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– En resumen -dijo Levy mascullando el último improperio-, quieren que tú interrogues a los testigos y les envíes tus conclusiones, y ellos se ocuparán del asesinato de Dudai.

Michael Ohayon estaba tan habituado a las cuestiones de procedimiento que ya no le hacían perder los estribos. Se formó una imagen mental de todo el proceso: la solicitud de ayuda presentada por Eilat al subdistrito de Negev, la petición elevada al distrito meridional, la petición elevada al Cuartel General de la Policía Nacional. Lo único que le sorprendía era la rapidez con que había sucedido todo.

– ¿Qué categoría tiene el jefe de la comisaría de Eilat? -preguntó.

– Superintendente jefe -replicó Levy con un bufido desdeñoso-. Y tienen un técnico en Criminalística, pero ni siquiera un laboratorio; por eso pidieron ayuda al subdistrito el sábado. Cuando el médico del hospital de Eilat les dijo que no había sido una muerte por causas naturales y que podría haberse debido a un envenenamiento con monóxido de carbono, se pusieron al habla con el Instituto de Medicina Marina y enviaron allí las botellas de aire comprimido y el equipo de buceo.

Tras una larga pausa, Michael dijo, pensativo:

– Pero no tardarán en descubrir que todo se ha iniciado aquí, en Jerusalén, y entonces es de prever que recurrirán al jefe de Investigaciones Interdepartamentales del distrito meridional, con lo cual, al final, todo revertirá en nosotros.

– ¡Sí! -exclamó Levy a voz en grito, y descargó un puñetazo sobre la mesa-. ¡Eso mismo! ¡Lo que me preocupa es precisamente ese «al final»! Es obvio que la investigación tiene que realizarse desde aquí, pero nos van a obligar a perder muchísimo tiempo. ¡Nosotros les haremos el trabajo y ellos se llevarán los honores! -extendió las pequeñas manos, sobre las que brotaban matas de vello rubio, y contempló el anillo de casado que relumbraba en su grueso anular.

Michael era propenso a olvidar que detrás de la fornida figura del comandante del subdistrito había algo más que unos simples galones. Le vino a la cabeza lo que se contaba de él, cómo se había ganado la vida desde pequeño, cómo había luchado para terminar sus estudios. A sus cincuenta y cinco años, quince más que los de Michael, habían desaparecido sus posibilidades de ascender en el escalafón policial.

– No tengo que recordarle quién es el jefe de Investigaciones Interdepartamentales del distrito meridional, ¿verdad? En resumen, quiero que usted presione a su viejo amigo, el comandante Emanuel Shorer, y que él use su influencia para transmitir un poco de sentido común a nuestros colegas de ahí abajo.

En cuanto oyó el énfasis concedido al «usted», Michael supo lo que se avecinaba.

– Y también quiero hacerle notar -continuó Ariyeh Levy- que, aunque sea usted el niño bonito de los reporteros, no está obligado a colocarse delante de las cámaras de televisión para decir algo ingenioso en cuanto lo nombro jefe de un EEI.

Michael encendió un cigarrillo para ganar tiempo y luego preguntó a qué se refería exactamente.

– ¿No vio las noticias anoche? -inquirió Levy.

La aspereza de su voz se suavizó un poco cuando Michael le repuso que había estado trabajando hasta la madrugada.

– Pues pregúntele a cualquiera y se enterará. ¡Un primer plano suyo que tapaba toda la pantalla, y su currículum completo, en las noticias de medianoche! «El superintendente Michael Ohayon, que está al mando del Equipo Especial de Investigación, el hombre que se ha hecho famoso al resolver tal y cual caso.» ¡Ohayon, no trabaja usted solo!

– No fui yo quien los perseguí -comenzó Michael enfadado, pero al comandante no le interesaba lo que pudiera decir.

– Si quiere colgarse todas las medallas -continuó con furia-, ¡ya puede ir espabilando para quitarle el caso al distrito meridional y que quede exclusivamente en nuestras manos! Y no piense que voy a ponerme de rodillas ante su ex jefe, Shorer; ¡se le ha subido tanto a la cabeza que su secretaria le ha dicho tres veces a Gila que no estaba en el despacho! ¡Tres veces! ¿Qué pretende que piense? Cuando lo tuve aquí, a mis órdenes…

La frase quedó interrumpida al abrirse la puerta. Gila entró con un par de cartones de zumo de naranja; al marcharse, sonrió a Michael.

– Muy bien, hoy mismo hablaré con Shorer; pero creo que una sola palabra suya bastaría. Me consta que tiene un alto concepto de usted -dijo Michael.

Levy lo traspasó con una mirada de desconfianza, que al fin se suavizó; luego dijo con voz pastosa, empapada de zumo:

– En fin, éste es su caso y tiene que asegurarse de que no se le escapa ningún detalle -Michael asintió, y después, como si acabara de recordarlo, Levy preguntó-: ¿Qué quería esa chica que trabaja para usted, como se llame, cuando vino hace un rato?

– ¿Quién? ¿Tzilla? Le pedí que viniera a verlo porque Azariya va a estar ingresado en el hospital unas cuantas semanas y no sé quién va a coordinar a los demás equipos; no pretendo quedarme totalmente al margen, pero tenemos que ser realistas -dijo Michael en tono preocupado, mirando directamente a Ariyeh Levy, que hizo girar la pluma entre sus dedos y anotó algo.

– Bien, hablaré con Giora -dijo distraídamente al cabo de un rato-; él le transmitirá a usted la información, pero tiene que mantenerse al tanto de todo lo que ocurra, ¿entendido? -y se secó el fino bigote con el dorso de la mano, acariciándose después con delicadeza la franja de piel que separaba las dos guías.

Ya fuera del despacho, después de haberle dedicado una sonrisa a Gila mientras le rozaba la mejilla con un dedo, Michael reparó en que la frase con la que Levy solía poner punto final a sus conversaciones («Esto no es la universidad, ¿sabe?») no había sido pronunciada una sola vez, y sin saber a ciencia cierta por qué, esa omisión le inquietó. Tal vez su jefe había comenzado a verlo como un ser humano normal, pensó; situación que tendría sus ventajas, pero también sus inconvenientes.

Tuvia Shai continuaba sentado ante el despacho de Michael, la cara oculta entre las manos, los codos apoyados en las rodillas. Una vez que se hubo citado con el comandante Emanuel Shorer, su predecesor en el cargo de superintendente, Michael salió del despacho e indicó a Tuvia Shai que entrara. Le tocó el hombro para despertarlo de su trance; sobresaltado, Shai se levantó y siguió a Michael. Su expresión se animó durante un instante, pero enseguida volvió a cubrirse con una máscara de indiferencia.

9

Tuvia Shai tomó asiento frente a Michael Ohayon y respondió a todas sus preguntas. Sus respuestas fueron concisas y directas, sus palabras claras y precisas. Describió con voz monótona las horas del viernes pasadas en compañía de Shaul Tirosh. En un principio, Michael centró su atención en el almuerzo. Tirosh había pedido una sopa de verduras y chuleta de ternera con patatas, le informó Tuvia Shai, parpadeando; él sólo había tomado un caldo. La calima le había hecho perder el apetito, explicó en respuesta a la pregunta de Michael. Recordaba que eran las doce y media cuando regresó con Tirosh a su despacho. Entró, dijo, respondiendo a otra pregunta, porque tenía que recoger una cosa.

Cuando Michael le preguntó qué era esa cosa que debía recoger, Shai no vaciló, ni protestó ni preguntó: «¿Qué más da?»; se limitó a replicar sin dilación: un examen que Tirosh había preparado para sus alumnos, «porque Shaul me había pedido que se lo entregara a Adina el domingo para que lo pasara a máquina». A la pregunta de si estaría dispuesto a someterse a una prueba poligráfica, respondió indiferente: «¿Por qué no?».