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La punzada de dolor se reavivó, quizá a causa de las palabras «concepción» y «nacimiento», pensó Michael mientras se llevaba la mano al pecho y trataba de imaginar dónde estaría la nena en esos momentos, quién le estaría dando el biberón. Una especie de suspiro colectivo, como si todos los presentes hubieran exhalado al unísono, interrumpió el curso de sus pensamientos. Nadie dijo nada, pero la tensión pareció relajarse. Theo había quedado a la espera, mirando en derredor. Su mirada centelleó al cruzarse con la de Michael. Luego volvió la cabeza hacia Nita, que parecía una figura de cera.

¿Cómo podía permanecer inmóvil tan largo tiempo?, se preguntaba Michael. Apenas le había quitado la vista de encima y, salvo por algún que otro parpadeo, podría haber pensado que estaba inconsciente. Nita abrió los ojos de par en par y, al ver lo dilatadas que tenía las pupilas, a Michael ya no le cupo la menor duda de que estaba fuertemente sedada.

«¿Qué daño te he hecho yo?», pensó amargamente. «¿Por qué no comprendes que las cosas tienen que estar así de momento?» Sabía que aquel día no tendría oportunidad de plantearle esas preguntas.

– Ahora quiero ocuparme de otro asunto que quizá os parezca extraño, pero al final veréis que es relevante. Se trata de los movimientos lentos de las composiciones del clasicismo. Hay quienes se sienten tentados de echar un sueñecito durante esos pasajes en que la música se vuelve lenta y pesada; y, por cierto, eso fue lo que le permitió a Haydn componer la sinfonía La sorpresa. En determinados momentos, hay quienes se quedan dormidos. Los compositores clásicos suelen iniciar los andantes y adagios con una melodía maravillosa, luego vienen el segundo y el tercer tema, y después empieza a imponerse una nota salida del fondo que se repite una y otra vez de manera literalmente monótona, una nota que acaba por cansar.

La chica de la flauta soltó una risita.

– Aquí tenemos la Sonata para piano en la menor de Mozart. Vamos a escucharla durante un rato -se volvió para coger un CD.

– ¿Quién la interpreta? -preguntó la flautista.

– Murray Perahia -repuso Theo, y oprimió el botón-. El movimiento lento -tras unos minutos, interrumpió la música y dijo-: Detengámonos aquí, donde vuelven a comenzar las notas repetidas, con un adorno.

Guardó el CD en su caja y cogió otro.

– Ahora, el andante de la Sinfonía Haffner de Mozart -dijo, y al cabo de un rato-: Helas aquí, las notas repetidas obsesivamente -y apagó la música-. Hay muchísimos movimientos lentos cuyo episodio central se construye sobre el fondo de una sola nota repetida que actúa a modo de horizonte tonal. Durante mucho tiempo, he tratado en vano de encontrar -confesó Theo- otro estilo musical, de cualquier tradición del mundo, que utilice notas repetidas de esta manera. No he hallado ninguno. Es algo exclusivo del estilo clásico, y también se encuentra a menudo en los movimientos rápidos -los jóvenes músicos parecían estar haciendo memoria. Alguien se revolvió en su asiento, la chica de la flauta frunció el ceño, Yuval se llevó un dedo a los labios. Todos se preguntaban si Theo tendría razón.

Tras una pausa, Theo prosiguió:

– Cualquiera que toque un instrumento, como es vuestro caso, sabe qué difícil es repetir una y otra vez la misma nota acertadamente. ¿Y qué es este monotono? ¿Es una línea? ¿Es un horizonte? No está aislado, porque posee ritmo y tempo, pero no llega a ser una melodía, ya que la siguiente nota es siempre igual. Tampoco es una nota pedal, que sería su réplica mecánica. Es un lugar de quietud en el centro mismo de la obra. Si no reparamos en eso -continuó, alzando de nuevo la voz con dramatismo-, nos quedamos dormidos. Pero si lo percibimos, entonces nos encontramos en un punto de existencia mínima, enfrentados a ese monotono que, en mi opinión… -hizo otra breve pausa- está íntimamente relacionado con el pulso del hombre.

Yuval abrió la boca.

– Sí, estoy convencido de que tiene una relación directa con los latidos del corazón -añadió Theo.

Yuval se enderezó, muy agitado.

– Desde finales del Renacimiento hasta los tiempos del padre de Mozart -explicó Theo-, muchos músicos adaptaban el tempo del andante al pulso humano: setenta y dos pulsaciones por minuto.

Michael tuvo una momentánea sensación de alivio al recordar a Dora Zackheim hablando del tempo barroco. Las frases de Theo le sonaban familiares, aunque le extrañaba oírlas en sus labios. Michael pensó que habría sido más lógico que la conferencia de Theo versara sobre Wagner. Era extraño oírle hablar con tanto respeto y pasión de la música barroca. Cierto era que Dora Zackheim había aludido a lo brillante que era Theo como teórico, pero Michael no se lo había tomado muy en serio.

– El pulso define el tempo de esta línea de notas, ¡de este hilo de la vida! Aquellos músicos se atrevieron a construir movimientos enteros con un acompañamiento basado en la repetición -exclamó Theo. Y volvió a tomar asiento en el banco del piano-. En el clasicismo, la música deja de ser abstracta por primera vez. ¡Se convierte en una actividad de la vida misma! Recordad cómo en Don Giovanni, Zerlina se lleva la mano de Masetto al pecho y, en esos momentos, el acompañamiento refleja precisamente el ritmo del corazón. ¡Pensadlo bien! ¿Sabéis que Mozart copió este recurso? Esto no es idea mía -dijo Theo con modestia-. H. C. Robbins Landon descubrió que Mozart lo copió de Haydn, quien, por cierto, compuso óperas maravillosas -de pronto carraspeó con fuerza, como si estuviera ahogándose-. Una de ellas… disculpad -dijo, y tosió durante un buen rato-. Il mondo della luna, contiene numerosos pasajes basados en el pulso, porque uno de los personajes sufre un infarto al final, acompañado de una serie de escalas. Lo que se refleja no siempre es el corazón en su función literal de bombeo -dijo sonriente-, son latidos que podrían denominarse moléculas del espíritu.

Michael dudó si dar algún crédito a aquella afirmación sobre las moléculas del espíritu, extrañado en general de que Theo pudiera decir aquella clase de cosas si la idea que de él se había formado era correcta. En todo caso, se decía Michael mientras Theo pedía a sus oyentes que volvieran a escuchar la Sonata en la menor de Mozart, las ideas que había expuesto sobre el ser humano…

El curso de los pensamientos de Michael quedó interrumpido cuando Theo dijo, inclinándose sobre el reproductor de compactos:

– La música del clasicismo es la primera que se desarrolla por completo dentro del «espíritu». Y el corazón, el pulso, la actividad básica de la vida, es la voz oculta y constante de esta música, la música que dio a los latidos un papel tan importante como para convertirlos en una voz independiente. Esto sucede en el lugar «divino», y, por ello, algunos se quedan dormidos al escucharlo.

Dejó el disco compacto y se levantó.

– Hay oyentes que se marean porque ese lugar es en esencia místico, representa una suerte de retorno al seno materno, donde de pronto se oye el latido del corazón materno, y de él pende el mundo entero, toda la existencia sonora. Cuando Haydn y Mozart llegan a este ta-ta-ta-ta -Theo pronunció estas sílabas con voz deliberadamente pareja-, a esta aparente monotonía, se encuentran en el núcleo de su estilo, en el centro del mito de la música clásica. A partir de ese momento se hace evidente que la música ya no es una imagen del orden cósmico, como ocurre en Bach, sino un reflejo del espíritu, del ánimo.

Theo oprimió un botón y Nita cerró de nuevo los ojos. Una línea vertical se marcó entre sus cejas. ¿Habría concebido Theo toda aquella teoría o sería algo comúnmente aceptado? Qué suerte tenían aquellos jóvenes de talento, pensó Michael con una punzada de envidia, la gran suerte de que se les ofreciera la oportunidad de conocer a fondo su campo, de que se les sirviera todo en bandeja, mientras que él… Los jóvenes quedaron en silencio cuando la música cesó. Se fueron poniendo en pie con lentitud. Algunos aplaudieron, otros se acercaron a Theo. Michael aguzó el oído, pero sólo alcanzó a oír el nombre de Wagner y algunas palabras dichas por Theo: «Claro que en El holandés errante no…». Al ver que Michael lo miraba, Theo volvió la cabeza hacia otro lado y bajó la voz. El chico que estaba junto a la grabadora la apagó. El joven sentado entre Yuval y Nita permanecía inmóvil con los brazos cruzados. Nita también continuaba en su sitio. Michael se levantó, se acercó a ella, se inclinó y le puso la mano en el brazo. Nita alzó los párpados. Sus pupilas estaban enormemente dilatadas. Los ojos del joven destellaron.