Davidov se inclinó hacia el cámara y le musitó algo. Ruchama vio los verdes ojos de Tirosh observando a su marido con intensa concentración, como si no quisiera perderse ni una de sus palabras, y vio también la cara de Iddo Dudai, «muy pálido, nervioso», pensó, «ante su inminente conferencia».
Giró sobre sí misma y detuvo la mirada sobre Sara Amir, que escuchaba con gran interés. Su expresión de concentración se acentuó cuando Tuvia prosiguió:
– En mi opinión, no tiene sentido tratar de establecer un criterio general, ya sea relativo o absoluto, para evaluar la calidad de un texto literario. Cada texto es un caso aparte. No conozco normas aplicables al futuro. Puedo decir qué obra es buena en mi opinión, pero no qué obra consideraré buena. Decir que «sobre gustos no hay nada escrito» es absurdo. Los gustos son algo sobre lo que se debe discutir. Y, de hecho, sobre ellos sólo cabe la discusión.
Tuvia tomó asiento con aire de agotamiento y una desmayada sonrisa apareció en su rostro al oír los aplausos y las palabras que Tirosh le susurró al oído mientras le palmoteaba la mano; y, de nuevo, se hizo el silencio cuando Iddo Dudai se puso en pie para tomar la palabra.
Más adelante se podría ver y oír lo que la cámara había grabado: el exagerado temblor de las manos de Iddo, el sudor que le perlaba la frente, la voz trémula y tartajeante. Ruchama recordaría entonces el vaso de agua que le había visto vaciar de un trago.
Aunque Iddo Dudai aún no había presentado su tesis doctoral, tenía asegurada una plaza en el departamento; Tirosh le auguraba un futuro brillante, Tuvia alababa su perseverancia y su diligencia, e incluso Aharonovitz, con su voz siempre quejumbrosa, decía efusivamente que era «un verdadero estudioso, un talmid hajám en el sentido talmúdico del término».
No era la primera conferencia que Dudai pronunciaba ante un público académico y Ruchama pensó que su extremado nerviosismo se debía a la presencia de las cámaras de televisión, pese a que Tuvia rebatió acaloradamente esa opinión mientras volvían a casa:
– Tú no lo conoces. Ese tipo de cosas no le interesan; es un estudioso serio; es absurdo pensar que estaba nervioso por eso. Yo supe desde el principio que iba a ser una catástrofe. Lo presentía. Iddo no es el mismo desde que volvió de Estados Unidos. No deberíamos haber dejado que se marchase. Es demasiado joven.
Todavía bajo la impresión del drama que se había desatado en el seminario, Ruchama no lograba percibir el tremendo cambio que se había operado en Iddo, salvo por el hecho, claro está, de que había desafiado al gurú de Tuvia, que además era su director de tesis, y al hacerlo había puesto en peligro su posición en el departamento.
Al comienzo de su conferencia, Iddo leyó un poema de un disidente ruso cuya obra había sido publicada por Tirosh, quien la ofreció como formidable ejemplo de la conservación de la lengua hebrea en los campos de trabajos forzados de la Unión Soviética. Después Ruchama recordaría con estupor que ése era precisamente el tema de la tesis de Iddo, la poesía hebrea clandestina en la Unión Soviética.
Luego Iddo prosiguió diciendo que en la investigación literaria se podían distinguir tres planos.
– El primero es la poética descriptiva -afirmó, enjugándose la frente y dirigiendo una mirada ausente al público-. Éste es el plano objetivo, consagrado a la investigación -una vez más, Ruchama se distrajo, y cuando volvió a prestar atención oyó lo siguiente-: El polo más subjetivo es el de la valoración y el enjuiciamiento. Y el poema que acabo de leer se escribió dentro de la tradición de la poesía alusiva, o, lo que es lo mismo, de la poesía que se relaciona con un texto anterior, un texto bíblico en este caso, y es imposible evitar la sensación de que no logra trascender la banalidad y lo previsible en su descripción de la figura de Heráclito el Oscuro. La belleza que se adquiere sin dificultades no es belleza -sentenció el joven Dudai, e hizo una pausa para tomar aliento.
Un estremecimiento recorrió la sala. Ruchama vio a Shulamith Zellermaier esbozando su media sonrisa irónica, mientras jugueteaba con las cuentas de madera que rodeaban su gruesa garganta. La estudiante que estaba al lado de Ruchama cesó de tomar notas.
– El poema pretende agradar recurriendo al kitsch -prosiguió Iddo atropelladamente-, y en este caso el kitsch radica básicamente en la adopción de elementos aislados de la poesía simbolista y del arte plástico asociado a ella, el art nouveau; es decir, el kitsch se funda en el anacronismo poético. Éste no es un poema simbolista, sino una estructura que adopta los elementos externos de una época pasada con objeto de apelar a las tendencias regresivas del lector.
– ¡Bravo! -exclamó Shulamith Zellermaier, y el público académico comenzó a murmurar.
La gran admiración que Tirosh sentía por esos poemas, llegados a sus manos por una ruta imprecisa, y editados y publicados por él, era de todos conocida. Davidov musitó algo al cámara, que dirigió el objetivo hacia las caras de los participantes: Tuvia, con los ojos bajos; la expresión de asombro y el espasmo de indignación, apresuradamente reprimido, que pasaron por el rostro de Tirosh. Ruchama giró sobre sí misma y vio el resplandor de los ojos de Aharonovitz, la sonrisa asustada de Tsippi, su ayudante, y la sosegada extrañeza que reflejaba el semblante de Sara Amir. La chica que tenía a su izquierda escribía de nuevo. E Iddo prosiguió:
– Ahora bien, hemos de considerar, en favor del poema, el hecho de que fue escrito en un campo de trabajos forzados, por un hombre que llevaba al menos tres décadas sin contacto con la cultura europea, y que no había concluido sus estudios de hebreo…, y esto es lo que le confiere un valor excepcional. Las circunstancias en que se compuso, la época y ese tipo de factores. Si este poema se hubiera escrito aquí, en este país, en los años cincuenta o sesenta, ¿lo consideraría un buen poema alguno de ustedes?
La mano que escribía aplicadamente a su izquierda se detuvo un instante. Ruchama dirigió una mirada hacia atrás y luego volvió a posar la vista en el pálido semblante de Iddo Dudai, que ahora se quitaba las gafas de montura cuadrada y gruesas lentes y, posándolas con cuidado sobre el paño verde, decía:
– Ni que decir tiene que estoy de acuerdo con el profesor Shai: ésta es una cuestión subjetiva, que depende de las circunstancias y del contexto, una cuestión de criterios, de gustos, etcétera.
A continuación volvió a ponerse las gafas y leyó el último poema político de Tirosh, publicado en un suplemento literario cuando terminó la guerra del Líbano y al que incluso habían puesto música, convirtiéndolo en una cancioncilla lastimera que se sumó al repertorio musical habitual de las conmemoraciones políticas. Iddo leyó «Nos da todo igual» con voz monótona, árida.
Ruchama no logró concentrarse en las tortuosas frases con las que Iddo interpretó todo lo interpretable del texto, pero guardaba un vivo recuerdo de las frases finales:
– Este poema traiciona su género. Un poema político nunca debe ser preciosista ni irónico. Un poema de protesta política no puede dar cuenta al mismo tiempo del motivo que desarrolla y de las virtudes intelectuales de su creador. Los logros culturales de éste son intrascendentes para la poesía de protesta política. Y yo me pregunto: ¿dónde ha quedado la fuerza que existía en la poesía lírica de Tirosh? ¿Dónde sus niveles profundos? ¿Quien escribió «La muchacha de los labios verdes» y «El instante en que el negro se fundió con el negro» es acaso el mismo hombre que ha creado el artificioso poema que acabamos de leer?