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– Espero haberle servido de alguna ayuda, haberle sido útil; es la primera vez que tengo tratos con la policía.

Michael farfulló que le había prestado una gran ayuda y se puso en pie antes de que Adina pudiera pronunciar una palabra más. La acompañó a la puerta y se despidió de ella con una cortesía estudiada que hizo aparecer una tímida sonrisa en los labios de Adina y rubor en sus mejillas. En cuanto hubo cerrado la puerta, Michael se abalanzó sobre el tabaco y, a continuación, apagó la grabadora y marcó el número del laboratorio de Criminalística. Aguardó unos minutos hasta que Pnina le informó con absoluta seguridad de que no se había encontrado ninguna estatuilla india en el despacho del profesor Tirosh del Monte Scopus.

Mientras colgaba el teléfono, Raffi Alfandari entró como una exhalación. Michael lo miró sorprendido; se suponía que Raffi estaba realizando un interrogatorio. Y así era.

– Ven a verlo tú mismo -insistió en respuesta a las preguntas de Michael. Tenía el rubio cabello desgreñado sobre la frente y respiraba aceleradamente, como si hubiera estado corriendo-. Todo fue bien con Kalitzki y Aharonovitz, pero entonces llegó ella. Ven a verlo con tus propios ojos.

En el angosto pasillo aguardaba Tuvia Shai, la vista al frente, los ojos sin vida. Michael no le prestó atención y siguió a Raffi hacia la habitación donde estaba Yael Eisenstein, vestida con un conjunto negro de punto que acentuaba su palidez. El cuarto era pequeño y parecía abarrotado, aunque en él no hubiera más que una mesa y tres sillas. Yael estaba sentada con las piernas cruzadas, una rodilla sobre la otra, y sus tobillos resaltaban, blancos y delicados, sobre unas finas sandalias negras. Sus grandes ojos azules contemplaron a Michael serenamente.

Su belleza lo dejó aturdido. Respiró hondo. Observó durante unos segundos la tez blanca, tan blanca como si nunca hubiera estado expuesta al sol israelí, los labios rojos, la nariz, arqueada justo lo necesario para dar un aire aristocrático a su delgado semblante, el cuello, que se diría pintado por Modigliani. Michael temió que no le salieran las palabras.

– Se niega a hablar -dijo Raffi Alfandari-, si no es en presencia de su abogado.

– ¿Por qué? -Michael continuaba mirándola a la cara.

– Estoy en mi derecho -replicó Yael quedamente, y la delicadeza de su voz contrastó fuertemente con la firmeza que imprimió a sus palabras. Dio una última y larga calada al cigarrillo que tenía en la mano. Sus finos dedos estaban manchados de nicotina. Se sujetaba el brazo con la otra mano. Michael le hizo una seña a Raffi y éste se apresuró a salir.

– ¿Sabe que es usted una persona sorprendente? -dijo Michael Ohayon, después de tomar asiento en la silla de Raffi y de encender un cigarrillo.

– ¿Qué quiere decir? -inquirió Yael. Sus ojos despidieron un destello de interés mientras encendía otro cigarrillo con la colilla del anterior.

– Por un lado, se desmaya y todo el mundo la protege, y, por otro, se planta exigiendo un abogado. ¿Es que ha hecho algo malo y por eso quiere un abogado?

– No pienso responder a ninguna pregunta personal. Mi vida privada sólo me incumbe a mí.

A Michael volvió a desconcertarle la contradicción entre la belleza delicada y aristocrática de la chica y la seguridad que demostraba. Luego le arrebató la ira y se oyó diciendo:

– Mi querida señorita -con esa voz especialmente calmosa que siempre ponía, según le habían dicho, cuando estaba enfadado-, puede que usted crea que esto es una película, pero lo que tenemos entre manos es la investigación de un asesinato y no una película francesa; así que le ruego tenga a bien apearse de la pantalla. ¿Quiere un abogado? ¿Un psiquiatra? ¡No hay ningún problema!

– ¿Un psiquiatra? -repitió Yael descruzando las piernas-. ¿Qué pinta en esto un psiquiatra? -preguntó sin alzar la voz.

Antes de rendirse a la tentación de replicarle con un comentario mordaz, Michael la miró a la cara y comprendió que, sin darse cuenta, le había tocado un punto flaco.

– No estamos en la Edad Media -dijo tras una pausa-, y usted aún no es sospechosa de asesinato, aunque esté en tratamiento psiquiátrico. No tengo ningún reparo en que llame ahora mismo a su abogado, si es que lo tiene. Sencillamente creo que no le hace falta. Al menos, de momento.

– El tratamiento no tiene nada que ver -dijo ella, y prorrumpió en llanto. Michael exhaló un suspiro de alivio. Las lágrimas le resultaban más normales; un signo de humanidad. Entre sollozos, Yael dijo-: El hombre que estaba aquí antes ha sido muy grosero conmigo; me soltó de entrada que por qué me había desmayado, como si no fuera obvio, y que si había tenido un «lío» con el profesor Tirosh.

– ¿Lo tuvo? -replicó Michael, decidiendo arriesgarse.

– No, en realidad no; fue algo que pasó hace años.

– ¿Qué quiere decir con «algo»? -Michael la miró a los ojos.

– Leí sus poemas siendo muy joven; le escribí una carta y luego lo conocí. Incluso llegué a fugarme con él mientras estaba haciendo el servicio militar. Pasé unos días en su casa.

– ¿Hasta que la licenciaron? -la pregunta de Michael, que parecía una intuición fortuita, derivaba en realidad de algo que, años atrás, le contara un amigo de la Facultad de Historia sobre una chica de la que estaba enamorado y que se había fugado del servicio militar para irse con Shaul Tirosh. Ahora las dos historias conectaban, como tantos otros cabos sueltos que iban uniéndose, y la ansiedad volvió a apoderarse de Michael, la misma aprensión que había sentido en casa de Tirosh. Recordó, también, que su compañero de estudios había puesto por las nubes la belleza de aquella chica. Pero la mujer que tenía enfrente no podía saber cuál era su fuente de información. El color le afluyó a las mejillas mientras preguntaba:

– ¿Cómo lo sabe? Lo tienen todo en sus archivos, ¿verdad? No sé ni por qué me molesto en preguntarlo -y rompió a llorar.

– Nunca hubiera pensado que a una mujer como usted le molestaría que esa información se diera a conocer. Creía que le traería sin cuidado el servicio militar… y la opinión pública.

– Me traen sin cuidado. Pero sí me importa, y mucho, mi intimidad, y no estoy dispuesta -su voz, delicada y cantarina, se alzó por primera vez- a que hasta el último policía de este sitio horrible se entere de mi vida.

Michael recordó toda la historia y dijo:

– Y, más adelante, volvieron a ingresarla, ¿verdad?

Los ojos azules de la chica lo miraron con espanto. Los rosetones colorados de sus mejillas se desvanecieron mientras sacudía la cabeza y, a continuación, decía:

– No, ésa fue la única vez.

«¡Como para fiarse de los ordenadores o del Servicio de Inteligencia!», pensó Michael. «Siempre te dicen que no hay nada fuera de lo común…, ¡y los ordenadores no mienten!»

– Y ¿cuánto tiempo estuvo ingresada?

– Dos semanas. Simplemente en observación. Era la única manera de librarme del ejército, y ni que decir tiene que no podía quedarme en el ejército. No soportaba tanta fealdad.