– Podría haberse ido a casa, ¿no le parece? -preguntó Michael.
– Ni se me ocurrió -dijo Shai sorprendido-. Ni siquiera sé por qué sentía la necesidad de ver Blade Runner -enmudeció.
Tardaron varias horas en redactar la declaración. Tuvia Shai se empeñó en especificar personalmente sus motivos. Regresó con ellos al despacho de Tirosh del Monte Scopus y estuvo reconstruyendo el asesinato hasta que Emanuel Shorer, que había entrado en el despacho de Michael tan pronto como Shai dejó de hablar, se dio por satisfecho.
Cuando Balilty insistió en sugerir, como siempre, que fueran «a celebrarlo a un sitio con estilo», Tzilla lo amonestó con una mirada fulminante. Sabía cómo se encontraba Michael.
– Vuelve a proponérselo dentro de unos días -dijo, echando una ojeada a Michael-. Pero, ahora, hazme el favor de dejarlo en paz.
Esa noche, Emanuel Shorer y Michael fueron al Café Nava. Shorer revolvía el azúcar de su té. Michael contemplaba absorto su café.
– ¿En qué estás pensando? -le preguntó Shorer, y sonrió.
Michael no respondió. Cogió la taza entre las manos sin levantar la vista.
– Por cierto, me olvidaba de preguntártelo -dijo Shorer-. ¿Qué pasó al final con la nota que tenía en la mesa? ¿Has descubierto lo que significaba? Ya sabes, esa de la que me hablaste, sobre el último capítulo de la novela de Agnón. ¿Has llegado a comprenderla?
Michael hizo un gesto negativo. No había hablado con ningún compañero de Manfred Herbst y la enfermera Shira. Se sentía agotado, deprimido. Como siempre, no tenía una sensación de triunfo. Tan sólo tristeza y el deseo de acurrucarse junto al cuerpo de una mujer y dormir años y años.
Shorer tomó un sorbo de café, posó la vista en Michael y, al fin, dijo:
– Llevo algún tiempo queriéndote decir que, para ser un convencido de que hay que amar al género humano, y que amar es más importante que ser amado, no me da la impresión de que estés haciéndolo muy bien -en su voz no había reproche.
Batya Gur