Al despertar aquella mañana, se había dicho que el primer día había transcurrido sin incidentes, que Uzi se estaba ocupando personalmente de Yuval, que contaba con el mejor equipo posible, que sólo faltaba una inmersión más y que al día siguiente todo habría quedado superado y podría regresar a casa con la conciencia tranquila.
Mas luego vio el titular «¿Tiene usted un regulador?», y comenzó a leer el artículo que encabezaba. «No hay normas aplicables a la revisión de la válvula de la botella y del regulador; es responsabilidad exclusiva del submarinista», decía. Continuó leyendo hasta concluir el artículo y decidió enseñárselo a Yuval tan pronto como saliera del agua («Durante la inmersión, justo después de que el submarinista ejecutara la voltereta para sumergirse en el agua, se descubrió un fallo en el suministro de oxígeno, y hubo que izarlo rápidamente a la superficie mientras respiraba gracias al equipo de un compañero», informaba el instructor de submarinismo que había escrito el artículo, y Michael redobló su concentración. «La observación del medidor de presión reveló una caída de la presión atmosférica desde 100 libras a cerca de cero, durante la inhalación mediante el regulador»).
Michael Ohayon consultó su reloj: faltaban quince minutos para que terminara la clase. Se levantó y se acercó a la orilla. El Club de Buceo estaba muy concurrido. «Dónde se ha oído que un padre abandone a su suerte a su hijo de esta forma», pensó asustado, y luego vio cómo dos personas sacaban de una barca a un submarinista con un traje negro de neopreno y lo tumbaban sobre la arena.
Rechazó de inmediato la idea de que pudiera ser Yuval, porque el joven que estaba quitándole la máscara de buceo a la figura yacente no era Guy, el instructor con el que había salido Yuval, sino Motti, a quien conocía de la víspera. Junto a él había una chica también en traje de neopreno, una de las alumnas del curso, según le pareció. No alcanzaba a distinguir desde lejos la expresión de sus caras, pero había algo en su manera de moverse, inclinados sobre el submarinista tendido en la arena, que proclamaba una catástrofe.
La premonición de un desastre se tornó en certidumbre al ver que Motti echaba mano a su cuchillo precipitadamente para rasgar el traje del accidentado. La mujer corrió hacia la oficina, una casita de piedra que se alzaba en la playa a escasa distancia de donde Michael se había tumbado.
Motti comenzó a hacer la respiración boca a boca al accidentado y Michael no lograba desviar la vista de la escena. Sin saber cómo había llegado hasta allí, se encontró a su lado, confiando en que el pecho empezara a subir y bajar. Pero no sucedió nada. Michael iba contando las respiraciones para sí a la vez que Motti.
Era un hombre joven. Tenía la cara rosácea e hinchada.
El superintendente Ohayon, que había visto numerosos cadáveres durante su vida profesional, seguía confiando en adquirir algún día la insensibilidad de los policías y detectives de la televisión. Después de cada suceso se sorprendía, como si fuera la primera vez, del mareo, las náuseas, la angustia y, a veces, la lástima que había sentido en presencia del muerto, precisamente cuando se requería frialdad científica y atención al detalle. En este caso nadie le exigiría nada, pensó para consolarse al comprender que los intentos de reanimación serían vanos.
La mujer regresó corriendo, acompañada de un joven cargado con un maletín de médico. Michael se acercó más, acallando las voces interiores que le recordaban que estaba de vacaciones y que aquel asunto no era de su incumbencia.
Comenzaba a formarse corro en torno al submarinista que yacía sobre la arena. El médico le quitó el chaleco de buceo, colocó en el suelo la máscara de goma, acabó de rasgar el traje y se puso a trabajar.
Ahora Michael veía el cuello, inflamado y tumefacto como los tobillos de las ancianas que vuelven del mercado cargadas con la cesta de la compra. Con movimientos rápidos y precisos, el médico ejerció presión sobre la garganta y luego la relajó, repitiendo de nuevo la operación. Uzi, que ya estaba a su lado, exclamó con voz vibrante de pánico:
– Llevémoslo a la cámara de descompresión.
Y el médico, sin volverse a mirarlo, sacudió la cabeza y dijo:
– No servirá de nada. Haría falta una cámara de descompresión grande, donde también se le practicara la respiración artificial. Mira qué dilatadas tiene las pupilas, y fíjate en el cuello… ya se ha producido un enfisema subcutáneo y estoy seguro de que se le habrán reventado los órganos.
Michael vio con horror que un hilillo de sangre asomaba por la comisura de los labios azulados y se deslizaba por la mejilla, y después, sacudido por unas náuseas que iban creciendo en oleadas, oyó que el médico hablaba de practicar una traqueotomía.
– No sé si valdrá de algo, pero ¿qué podemos perder? -comentó mientras introducía diestramente un tubo en la garganta del ahogado; y Michael, que, como Yuval de pequeño, sentía una siniestra atracción por las cosas que más le asustaban, se aproximó y vio claramente las pupilas dilatadas, el reguero de sangre y la incisión practicada por el médico para insertar el tubo; lo vio todo, y todo le resultó extraño.
Era la primera vez que veía el cuerpo de un ahogado, se dijo, y trató de contener las náuseas aplicando el «mecanismo científico» que le describiera un forense, consistente en disociar la humanidad del cadáver, y de esa forma, «sacar el trabajo adelante». Eso es lo que el forense le había dicho la primera vez que Michael, a la sazón inspector de policía, presenció la realización de una autopsia. Pero la sensación de náuseas se intensificó; el cuerpo del ahogado estaba resbaladizo y tumefacto, su piel había adquirido el aspecto de un material esponjoso, y el semblante rosáceo, «un color sorprendente en la cara de un muerto», pensó Michael, se tornaba azul. Al fin, el médico se arrodilló junto a la cabeza del joven y le cerró los párpados con fuerza. Luego se sacudió la arena de las manos y guardó su instrumental en el maletín.
Uzi había permanecido inmóvil, en impotente silencio, a lo largo de toda la operación. Cuando llegó la unidad móvil de cuidados intensivos, salió de su pasmo y ayudó a transportar en una camilla el cuerpo saturado de agua hasta el vehículo.
El médico de la unidad móvil cruzó unas palabras con el otro médico, mientras Michael observaba alternativamente las aguas azules y su reloj, a la vez que, llevado por la costumbre, aguzaba el oído para captar la conversación que estaba desarrollándose tras las puertas abiertas de la ambulancia.
– No sé qué decirle… estaba completamente rosa; todavía tiene roja la mucosa de la boca… Yo diría, por su aspecto, que ha sido un envenenamiento con monóxido de carbono; pero quizá me equivoque. Será mejor que lo compruebe.
Michael oyó la respuesta sin comprenderla, salvo la última frase:
– Lo veremos al examinarlo.
Como siempre, la terminología profesional no le decía nada.
Las puertas de la ambulancia se cerraron y la sirena se puso en marcha, sobresaltando a cuantos estaban en la playa; por lo visto, ese sonido sólo estaba asociado con grandes avenidas de ciudades bulliciosas. Michael se estremeció y le preguntó a Uzi, que daba patadas a la arena, qué había ocurrido.
Veinte años habían pasado desde que viera a Uzi Rimon por última vez. El director del Club de Buceo había sido compañero suyo de colegio, donde los profesores le auguraban un futuro negrísimo. A pesar de los años transcurridos, Uzi no había perdido la expresión infantil y entusiasta que tan bien recordaba Michael de su época escolar, cuando él estaba interno y Uzi era un «jerusalemita», como llamaban a los alumnos que asistían a las clases, con escasa regularidad en el caso de Uzi, y luego regresaban a casa. Michael era visita habitual en casa de Uzi, y aún no había olvidado cómo le intimidó conocer a los padres de su amigo: el padre era un pintor de fama, a quien venían a rendir pleitesía las gentes más variadas y cuyas marinas se exhibían en todos los museos de Israel y en otros que se contaban entre los mejores del mundo. Uzi trataba a su padre con una mezcla de fría reverencia y discreta compasión, sin que Michael comprendiera por qué.