– Habíamos quedado en que los niños vendrían a pasar el fin de semana, pero mi nieto tenía un poco de fiebre y mi hija no sabía muy bien qué hacer, porque su marido estaba un poco pachucho y había pasado todo el día anterior y toda la mañana haciéndose pruebas.
Y seguía y seguía, con su voz chillona, discordante. Cuando empezó a describir la visita de su hija, Michael consiguió reaccionar y pronunciar las palabras mágicas que detuvieron la avalancha verbaclass="underline"
– Perdone un momentito -y Adina se calló inmediatamente, con expresión inquieta y, a la vez, cargada de buena voluntad. Entonces le pidió que le hablara de sus relaciones con los profesores.
Su visión del profesorado del Departamento de Literatura Hebrea estaba enfocada desde el punto de vista administrativo. Todas sus opiniones y sentimientos sobre los profesores dependían exclusivamente de cómo cumplían sus deberes relativos a las notas, los exámenes y los papeleos. Michael se enteró enseguida de que el profesor Shai siempre corregía con seriedad los trabajos de los alumnos, aplicaba un criterio justo para puntuarlos y no holgazaneaba.
– No pretendo dármelas de experta, claro está, pero todo pasa por mis manos, los estudiantes me entregan los trabajos y yo se los hago llegar a los profesores; así nos ahorramos problemas, porque ya ha habido quejas contra profesores que han perdido los trabajos que les habían entregado, y ¿para qué meternos en complicaciones? -dijo, enderezando el borde de su falda.
Cualquier pregunta sobre la personalidad de los profesores o sobre posibles cambios en sus relaciones generaba ansiedad y confusión en Adina y hacían perder fluidez a su perorata.
– No me interesan los chismorreos -afirmó, rotunda, cuando él se interesó por la relación de Tirosh con la mujer de Tuvia Shai-. El profesor Shai trabaja bien y siempre tiene todo en orden -luego se apresuró a añadir-: Que yo sepa.
Cuando, al cabo de media hora, Michael al fin comprendió sobre qué temas era imposible preguntarle nada, se enteró de que Shaul Tirosh no siempre cumplía con sus obligaciones administrativas. Pero también captó que, pese a que a veces Tirosh se retrasara al entregar las notas de los alumnos, Adina se sentía un tanto intimidada por él, le tenía un respeto temeroso. A veces los estudiantes se quejaban de que no comentaba sus trabajos, y algunos llegaban a afirmar que no creían que los leyera, «pero eso no es asunto de mi competencia», aseveró con firmeza, como diciendo: no sería justo exigirme información no incluida en la materia que entraba en el examen.
Iddo Dudai, dijo Adina con voz cargada de patetismo y una expresión solemne en el rostro:
– …era un chico encantador, se desvivía. Hay pocas personas, muy pocas, que sepan apreciar tus esfuerzos en el trabajo, e Iddo era una de ellas. Siempre me daba las gracias, siempre alababa mi sentido de la responsabilidad, siempre…
Michael la dejó sollozar y sonarse estrepitosamente la nariz con un pañuelo que sacó torpemente del bolso de charol.
Manteniendo su fachada inescrutable, Michael reflexionaba que a veces las personas son aún más estereotipadas que nuestros estereotipos. Adina Lipkin era la viva imagen de sus prejuicios contra la clásica secretaria totalmente identificada con su papel. «No se puede saber», siguió cavilando, «si siempre ha sido así o si la frontera entre su personalidad y el papel que desempeña se ha ido difuminando con el transcurso de los años». Alzó la vista del papel donde la tenía posada y la miró a la cara con renovado interés.
Al poco de que hubiera entrado, Michael ya sabía que el profesor Ariyeh Klein era el único depositario de la admiración incondicional de Adina. «¡Es todo un caballero!», había repetido tres veces, cada una de ellas cargando el acento sobre una palabra diferente.
– No oirá hablar mal de él a nadie. ¡Y qué mujer tiene! ¡Y qué hijas! -y, ladeando la cabeza, agregó en tono confidencial-: Le voy a dar un ejemplo. ¿Sabe usted que a veces son los pequeños detalles los que demuestran cómo es una persona? -Michael asintió-. Pues bien, nunca regresa de un viaje al extranjero -prosiguió- sin traerme algo…, cualquier detallito, pero lo importante es que se haya acordado de mí… Este último curso se me ha hecho muy difícil con su ausencia.
Las respuestas de Adina fueron más precisas cuando Michael le preguntó sobre las reuniones de departamento. Nunca había asistido a ninguna, pero todas las actas obraban en su poder. Y él podría echarles un vistazo, sin duda, siempre y cuando recibiera la pertinente autorización.
No, nunca había leído las actas; se limitaba a guardarlas. Solía traérselas uno de los ayudantes o de los adjuntos.
No, tampoco asistía a los seminarios; por las tardes estaba agotada, después de trabajar tanto durante el día.
– Y, además -añadió-, no me gusta dejar solo a mi marido por las noches. Hay mujeres a quienes no les importa -hizo una pausa como para darle tiempo a considerar quiénes podían ser esas mujeres-, pero a mí me gusta quedarme en casa -después, con un esfuerzo especial para hacerle partícipe de su vida-: Algunos días la tensión es insoportable. Todo el mundo me entrega las preguntas de los exámenes en el último minuto, y quieren que las pase a máquina inmediatamente, y los estudiantes también son muy exigentes; una persona que no conozca la situación, una persona de fuera… -le dirigió una discreta mirada de reproche, y añadió-: Usted me disculpará, no me refiero a usted sino a la gente en general, también a los estudiantes, eso desde luego; alguien de fuera no puede entender por qué soy tan estricta al ponerlo todo por escrito con respecto a las consultas, porque no comprenden las dificultades; no puedo hablar por teléfono mientras hay estudiantes en el despacho en la hora de consultas, y a algunos les molesta -dijo en tono de incomprensión, segura de que él compartiría su punto de vista.
Era imposible no verla como un estereotipo; de pronto, Michael dio forma al irritante pensamiento que le rondaba por la cabeza: «Este tipo de mujer me resulta conocido». Al cabo de dos horas se rindió, desesperado. Estaba rendido, impaciente, exasperado. No lograba movilizar ni una pizca de humor para calmarse.
Adina no había advertido ningún cambio en el comportamiento de Tirosh, tampoco después de la reunión de departamento del viernes…, sencillamente parecía fatigado. A Iddo también se le veía cansado, «pero era por culpa de la calima; a mí también me agotó». Al final, Michael le pidió que le describiera los objetos que había en el despacho de Tirosh. Ella le dirigió una mirada de perplejidad.
– ¿Se refiere a los muebles? ¿A los libros?
– Tiene usted una memoria fantástica -dijo Michael con la sonrisa apropiada-, por eso he pensado que podría ayudarme describiéndome lo que había en su despacho, tal como lo recuerda. Por ejemplo, ¿qué tenía sobre la mesa?
Transcurrieron unos segundos antes de que Adina respondiera abochornada:
– Pero si nunca he entrado en su despacho cuando no estaba él.
– Pero debe de haber entrado allí con él -la animó Michael-. Ya se sabe cómo son estas cosas…, a veces es más cómodo ir a ver a una persona que llamarla por teléfono.
Adina asintió.
– Un momento, déjeme pensar -solicitó, y frunció la frente mientras se concentraba. Luego se volvió hacia él con los ojos brillantes y dijo-: Bien, creo que ya me he hecho una imagen mental.
Michael sabía que ahora Adina hablaría a sus anchas. Nadie, estaba seguro, trazaría un cuadro más preciso del despacho de Tirosh.
Describió las estanterías llenas de libros, la reservada a la poesía, que estaba aparte (eso sí, negó haberse fijado en los títulos o los autores), y el «mobiliario estándar», como ella lo llamaba. Michael tomaba notas febrilmente. Luego había «otras cosas»: la alfombra mexicana; su hija había traído una parecida de México, aunque a ella, en particular, no le gustaban las alfombras; en su opinión, por si le interesaba, sólo servían para acumular polvo, y con aquel clima eran innecesarias, en verano especialmente, aunque en invierno ya era otra cosa, sobre todo en Jerusalén; la estatuilla india, de bronce, muy pesada, ella la había levantado una vez para apartarla del borde de la mesa; y eso también era cuestión de gustos, claro, pero no entendía que a nadie le pudiera gustar tener una cosa así en el despacho, que, se mire por donde se mire, es un lugar público, y aunque todo el mundo decía que el profesor Tirosh era un hombre de gusto, a ella, en cualquier caso, no le parecía apropiado; no pretendía decir que fuera fea, no, o que no tuviera valor, pero estaba fuera de lugar, no sabía si él entendería lo que quería decir. Michael lo entendía. Adina describió la ubicación del extintor de incendios y no olvidó mencionar el teléfono. Al fin, enmudeció. No se había dejado nada en el tintero. Si recordaba algo más, dijo, tendría mucho gusto en comunicárselo. Y luego: