– Y el hecho de que sus clases siempre están atestadas, y de que ofrece perspectivas innovadoras, originales, novedosas: son cosas que no se pueden despreciar -dijo Tuvia, y se levantó para preparar más café mientras Aharonovitz replicaba:
– Teatro, no es más que teatro.
– Da igual -respondió Tuvia desde la cocina-, da exactamente igual. Lo importante es que es un gran poeta, que no hay nadie que esté a su altura, salvo tal vez Bialik y Alterman. Ni siquiera Avidán o Zaj se le pueden comparar, y por eso estoy dispuesto a perdonarle todo, o al menos muchas cosas. Es un genio. Y para los genios rigen unas normas diferentes.
Luego volvió con el café y desvió la conversación hacia el examen que llevaba dos semanas preparando.
Aquél era su primer año en Jerusalén. Tuvia había solicitado un año de permiso en el kibbutz para estudiar con Tirosh, y a continuación solicitaría que se le concediera más tiempo para concluir sus estudios de posgrado. Aharonovitz y Tuvia ya se conocían cuando éste aún no se había licenciado y daba clases en el kibbutz, y en la época en que llegaron a Jerusalén, Aharonovitz era profesor ayudante del departamento y estaba tratando por todos los medios de conseguir una plaza. Tuvia había aceptado de buen grado su actitud paternal y protectora.
Ahora Tuvia se ponía en pie para tomar la palabra. Ruchama no estaba en casa cuando él había salido hacia la universidad, pero ya se imaginaba que no iba a mudarse de ropa. Su camisa de manga corta dejaba al descubierto unos brazos enclenques y lechosos, y apenas alcanzaba a cubrir su incipiente barriga. Tenía la despejada frente perlada de sudor y orlada de mechones de cabello ralo de un color indefinido.
Le habían asignado la segunda de las intervenciones. El siguiente orador sería Iddo Dudai, uno de los profesores más jóvenes del departamento, cuya tesis doctoral, escrita bajo supervisión de Tirosh, había despertado grandes expectativas.
Comparado con Shaul, pensó Ruchama, y no por primera vez, Tuvia parecía una versión enflaquecida de Sancho Panza. Aunque, ciertamente, Shaul no era un don Quijote. Incluso su voz, pensó con desesperación, su voz bastaba para marcar una diferencia entre ellos.
Su marido, que comenzaba a abordar el tema de «¿Qué es un buen poema?», tenía una voz aguda, quebrada ahora por la intensidad del sentimiento que ponía en la lectura del famoso poema de Shaul Tirosh «Un paseo por el sepulcro de mi corazón». En este poema Tirosh expresaba, en opinión de los críticos, su «visión del mundo macabro-romántica». Los críticos habían subrayado la «prodigiosa originalidad de la imaginería», haciendo notar las «innovaciones lingüísticas y los nuevos motivos con los que Tirosh revolucionó la poesía en los años cincuenta. Otros poetas contribuyeron a esa revolución, pero Tirosh era con diferencia el más brillante y sobresaliente de todos», recordaba Tuvia con su voz monótona.
Ruchama dirigió una mirada a su alrededor. La tensión se había relajado en la sala, como si los focos se hubieran apagado. La gente escuchaba con estudiada atención. En los rostros de las mujeres, y sobre todo en los de las jóvenes, aún quedaba la huella de la impresión causada por el primer orador, y sus ojos seguían fijos en él. No se podía decir que no estuvieran prestando atención, pero se veía que escuchaban por educación algo predecible, que no les sorprendía. El poema elegido por el profesor agregado Tuvia Shai era el que se podía esperar que eligiera para ilustrar qué es un buen poema. Ruchama escuchaba a medias los sesudos argumentos que tantas veces había oído en boca de su marido cuando peroraba apasionadamente sobre la poesía de Tirosh.
Mayor lealtad y admiración que las que Shaul Tirosh inspiraba a Tuvia Shai eran inconcebibles. «"Adoración" es la palabra adecuada», pensó Ruchama. Había quien utilizaba términos como «alter ego» o «sombra», y, en cualquier caso, todos convenían en que no había que arriesgarse a pronunciar una palabra despreciativa, ni la menor crítica o guasa sobre Shaul Tirosh en presencia de Tuvia Shai. Las mejillas se le arrebolaban y un resplandor de indignación ardía en sus ojos parduscos cuando alguien osaba dar voz a una opinión sobre el director de su departamento que no rayara en la reverencia.
A lo largo de los últimos tres años, en los que Tuvia había compartido a su mujer con Tirosh, los chismorreos habían ido arreciando; Ruchama lo notaba en el inevitable silencio que provocaba su aparición y, en las fiestas de los profesores, en las sonrisas de complicidad, como la de Adina Lipkin, la secretaria del departamento. Advertía además que se había añadido una nueva dimensión a las habladurías: la indignación derivada de que Tuvia mantuviera su amistad con Tirosh.
Pero Tuvia no había cambiado de actitud, ni siquiera el día en que los encontró juntos en el sofá del cuarto de estar de su propia casa, Ruchama abrochándose la blusa con dedos estremecidos y Shaul encendiendo un cigarrillo con mano temblorosa. Tuvia sonrió abochornado y preguntó si les apetecía comer algo. Después de afianzar el pulso, Shaul siguió a Tuvia a la cocina. Pasaron una velada tranquila, en torno a la mesa, tomando los sandwiches preparados por Tuvia. Nada se dijo sobre la blusa abotonada a toda prisa, sobre la chaqueta oscura tirada sobre la butaca con la corbata encima. Nunca habían sacado a relucir el tema, ni en aquel momento ni después. Tuvia no hizo ninguna pregunta y ella no le ofreció la menor explicación.
En su fuero interno, Ruchama disfrutaba sintiéndose en el vértice de ese misterio que tanto les habría gustado desvelar a los profesores del Departamento de Literatura y a los literatos de todo el país. Nadie osaba informarse a través de los protagonistas del drama. Ruchama Shai retenía, a sus cuarenta y un años, un aire juvenil y andrógino. Su cabello corto y su cuerpo adolescente le daban el aspecto de un fruto sin madurar, a punto de secarse sin haber estado en sazón. No le habían pasado inadvertidas las profundas arrugas que comenzaban a perfilarse desde las comisuras de sus labios hacia la barbilla, acentuando lo que Tirosh llamaba su «expresión de payaso triste».
Ruchama sabía que no aparentaba su edad, en parte gracias a los vaqueros, las camisas masculinas, la falta de maquillaje. Era distinta de las «mujeres femeninas» con las que Tirosh se había relacionado anteriormente. Él nunca mencionaba sus aventuras de otros tiempos ni las que todavía mantenía. No hacía mucho, Ruchama lo había visto, a través de la ventana de un pequeño y recóndito café, atusándose el plateado tupé, los ojos puestos en los ojos de Ruth Dudai, la joven y regordeta esposa de Iddo.
Aquella expresión de doliente ensimismamiento le era muy familiar. No alcanzó a distinguir el rostro de su acompañante, que a la sazón preparaba su tesis doctoral en el Departamento de Filosofía. Shaul no la vio y ella se apresuró a seguir su camino, sin querer entrometerse.
Pese a la intimidad de su relación, había cosas de las que no podía hablar con él. Sus sentimientos hacia Tuvia y su vida en común eran temas prohibidos, como también lo era la relación de Shaul con su marido y los peculiares lazos que los unían. Sus esporádicos intentos de lograr que Shaul comentase algo sobre el carácter de esos vínculos especiales no habían dado ningún fruto. Shaul no se inmutaba. Dirigía la mirada a la «invisible lejanía», como él decía (citando un conocido libro de poesía), y guardaba silencio. Cierta vez en que Ruchama comenzó a divagar en voz alta sobre «la situación», pues así se refería al complejo triángulo que formaban, él le señaló la puerta, diciéndole sin palabras: Yo no te obligo a nada, eres libre de marcharte.
Los tres asistían juntos a todos los actos sociales, aunque, de tanto en tanto, Ruchama acompañaba sola a Tirosh a sus reuniones con poetas jóvenes. Tirosh dedicaba mucho tiempo a cultivar la compañía de estos jóvenes, sobre todo, decían algunos maliciosamente, desde que había dejado de escribir. Esas gentes, tan prudentes en presencia de Tuvia, no se cohibían en absoluto delante de Ruchama. Así se resarcían de la discreción con que ocultaban su relación con Tirosh.