– No sabía que le habían dado una paliza -comentó Tzilla, y Michael recordó que no había visto a Shaul Tirosh en su despacho.
– Tenía la cara aplastada -le informó-. Supongo que le golpearon con algún objeto común en un despacho universitario: un pisapapeles, un cenicero grande o algún adorno. Los peritos dicen que sólo había manchas de sangre en el radiador. Ni rastro en ninguna otra parte. Pero todo está cubierto de huellas dactilares. Puede que el agresor empleara algo que encontró en el despacho o que llevara consigo el instrumento en cuestión, pero no tiene pinta de ser un asesinato premeditado; probablemente, el arma del crimen estaba en el despacho.
– ¿Qué huellas han encontrado? -quiso saber Tzilla-. ¿Se ha negado alguien a que le tomaran las huellas?
– No; nadie ha puesto ningún reparo. Las tomamos ayer, y ya hemos descartado a todas las personas con motivos justificados para haber estado allí. Hay huellas de Tirosh por todas partes, y de todos los que entraron en su despacho el domingo, y algunas no identificadas. No olvides que también los estudiantes acudían a su despacho; sólo Dios sabe quién habrá estado allí.
– ¿Crees que puede haberlo hecho una mujer? -preguntó Tzilla pensativa, cruzando las manos sobre el vientre como suelen hacerlo las mujeres encintas, incluso al principio de su embarazo, cuando aún no se les nota.
Michael la miró antes de responder cansinamente:
– Yo qué sé. A veces las personas tienen una fuerza demoníaca, sobre todo cuando están fuera de sí.
Se recostó contra el respaldo, estiró las piernas y encendió un cigarrillo. Había más casos pendientes sobre los que estaban trabajando otros equipos, y no podía descuidar sus deberes de jefe del Departamento de Investigación, sobre todo ahora que Azariya, su ayudante, se recuperaba en el hospital de una operación de columna. Le hubiera gustado descansar la cabeza sobre la mesa y abandonarse a las caricias de Tzilla. Aunque los dos se cuidaban mucho de evitar todo contacto físico, ahora mismo había en ella una dulzura, un atractivo especial. Llevaba el mismo vestido de la noche anterior, con los brazos desnudos, suaves y tersos. Michael se enderezó y dijo:
– Dile a Raffi que la hora estimada de la muerte se ha fijado entre las dos y las seis de la tarde del viernes. Yo creo que el asesinato se debió de cometer más bien hacia las dos que hacia las seis, porque el guarda de seguridad no registró ninguna entrada ni ninguna salida después de que se cerrasen las verjas -Tzilla interrumpió sus anotaciones para mirarlo inquisitivamente-. Para entrar o salir del campus por la noche cualquier día de diario y a partir de las cuatro del viernes, hay que facilitar el nombre al guarda de seguridad. Simple cuestión de procedimiento, pero el caso es que los nombres quedan registrados. Tienes que llamar al 883000 para informarles. Y, por favor, dile al comisario que quiero verlo hoy. Y comunica al equipo que mañana tenemos reunión a las siete de la mañana.
– ¿Y cuándo quieres ver la grabación de la tele?
Michael repasó mentalmente la programación del día y respondió.
– A última hora de la tarde -tras un instante de reflexión añadió-: Será el momento adecuado para trazar el orden del día de mañana, con todo el equipo presente.
Tzilla se puso en pie, con una lentitud inusual en ella, y cuando ya estaba en la puerta, Michael le dijo:
– Haz pasar a la secretaria, por favor -y, encendiendo la grabadora, se sacudió de encima la opresión que le agobiaba desde que había terminado de hablar con Racheli.
Adina Lipkin llevaba su «mejor vestido», lo que le hizo sonreír, ese vestido que imaginaba debía de sentirse en la obligación de lucir toda mujer respetable en las ocasiones importantes que entrañaban algún trato con las autoridades. Por lo visto, dichas ocasiones escaseaban en la vida de Adina, pensó Michael, viendo que el vestido de tela oscura y espesa, al menos de una talla menor que la suya, se le pegaba al estómago y hacía resaltar sus gruesos brazos. Tenía el rostro encendido, la cabeza echada hacia delante. Tomó asiento, respirando estentóreamente, en la silla que Michael le indicó. Sus manos aferraban las asas del bolso de charol que tenía en el regazo, y cuando dirigió una mirada de censura al cigarrillo que Michael estaba a punto de encender, él lo dejó sobre la mesa, apagado.
Cuando le preguntó qué había hecho el viernes, Adina posó en él sus ojos redondos y saltones, con el gesto de una colegiala que se enfrenta al examen oral que lleva preparando todo el año.
– ¿Después de la reunión de departamento, se refiere? -inquirió.
Michael respondió que se refería a todo lo que había hecho aquel día.
– Ajá -dijo Adina Lipkin, como si ahora lo entendiera todo a la perfección, e incluso asintió vigorosamente con la cabeza, sin que se le desplazara uno solo de sus rígidos bucles-. Si no recuerdo mal…, aunque no puedo estar segura; siempre hay cosas que creemos recordar cuando en realidad hemos tergiversado los detalles…, en fin, si no recuerdo mal, ya estaba en la secretaría a las siete de la mañana, porque tenía mucho trabajo pendiente, estamos a finales de curso y los estudiantes se ponen muy nerviosos con los exámenes y tienen prisa por entregar sus trabajos; y, digo yo, por qué dejarán siempre las cosas para el último minuto, pero ésa es otra canción.
Llegada a ese punto estiró los labios, pero la sonrisa que esbozó no expresaba la menor alegría, tan sólo la inquietud de quien está ansioso de agradar y desea saber si va por buen camino. Michael mantuvo su reserva pero no pudo menos de asentir en respuesta a la sonrisa.
– Sea como fuere, a las siete estaba en la secretaría, hice algunas llamadas telefónicas, porque aprovecho los momentos en que la universidad está vacía para despachar todos los asuntos antes de la hora de consultas, porque, claro, el viernes es un día muy corto, y aunque oficialmente no hay hora de consultas, nunca falta algún estudiante que entra a preguntar algo, y aunque tengo por norma no recibirlos fuera de las horas de atención, a veces se presentan casos especiales, que siempre interrumpen el ritmo del trabajo, claro. En fin, tenía que hacer unas cuantas llamadas. Creo que llamé al profesor Shai para preguntarle algo relativo a un estudiante que había presentado un trabajo fuera de plazo, y luego llamé a la doctora Zellermaier, que siempre está localizable por las mañanas, porque tenía que consultarle una cosa sobre cómo pasar a máquina las preguntas de su examen; a continuación llamé al profesor Tirosh, él era el único autorizado para resolver un asunto pendiente relativo al presupuesto -y aquí hizo una pausa para tomar aliento, y también porque había recordado cuál era la nueva situación.
Luego se enfrascó en la enumeración de las cosas que había hecho después de sus llamadas telefónicas, y Michael se sentía como el aprendiz de brujo que ha puesto en movimiento varias escobas y no sabe cómo detenerlas. El torrente de palabras continuó fluyendo a la vez que un gesto de satisfacción se extendía por el semblante de Adina Lipkin, convencida seguramente de que estaba saliendo muy airosa del examen, y el exhausto Michael se sintió agarrotado por una impotencia absoluta y por la certidumbre de que, si la interrumpía, ella se quedaría sin habla. De tanto en tanto tomaba alguna nota, y Adina lo miraba entonces con complacencia, pero sin detener su monólogo. Michael había perdido la capacidad de distinguir el grano de la paja, y hubieron de pasar veinte minutos para que se recobrase y comprendiera que no tenía por qué someterse al dominio de Adina. Para entonces, la secretaria se había embarcado en la descripción de lo que había sucedido por la tarde.