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«¿Tiene usted un regulador?», inquiría el titular del artículo de primera plana de Noticias de submarinismo. Michael Ohayon echó un vistazo a la revista y sonrió. No, no tenía un regulador ni nunca lo tendría. Él no pensaba dedicarse al submarinismo en su vida.

El superintendente Ohayon, jefe del Departamento de Investigación Criminal del subdistrito de Jerusalén, estaba en el Club de Buceo de Eilat, cierto, pero «estrictamente en calidad de padre», como le había dicho con firmeza a su amigo de la infancia Uzi Rimon, director del club, cuando éste trató de persuadirle de que se apuntara a un curso.

– El agua sirve para beber, para lavarse y, como mucho, para nadar. Soy un urbanita de Jerusalén -afirmó contemplando con respeto las azules honduras que tenían delante.

– No es eso lo que he oído comentar de ti. No me habían dicho que te habías convertido en un cobarde de tal calibre -le contestó Uzi con sonrisa maliciosa.

– Y ¿qué te habían dicho? ¿Quién te lo ha dicho? -replicó sonriendo con azoramiento Ohayon.

– No me lo preguntes. Dicen que, desde que te divorciaste, todos los maridos de Jerusalén guardan a sus mujeres encerradas bajo llave, y también he oído decir que, cuando estás resolviendo un caso, haces que los policías más curtidos se estremezcan como colegialas. Dicen que eres duro. ¡Qué lástima que no haya por aquí ninguna dama para ver cómo eres de verdad… gallina!

Y así era; sólo los íntimos de aquel hombre alto, cuyos marcados pómulos daban a sus ojos oscuros y profundos una expresión melancólica que había derretido muchos corazones, sabían de sus angustias. Para los demás, compañeros de trabajo, jefes y conocidos, Michael Ohayon era un hombre fuerte, inteligente y culto, y también un empedernido don Juan, cuya reputación atraía a las mujeres en tropel. Y era cierto que hasta los policías más baqueteados palidecían al escuchar las grabaciones de alguno de los interrogatorios que había realizado, aunque era de dominio público que Ohayon nunca empleaba la violencia física con los sospechosos. La fidelidad de sus subordinados, y el ambiente relajado de trabajo, eran un homenaje a la educación y el respeto con que trataba a todos, a su falta de arrogancia y a la modestia que irradiaba. Sus amigos íntimos sostenían que era precisamente su humildad la que lo había catapultado hacia puestos de responsabilidad en el cuerpo policial.

También Uzi se quedó desarmado ante la sonrisa tímida y abochornada que iluminó el semblante de Michael, y le dio una palmada en el hombro diciéndole:

– ¿Y quién ha oído hablar de una mamá judeomarroquí?

Las angustias secretas de Michael, fuente permanente de regocijo para el círculo de sus íntimos, se centraban básicamente en su único hijo.

Cuando Yuval aún era un niño de pecho, su padre pensaba ya en que habría de llegar el momento en que el muchacho se fuera de excursión con el colegio, quisiera montar en bicicleta, soñara con una moto y prestase servicios en el ejército. Cuando Nira regresó de la clínica con el recién nacido, el miedo a que dejara de respirar mientras dormía lo mantuvo varias noches en vela. La leyenda sobre el padre de origen marroquí que se comportaba como un superviviente del holocausto polaco ya circulaba cuando Yuval cumplió el año.

– Hemos intercambiado los papeles -explicaba Nira a sus amigos con burlona frialdad-. Lo lógico sería que fuera yo quien se comportara así. ¿Qué motivos puede tener él?

A Michael Ohayon no le costaba levantarse a medianoche, cuando el bebé lloraba, y disfrutaba cambiándole los pañales. Y cuando todavía estaban casados, las quejas de Nira sobre las exigencias emocionales de Yuval no hallaban eco en su corazón.

Lo más duro fue observar los primeros pasos de su hijo hacia la independencia y la libertad, teniendo presente en todo momento que la vida ciertamente cuelga de un hilo, que los desastres externos escapan casi por completo a nuestro control y que su mayor responsabilidad era lograr que el chico siguiera vivo y a salvo.

Nunca dio voz a sus preocupaciones ante Yuval, y el chico comenzó a ir solo al colegio, a pesar del denso tráfico de la calle Gaza, cuando sólo llevaba dos meses en primaria, e ingresó en los scouts, sin sospechar cómo sufría su padre cada vez que salía de excursión con los amigos. Yuval tenía seis años cuando sus padres se separaron, y a partir de entonces Michael perdió todo control sobre los peligros que acechaban detrás de cada esquina. Le tocaba estar con el chico dos veces por semana y en fines de semana alternos, hasta que Yuval se rebeló contra ese rígido programa impuesto por su madre y comenzó a ir a casa de su padre siempre que le apetecía.

La pasión por el submarinismo que se había apoderado de Yuval era la plasmación de los peores miedos de su padre.

En respuesta a la pregunta: «¿Qué quieres por tu cumpleaños?», el chico le había pedido que le pagara un curso de buceo.

– Sólo el curso y el equipo básico; con el trabajo del verano pasado ahorré para el billete, e incluso puede que alcance para parte del equipo -dijo al ver la expresión de su padre, creyendo que era el dinero lo que le preocupaba.

Michael Ohayon hubo de recurrir a todas sus reservas de fuerza interior para obligarse a responder enseguida y con la mayor calma posible:

– Qué idea tan original. ¿Dónde dan esos cursos?

– En montones de sitios -respondió Yuval, y en su rostro se pintó una expresión de profundo placer-. Pero yo quiero ir a Eilat. He pensado que podría coger el autobús el viernes por la mañana y saltarme las clases para celebrar mi cumpleaños; además, ya estamos a finales de curso. O, si no, podría ir después de clase haciendo dedo.

Ese comentario fue la gota que colmó el vaso. Un atisbo de malicia afloró a la cara anhelante de Yuval y Michael se preguntó si habría conseguido ocultar sus miedos. El chico lo miraba expectante.

– ¿Piensas ir con algún amigo? -le preguntó cautamente, y cuando su hijo le repuso que aún no lo había pensado, tuvo una iluminación que resolvía el problema, una inspiración genial como la que había salvado la situación cuando Yuval emprendió la primera excursión que lo obligó a dormir fuera de casa-. Podríamos pasar juntos el fin de semana, te puedo acompañar a Eilat. Tengo allí un amigo al que no veo desde hace años.

– ¿En tu coche? -la desconfianza asomó a los ojos de Yuval.

Michael asintió con un gesto.

– ¿Solos los dos? -quiso saber Yuval.

– Claro, ¿o te gustaría que viniera alguien más con nosotros? -replicó Michael.

– No -dijo Yuval titubeante-. Se me había ocurrido que a lo mejor tú querrías que alguien te acompañara -y la alegría dominaba ya a la desconfianza-: Y yo bucearé, ¿verdad?

– Si quieres, ¿por qué no?

– ¿Y estás seguro de que podremos ir desde el viernes por la mañana hasta el domingo? -preguntó Yuval, y después de razonar si sería conveniente perder clases a final de curso, Michael terminó por sonreír.

– De acuerdo, sólo se cumplen dieciséis años una vez en la vida. Lo celebraremos como es debido. O, en todo caso, a tu manera.

Yuval no hizo más preguntas, pero la frase «a lo mejor tú querrías que alguien te acompañara» revivió en Michael la necesidad de hablarle de Maya. En Eilat; se lo contaría en Eilat. «En la playa», pensó, y calculó que aún quedaban dos semanas para el cumpleaños de Yuval. En dos semanas podrían cambiar muchas cosas, pensó con desesperación. A lo mejor Yuval se resfriaba.

Y ahora ya habían pasado un día y medio en Eilat. Tendido en la arena, Michael hojeaba las Noticias de submarinismo. Leyó hasta los anuncios, despreciando los libros que había llevado consigo. El sol estaba en su cenit y el calor lo adormecía, pero no podía ceder a la somnolencia debido a la vaga inquietud que sentía desde que salieron de Jerusalén.