Mientras Tirosh escondía la cara entre las manos, tal como testificaría la cámara, Tuvia se levantó de un salto y, agarrando a Iddo del brazo, prácticamente lo obligó a sentarse a la vez que decía con voz sobrecogida por la tensión:
– El señor Dudai no lo ha comprendido bien. No estoy de acuerdo con él. ¡El contexto, no comprende el contexto! Se trata de un contexto manifiestamente político; este poema alude a todas esas consignas que aparecen en los suplementos literarios y se burla de ellas. Se burla de su lenguaje -Tuvia se enjugó la frente y continuó con vehemencia-: No es un poema de protesta convencional contra la guerra del Líbano. ¡Al contrario! ¡El señor Dudai no ha entendido su intención! ¡Es un poema de protesta contra el estilo típico de los poemas de protesta y su falta de sustancia! ¡Es una parodia de los poemas de protesta! ¡Eso es lo que se le ha pasado por alto!
Iddo Dudai miró a Tuvia y dijo sosegadamente::
– En mi opinión, una parodia que no se reconoce claramente como tal no cumple su objetivo. Y sólo quiero añadir que si este poema pretendía ser una parodia, no lo ha conseguido.
El tumulto desencadenado en la sala comenzaba a hacerse sentir. El profesor Avraham Kalitzki, la única persona reconocida por sus colegas como una autoridad competente para valorar los fundamentos bibliográficos de cualquier debate, alzó la mano y, estirando al máximo su encanijada estatura, exclamó con voz chillona:
– ¡Hemos de examinar el significado original del vocablo paroidia en griego y no emplearlo a la ligera!
Mas el creciente alboroto ahogó su exclamación. Todos los ojos, como se vería en la grabación, estaban fijos en Tirosh, quien con «admirable comedimiento», en palabras de Tuvia, calmó los ánimos de quienes se habían enzarzado en diversas controversias («Señores, señores, tranquilícense. Al fin y al cabo, esto no es más que un seminario»). Pero la cámara también captó la mirada de estupor que dirigió a Iddo cuando éste tomaba asiento y se quedaba mirando al frente mientras Tirosh, en su calidad de coordinador, se ponía en pie, resumía lo dicho en unas cuantas frases, echaba una ojeada al reloj y decía que quedaba poco tiempo para el debate y las preguntas del público.
Ninguno de los profesores o alumnos dijo nada, ni tampoco ninguno de los habituales de los seminarios, esos que, sin invitación formal, nunca dejaban de acudir a las actividades del departamento abiertas al público: tres maestras entradas en años que ampliaban su horizonte cultural mediante su asistencia regular a ese tipo de convocatorias; dos críticos literarios apartados del mundo académico que continuaban atacando persistentemente a sus miembros en las difamatorias columnas literarias de oscuros periodicuchos; y un puñado de excéntricos y forofos de la cultura de Jerusalén. Nadie musitó una sola palabra. Ni siquiera Menucha Tishkin, la mayor de las tres maestras, que, tras una farragosa exposición de sus problemas profesionales, nunca dejaba de plantear alguna pregunta; ni siquiera ella despegó los labios. Había ocurrido algo, pero Ruchama no habría sabido cómo definirlo y, ciertamente, no tenía ni idea de lo que ello podía presagiar.
Los técnicos comenzaron a recoger su equipo e Iddo Dudai bajó de la tarima. Con brusco ademán, se sacudió de encima la mano que Aharonovitz le había puesto en el hombro y salió de la sala casi a la carrera.
Ruchama se detuvo junto a la entrada. Mientras el público desfilaba ante ella, captó retazos de conversaciones, medias palabras, pero no alcanzó a comprender su significado. Tuvia seguía detrás de la mesa, arrugando con los dedos el paño verde, y a Ruchama le recordó a aquellos conferenciantes del Partido Laborista que solían acudir al kibbutz y tomaban asiento en el comedor tras una mesa cubierta con un paño verde para la ocasión. Siempre los había detestado.
Detrás de la jarra de agua ya vacía, Tuvia, inclinado sobre la mesa y asintiendo sin parar, escuchaba a Shaul Tirosh con mucha atención. Al fin, Tirosh se levantó y ambos echaron a andar hacia la puerta.
– Y bien, ¿te ha divertido? -le dijo Tirosh a Ruchama, dirigiéndole una sonrisa íntima; ella no respondió, y él prosiguió-: Alguien debe de haberse divertido con el espectáculo. Tuvia opina que ha sido una rebelión edípica, el ataque de Dudai. Yo no estoy de acuerdo, aunque no se me ocurre una explicación alternativa. Sea como fuere, ha sido interesante. Siempre me ha parecido un tipo interesante, el joven Dudai, pero Tuvia no opina lo mismo.
Ruchama vio una expresión desconocida en sus ojos verdes, ansiedad, quizá, y de pronto la embargó un vago sentimiento de miedo. Tuvia guardaba silencio, con el semblante sombrío y airado.
Bajaron juntos en el ascensor hasta el garaje subterráneo. Incluso ahora, diez años después de su llegada a Jerusalén, Ruchama no sabía moverse por el campus sin ayuda. El edificio de planta circular de la Escuela de Bellas Artes, con cada ala pintada de un color diferente para distinguirlas y facilitar la ubicación, le inspiraba pavor. Sólo sabía ir al edificio Meirsdorf, a la residencia universitaria y al ascensor del aparcamiento. Atravesar el laberinto del edificio Meirsdorf era el único camino que conocía para llegar al ala del Departamento de Literatura.
Shaul rechazó la invitación de ir a tomar un té a su casa y ellos lo acompañaron hasta su coche y luego se dirigieron al oscuro rincón donde estaba aparcado el Subaru de tonos claros.
Ruchama sentía pavor en aquel aparcamiento subterráneo: ese tipo de espacios, como los de los grandes almacenes, despertaban en ella una inmensa ansiedad que se manifestaba de inmediato en una sensación de náuseas. Esta vez la ansiedad adquirió una nueva dimensión. Al vislumbrar súbitamente una silueta en el rincón donde estaba su coche, no pudo reprimir el alarido que ascendió por su garganta, y no se tranquilizó hasta que hubo reconocido el inteligente rostro de Iddo Dudai.
– Tuvia -dijo Iddo-, tengo que hablar contigo.
Y pese a la frialdad con que abrió la puerta del coche, cuya luz interior iluminó las tensas facciones de Iddo, Ruchama percibió ira, confusión e incomodidad en la voz de Tuvia cuando respondió:
– Muy bien. Yo también creo que debemos hablar, sobre todo después de lo que ha ocurrido hoy. ¿Tienes un momento mañana?
– No, mañana será demasiado tarde. Tengo que hablar contigo ahora mismo -repuso Iddo, y por el pánico que resonó en su voz, Ruchama supo que su marido no podría negarse.
– Entonces síguenos y hablaremos en casa -dijo Tuvia.
Iddo miró a Ruchama. Ella se apresuró a bajar los ojos y Tuvia dijo:
– No te preocupes. Ruchama nos dejará a solas, ¿verdad?
Se volvió hacia su mujer, que asintió.
En el coche, Tuvia habló sin pausa, especulando sobre lo que habría llevado a Iddo a actuar así.
– No deberíamos haberle dejado que se fuera al extranjero -afirmó vehementemente-. Desde hace dos semanas, desde que volvió, no ha vuelto a ser el mismo de antes.
Ruchama no dijo nada. Estaba cansada.
La angustia que reflejaba la expresión de Iddo cuando entró en su piso del gran bloque de viviendas de la Colina Francesa despertó momentáneamente su curiosidad; pero luego, vencida por la fatiga, dio las buenas noches y se retiró al pequeño dormitorio. Oyó los pasos arrastrados de Tuvia y el chacoloteo de las sandalias de Iddo cuando lo siguió a la cocina; e incluso el repiqueteo de las tazas y, después, una pregunta de Iddo: «¿Cómo se enciende esto?», pero ya estaba en la cama, bajo la sábana, que le sobraba, tanto era el calor. Abrir la ventana no valió de nada. El aire estaba estancado en el patio, seco y opresivo. Los últimos sonidos que oyó fueron los de las televisiones de los vecinos, y después se quedó dormida.