Ya no es ninguna niña. Es una chica agradable -replicó Michael distraído, volviendo a marcar compulsivamente un número de la línea exterior, que no paraba de comunicar.

– Y además es guapa, ¿verdad? -dijo Tzilla en el tono coqueto que a veces empleaba cuando estaban a solas. Michael solía seguirle el juego, pero ahora no prestó atención a su expresión festiva e interrogante.

– ¿Qué pasa? ¿Alguna novedad? -le preguntó, marcando de nuevo.

Exhalando un sonoro suspiro, Tzilla comenzó a informarle: todos estaban avisados de cuándo les tocaba el interrogatorio, y además, habían estudiado los antecedentes penales de todos los miembros del Departamento de Literatura sin encontrar nada fuera de lo común.

– ¿Qué significa eso? -el teléfono seguía comunicando y la irritación de Michael iba en aumento.

– Significa que tienen multas de tráfico, que Iddo Dudai participó en una manifestación no autorizada y que Aharonovitz se quejó una vez del ruido que hacían los vecinos. ¿Me estás escuchando?

Asintiendo mientras marcaba una vez más, Michael dijo:

– El viernes de la semana pasada hubo un seminario de departamento que se grabó para la televisión. Quiero ver esa grabación…, hoy.

Tzilla se levantó, rodeó la mesa, y antes de que Michael hubiera terminado la frase y de marcar, ya había sacado del cajón de arriba un papel y un bolígrafo mordisqueado y había tomado nota. Sus brazos se rozaron y percibió el olor de Michael, un aroma fresco, delicado. Se apresuró a apartar el brazo.

– Y, por favor, llama a la mujer de Tuvia Shai y dile que venga a que la interroguemos, y también a la mujer de Iddo Dudai.

– Ya te dije ayer -replicó Tzilla volviendo a sentarse frente a él- que si empiezas a buscar a todas las mujeres con las que se ha acostado, se te irá la vida en ello.

Entonces alguien respondió a la llamada y Michael habló con el doctor Hirsh, del laboratorio de Criminalística, sin cesar de tamborilear sobre la mesa con los dedos. Tzilla salió y, cuando regresó con dos tazas de café, el folio que Michael tenía delante ya estaba lleno de anotaciones.

Michael tomó un sorbo de café, hizo una mueca y continuó hablando por teléfono. Transcurrieron algunos minutos antes de que Tzilla advirtiera que estaba hablando con otra persona.

– ¿Cuál es el problema? No puede ser difícil encontrar un modelo tan especial -y luego-: ¡Pero qué dices! ¿Cómo crees que vas a encontrarlo en el ordenador? ¿Desde cuándo los muertos dan parte de que les han robado el coche? Un Alfa Romeo GTV del año 1979. Registra a fondo toda la zona universitaria, el Monte Scopus…, ¡no voy a explicarte cómo tienes que trabajar! -colgó el auricular de un golpe.

– Está esperando afuera la secretaria del departamento…, no me acuerdo cómo se llama. Parece al borde del infarto. ¿Qué te ha dicho Hirsh? -preguntó Tzilla, sabiendo que de ahora en adelante no habría flirteo que valiera.

– El informe pericial no estará listo hasta pasado mañana; no pudo comenzar la autopsia hasta que recibió el mandamiento judicial, y el hecho de que no estuviera allí la familia ha complicado las cosas. Eli ha asistido a la autopsia.

Michael clavó los ojos en el papel que tenía delante, sabiendo muy bien qué expresión vería en el rostro de Tzilla al levantar la vista. Y, en efecto, tenía los labios fruncidos y los ojos fulgurantes, pero no dijo nada. Michael prefería evitarse las autopsias y Tzilla siempre se enfadaba porque eludiera ese deber y se contentase con recibir un informe de Eli. Pero Michael no estaba dispuesto a pasar el mal trago con cada nuevo caso. Estuvo a punto de decirle que cuando Eli fuera jefe de un EEI, él también podría mandar a un sustituto. En lugar de decírselo, volvió a mirar el papel y le explicó:

– La causa de la muerte ha sido una doble fractura en la base del cráneo, producida al parecer por un impacto contra el radiador. El forense que acudió al despacho ya lo había indicado: descubrió restos de sangre en el radiador. Hirsh dice que antes de caerse sobre el radiador ya estaba inconsciente, debido a la paliza recibida, y por eso se cayó. También tenía fracturadas algunas costillas, y hemorragias internas.