Yael se estremeció y encendió otro cigarrillo, esta vez con un mechero de oro extraído del bolsito marrón que llevaba colgado del hombro.
Michael estudió una vez más su exquisita belleza, tan extraordinaria e incongruente en aquel cuartucho sórdido; «aquí no hay lugar para esta belleza», pensó, y le vino a la cabeza la casa de Tirosh, pues, de algún modo, estaba más relacionada con la hermosura de Yael, con los finos tobillos y los ojos, con su voz. Contempló los senos grandes y redondos, el cuerpo esbelto y pensó en la Madona Negra. No lograba apartar la vista de ella pero, al propio tiempo, no sentía deseos de tocarla; caviló sobre por qué su belleza no le atraía físicamente y sólo le inspiraba el deseo de observarla. Dijo en voz alta:
– ¿Y quién la está tratando ahora? -y se arrepintió inmediatamente.
Un velo descendió sobre la cara de Yael, sus facciones se petrificaron y luego se relajaron, adoptando la misma expresión que había visto Michael al entrar. No se molestó en responder. «Me he precipitado», pensó Michael; «tendría que haber esperado». Cuando Yael volvió a hablar, lo hizo con voz queda y palabras contundentes:
– Eso no es asunto suyo. Es información confidencial. Además, mi psiquiatra no le contaría nada. ¿No ha oído hablar del secreto médico?
– Dígame, ¿asistió usted a la reunión de departamento, la que se celebró el viernes pasado por la mañana? -preguntó Michael, y Yael se desinfló.
Sí, había asistido a la reunión.
– ¿Y vio al profesor Tirosh?
– Sí, claro. Él también asistió.
– ¿Se le veía como siempre?
– ¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué es como siempre? -inquirió ella, y, con la misma voz queda, se lanzó a explicar con mucha gravedad que nadie tenía siempre la misma imagen, que se cambiaba de aspecto cada día.
Michael la observó mientras hablaba, sus labios rojos sin rastro de carmín, y volvió a preguntarse por qué no sentiría deseos de tocarla.
«Le falta calidez humana», concluyó, y luego preguntó:
– Y ¿cuál fue la última vez que lo vio?
– En la reunión, en la reunión del viernes -dijo Yael, nerviosa, dando pie a Michael para disparar otra pregunta.
– ¿No lo vio después de eso?
– ¿Después de eso? -repitió su dulce voz. Michael guardó silencio-. ¿Qué quiere decir? -preguntó con creciente nerviosismo.
– ¿No lo vería después de la reunión? ¿Quizá habló con él? ¿Quizá estuvo en su despacho?
– El viernes, después de la reunión, tenía un taxi esperándome, y me fui a casa de mis padres.
– ¿Dónde viven sus padres?
Ella no respondió. Michael repitió la pregunta. Ella persistió en su silencio.
Michael echó un vistazo a su reloj: ya era la una. Sin pronunciar una palabra más, salió. Raffi Alfandari estaba en el cuarto de al lado. Michael le hizo un breve resumen de la situación.
– No pierdas el día con ella. Trata de sonsacarle la dirección de sus padres, la hora a la que vino a recogerla un taxi a la universidad el viernes pasado, y lo que hizo durante el resto del día. Dile también que vamos a someterla a una prueba poligráfica, y los temas sobre los que la interrogaremos. Por mí, que venga con su abogado si quiere.
A la puerta de su despacho, Michael se topó con Danny Balilty, que llegaba sudoroso y jadeante.
– Estaba buscándote; entremos un momento -dijo Balilty, y Michael echó una ojeada a Tuvia Shai, que continuaba mirando al frente con apatía.
Una vez en el despacho, Balilty explicó:
– Tengo que decirte unas cuantas cosas. Primero, han encontrado el coche de Tirosh. En el aparcamiento del Hospital Hadassah del Monte Scopus. Imagino que alguien, la misma persona que lo asesinó, lo llevó allí para retrasar la búsqueda del cadáver. Tenía las llaves puestas, lo que resuelve un problema…, en el laboratorio no paraban de hablar de las llaves desaparecidas del coche. Segundo -Balilty se remetió la camisa bajo el cinturón y se enjugó el sudor que le caía en regueros por la cara-: el profesor Ariyeh Klein regresó a Israel el jueves por la tarde y no el domingo; vino solo, su familia lo siguió el sábado por la noche. Tercero, una persona del departamento, Yael Eisenstein, fue expulsada del ejército por razones psiquiátricas, todavía estaba haciendo la instrucción básica, y en aquel entonces era la amante de Tirosh -y Balilty dirigió a Michael una mirada triunfante y se quedó a la espera de que le felicitara.
– Bueno, bueno -dijo Michael, y sonrió-. ¿Te has enterado de los pormenores del caso?
Balilty prometió traer una copia de los informes psiquiátricos «dentro de un par de horas». Michael no preguntó al agente de Inteligencia cómo se haría con esa información confidencial. Los años de trabajo con Balilty lo habían acostumbrado a su habilidad para soslayar las leyes; prefería hacer la vista gorda; por eso ahora no se abstuvo de decir:
– Me gustaría saber si sigue en tratamiento psiquiátrico y con quién.
– ¿Con quién crees que estás hablando? -Balilty le lanzó una mirada ofendida-. ¿Te he defraudado alguna vez? Hoy mismo, a última hora, te haré un informe completo.
– Pero hay un problema -dijo Michael, sabiendo que sus palabras tendrían el efecto de un trapo rojo ante un toro bravo-, han pasado muchos años desde que la licenciaron en el ejército.
– Catorce años y medio -confirmó Balilty, y mientras hablaba, cogió la taza de café que estaba sobre la mesa y la inclinó-. La persona que te ha servido el café se ha olvidado de revolver el azúcar -dijo con una sonrisa, y se marchó.
Sonó el teléfono negro de comunicación interna.
– Ohayon -dijo el comisario jefe del subdistrito de Jerusalén desde el otro extremo de la línea.
– ¿Señor? -respondió Michael.
Incluso en los momentos benignos de su superior, Michael no caía en la tentación de apearle el tratamiento, gracias al cual habían alcanzado un delicado equilibrio.
– Quiero verlo un momento -dijo el comandante. Y dejó a Michael escuchando el zumbido de la línea. Tras hacer una mueca, se apresuró a salir del despacho, deteniéndose apenas para encender un cigarrillo.
En el pasillo aguardaba Tuvia Shai.
– Enseguida estoy con usted -dijo Michael al rostro inexpresivo que lo miró abstraído.
Luego corrió escaleras arriba hasta la segunda planta. La «Dila de Levy», como la llamaban, estaba sentada frente a su máquina de escribir en la pequeña antesala del despacho del jefe de la policía.
– Te está esperando -le advirtió. Luego añadió-: ¿Cuándo vas a venir a tomar un café conmigo? -mientras deslizaba un papel de calco entre las dos hojas que tenía en la mano.
– ¿Qué pasa? -preguntó Michael, apagando el cigarrillo en el cenicero de la mesa de la secretaria.
– A mí no me lo preguntes. Sólo sé que llevo toda la mañana llamando a Eilat. ¿Cuándo vamos a tomar ese café? -preguntó, y se contempló las largas uñas, unas uñas que Michael nunca dejaba de admirar, dadas las largas horas que la secretaria pasaba escribiendo a máquina. Las tenía pintadas de color plateado brillante.
– En cuanto tenga un minuto libre -replicó-. ¿Te van bien las cosas? ¿Qué tal los niños?
Ella asintió. «Basta con comunicarse con ella», pensó Michael, y durante un largo momento se dio asco, sobre todo cuando ella le sonrió confiada y respondió con un profundo suspiro:
– Todo va bien, gracias a Dios.
Ariyeh Levy estaba sentado tras su enorme escritorio, tamborileando con los dedos sobre el papel que tenía delante. Por lo demás, el escritorio estaba vacío y en él sólo se veía un guijarro redondo en una esquina.
– Ohayon, entre y siéntese -dijo su jefe.
Michael trató de adivinar su humor. No le resultó difíciclass="underline" era evidente que estaba molesto por algo. Michael aguardó pacientemente a que terminara de lanzar una sarta de improperios mientras digería la información entreverada con ellos: el Instituto de Medicina Marina y el Instituto de Medicina Forense habían informado a la policía de Eilat de que Iddo Dudai había sido asesinado. En Eilat se había creado un EEI, que sería reforzado por investigadores del subdistrito de Negev. El motivo fundamental de la ira de Ariyeh Levy era la decisión de montar otro EEI con personal de la Unidad de Grandes Delitos.